El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

domingo, 31 de enero de 2010

Million Dollar Baby




A estas alturas presentar a Clint Eastwood resulta innecesario y superfluo. Si encima la película que dirige, como es el caso, viene recompensada con cuatro Oscares pues ya podemos ir haciéndonos una idea de por donde van los tiros. Y eso que yo era algo reticente y tenía mis miedos porque, si bien las últimas películas de este director me han gustado, temía que, al amparo de la fama, Eastwood se dejara llevar y se embarcara en una historia que me olía a clichés por todas partes: la historia de un entrenador en la recta final de su vida a quién se le presenta la oportunidad de ayudar a una joven a hacer realidad sus sueños de convertirse en boxeadora profesional. De ahí que tardara tanto en decidirme a verla. ¿El resultado?, pues sorprendido gratamente por un lado, pero sin ocultar ciertas reticencias hacia la segunda parte de esta historia. Pero vayamos por partes.

El cine, como fábrica de historias, consigue a menudo hacernos vivir realidades ajenas a nuestra experiencia diaria, mundos casi perfectos donde todo es posible. Es, bajo este aspecto, cuando se comporta como una fábrica de sueños; en otras ocasiones es simplemente una fuente de evasión que recurre a realidades extremas, ficticias o imaginadas. Suele establecerse, en este caso, una barrera entre el espectador y el espectáculo, de manera que siempre sabemos donde acaba la ficción. Pero el cine de Eastwood como director tiene quizá ese aspecto cercano, humano, que lo acerca al espectador. Y esa humanidad reside sencillamente en hablarnos, con nuestro propio lenguaje, de historias y personajes reales, cercanos y reconocibles, con unos problemas y unas necesidades que no son más que las de cualquier ser humano. Y además, todo ello contado con elegancia, con ternura y con sentido común. Este es el secreto de Clint Eastwood. A veces, ser sencillo resulta mucho más complicado de lo que podamos creer.
Y Million dollar baby (2004), en su primera parte, para mí la más lograda, es precisamente eso, una historia de personajes normales, como tantos, aquejados de los problemas y necesidades de toda persona desde el principio de los tiempos: el amor, la soledad, los remordimientos, la culpa, el perdón, los sueños… Eastwood dijo que lo que le atrajo de la historia en que se basa la película fue que no era una historia sobre el mundo del boxeo, sino una historia de amor. En efecto, la trama podría tener lugar en el cualquier otro ambiente; el mundo del boxeo es un decorado, aunque cargado de un aura que contribuye a dotar a la historia de cierto tinte épico. Pero esa ambientación no está a salvo de estereotipos, lo que venía a confirmar en parte mis reticencias iniciales. Sin embargo, ¿qué es lo que hace que la película, a pesar de no evitar los clichés, consiga agradar y convencer? Pues por un lado el hecho de que los personajes principales (el entrenador, la aspirante a boxeadora y el fiel ex-boxeador), a pesar de no ser precisamente demasiado originales, consigan hacerse entrañables gracias a unos diálogos excelentes donde prima lo conciso, lo directo y que evitan sentimentalismos gratuitos y frases hechas; durante todo el film, los diálogos entre los protagonistas, eje fundamental en el desarrollo del argumento, no dejan de sorprender por lo oportunos, eficaces e inteligentes. En segundo lugar, el trabajo de los actores. Es evidente que el film se apoya básicamente en Eastwood, Hilary Swank y Freeman, pero el resto del reparto no desentona en ningún momento. Eastwood y Freeman (ganador éste del Oscar al mejor secundario) son ya dos veteranos y no es ninguna sorpresa comprobar su buen hacer. Hilary tiene un papel complicado del que sale completamente airosa, con el reconocimiento general en forma del Oscar a la mejor actriz.
Ya antes aludía al gran nivel de los diálogos y ello es fruto de contar con un guión excelente en cuanto a lo que se quiere contar, lo que pretende enseñarnos la película. Y la base de la historia es cómo el azar acaba por juntar a una serie de personajes con algo en común: la necesidad de afecto que de un sentido a su vida. En la tradición del mejor John Ford, Eastwood nos insinúa, sin aclararlo del todo, el problema personal que como un lastre arrastra el entrenador Frankie (interpretado por Eastwood). Este es un aspecto imprescindible que contribuye a darle una dosis de verosimilitud al personaje de Frankie sin la cuál no se lograría hacerlo tan real, tan denso y con el atractivo añadido de cierto misterio. Junto a Frankie, ayudándole en el gimnasio, el leal Scrap (Morgan Freeman), uniendo su destino al de Frankie desde el día en que perdió su último combate. Ambos son dos perdedores, resignados a dejar correr los últimos días de sus vidas sin nada realmente importante por lo que luchar. Hasta que llega a su gimnasio Maggie (Hilary Swank) portando una ilusión capaz de dar un nuevo impulso a sus vidas. Se desarrolla, al compás de los progresos de la joven hasta el combate decisivo, lo mejor de la película, cuando vamos profundizando en sus miedos, frustraciones y esperanzas. Es el retrato de los tres protagonistas lo que le da toda la fuerza y grandeza a la película, lo que le hace elevarse por encima de los tópicos.
Sin embargo, la segunda parte del film ya se desliza por terrenos más peligrosos. Es innegable el buen tino con el que el director evita caer en el melodrama puro y duro, pero creo que esta parte resulta, cuando menos, algo extensa de más. Sin llegar a aportar realmente nada a lo que eran los planteamientos del film (sobre el coraje, la necesidad de amor, la comprensión, el saber perdonar y perdonarse, la lucha por tus metas), parece un giro hacia el drama con cierto sabor a masoquismo. En otras manos, esta parte final del film podía haber arruinado definitivamente la película; afortunadamente, Eastwood es un director que sabe moverse siempre dentro de la contención y la mesura, lo que salva al film de un posible fiasco. Con todo, es un desenlace que no acaba de convencerme del todo.
A pesar de ello, pocos films hoy en día pueden llegar a tocarnos tan hondo, a conmovernos, a sacudirnos en nuestra butaca y siempre desde un planteamiento honrado, sin trampas ni artificios. Nos encontramos enfrentados a nuestros sentimientos, a nuestras carencias y anhelos. Y esto es cine.  

sábado, 30 de enero de 2010

¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú



Dirección: Stanley Kubrick
Guión: Stanley Kubrick, Terry Southern y Peter George (Novela: Peter George)
Música: Laurie Johnson
Fotografía: Gilbert Taylor
Reparto: Peter Sellers, George C. Scott, Sterling Hayden, James Earl Jones, Keenan Wynn, Slim Pickens, Peter Bull

La fama le llegó a Stanley Kubrick con sus films más ambiciosos (2001: una osisea del espacio, La naranja mecánica, El resplandor, ...) y, sin embargo, yo prefiero sus películas más modestas (Atraco perfecto, Senderos de gloria o esta misma), alejadas del barroquismo y cierta presunción de su filmografía más elogiada.

¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964) está basada en Red Alert de Peter George, centrada en los peligros de la Guerra Fría. Kubrick tuvo la feliz idea de darle al guión un giro radical y ofrecernos una versión humorística y rozando lo absurdo de la trama original, porque pensaba que solo una farsa sería capaz de transmitir con acierto la locura de la situación internacional (recordemos que cuando se rodó la película estaba aún muy reciente la crisis de los misiles de Cuba, que dejó al mundo al borde de una guerra catastrófica).

Cuando el general Jack D. Ripper (Sterling Hayden), obsesionado con las conspiraciones comunistas, se salta las normas de seguridad y decreta el ataque a la URSS desde su puesto de mando en una base de la Fuerza Aérea de USA, se inicia una peligrosa cuanta atrás hacia el fin del mundo. En el Pentágono, el presidente de los Estados Unidos (Peter Sellers) intentará convencer a su colega soviético que todo es un lamentable error mientras ordena detener el ataque. Desgraciadamente, un bombardero americano seguirá adelante con los planes de bombardear territorio soviético, ignorante de las nuevas órdenes de detener la misión.

Si la película merece verse repetidas veces es en parte por la colección genial de personajes absurdos y ridículos que la pueblan, crítica atroz de políticos, militares y científicos en cuyas manos recae el futuro de todo el mundo. Será la locura de un general paranoico la que desencadena un ataque suicida y los supuestos responsables de dirigir los destinos del mundo se presentan como seres idiotas o, aún peor, fanáticos sin pizca de sentido común.

Destaca la triple interpretación de Peter Sellers, que encarna a un asustado militar inglés, al presidente de los EEUU y a un delirante científico de oscuro pasado nazi. A su lado, un genial Sterling Hayden, que trabajara ya con Kubrick en Atraco perfecto (1956), como el general chiflado que desencadena el conflicto o el histriónico George C. Scott, en el papel de un general belicoso y paranoico con un odio visceral hacia los comunistas y de cuya boca salen algunas de las frases más geniales de la película. Como memorables también otras frases: "¡Caballeros, aquí no pueden pelear!¡Están en la Sala de la Guerra!" o la lista de material de supervivencia del bombadero ("Con esto se puede pasar un fin de semana en Las Vegas") o las obsesiones del general de la base aérea (Sterling Hayden) con los fluidos corporales. Tampoco faltan escenas para la historia de iconos del cine, como la del capitán T.J. King Kong (Slim Pickens) cabalgando a lomos de una bomba atómica en una secuencia delirante y grotesca.

La película está repleta de símbolos sexuales, en una especie de denuncia de la extraña excitación que parecen padecer los responsables políticos o militares cuando se trata de una destrucción masiva. El mejor ejemplo lo tenemos en la figura del doctor Strangelove (Peter Sellers), cuyo apellido se podría traducir por extraño amor, y su brazo rebelde, que sufre constantes "erecciones" incontrolables y que culmina, cuando vislumbra el futuro tras la destrucción nuclear, con la milagrosa curación de su parálisis: "¡Mein Führer!.¡Puedo andar!

Kubrick pensó en un final menos dramático, pero finalmente se decidió por el de la destrucción total como un modo de advertirnos, a pesar del tono cómico y absurdo de la historia, que lo que subyace es demasiado terrible como no tomarlo en serio.

Sin duda un film demoledor y al tiempo hilarante, con una puesta en escena soberbia de Kubrick, realzada por la maravillosa fotografía en blanco y negro de Gilbert Taylor.