El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

sábado, 30 de julio de 2011

Marlon Brando




Marlon Brando (Omaha, 3 de abril de 1924; Los Ángeles, 1 de julio de 2004) es quizá el actor que encarnó mejor que nadie el espíritu del Actor's Studio y representa por lo tanto la cima de un estilo de interpretación intensa y profunda. Para muchos, entre los que me incluyo, es el mejor actor de la historia, excesivo como muchos genios y con un carisma y una personalidad arrolladoras.

Hijo de un fabricante de productos químicos de fuerte carácter y de una mujer un tanto inestable, que actuaba en el teatro local y terminó adicta al alcohol, y de la que tanto Marlon como sus dos hermanas Joselyn y Frances heredaron su amor por los escenarios, Marlon Brando fue un joven rebelde que chocaba constantemente con la disciplina de los colegios, de varios de los cuales fue expulsado, y con la de su propio padre.

Expulsado, a los 17 años, de la Academia Militar de Shattuck (Minnesota), Marlon Brando comenzó a trabajar como albañil o conductor de excavadoras hasta que convenció a su padre para que le dejara marcharse a Nueva York, como hiciera antes su hermana Joselyn. Logró ser admitido en el Dramatic Workshop de la escuela de actores New School for Social Research (origen del famoso Actor's Studio), donde recibió clases de Stella Alder, quién debía su gran reputación por haber sido alumna de Konstantin Stanislawski en Moscú, célebre teórico del arte de la interpretación.

Tras su etapa de aprendizaje comienza a trabajar en el teatro y en 1944 da el salto a Broadway. Tras algunas obras con buena acogida de la crítica y donde interpreta a Molière, Bernard Shaw, Shakespeare, etc., Brando se presenta ante Tennessee Williams y le convence para que le de el papel de Stanley Kovalski en Un tranvía llamado deseo que, con la dirección de Elia Kazan, va a estrenarse en Broadway. Con una interpretación sobresaliente, Marlon Brando consigue al fin hacerse con un nombre en el mundo del teatro.

En 1950 debuta en el cine con la película Hombres (Fred Zinnemann), sobre veteranos de guerra y donde, de acuerdo con lo aprendido en su etapa de formación, Brando decidió pasar seis meses en un hospital militar para poder representar con mayor realismo al soldado inválido que interpreta en la cinta.

Pero el momento clave tiene lugar al año siguiente cuando encarna de nuevo a Kovalski en la versión filmada de Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951). Brando no sólo consigue una interpretación soberbia, llena de fuerza y de ese atractivo casi salvaje que le confería un físico sorprendente, sino que crea un ícono, un prototipo imitado y deseado por miles de personas. Brando encarna aquí el sexo salvaje, el deseo primario, la bruta sensualidad de un animal. A la vez, sienta las bases de lo que va a representar su figura en los films que vendrán luego: no exactamente un rebelde, pero sí un hombre enfrentado a la norma, a lo habitual, un ser grosero y tosco, pero terriblemente atractivo y con una personalidad desbordante. Con este film había nacido el mito, apoyado en un torso ceñido por una camiseta que se convirtió en la prenda más demandada. Por este trabajo recibió la nominación al Oscar como mejor actor.

Y volvería a ser nominado en sus siguientes trabajos: ¡Viva Zapata! (Elia Kazan, 1952), en la que encarna al revolucionario mexicano Emiliano Zapata; Julio César (Joseph L. Mankiewicz, 1953), donde interpreta al joven Marco Antonio, y donde asistimos a otro de esos momentos únicos que han pasado a la historia del cine: el prodigioso monólogo de Marco Antonio (Marlon Brando) ante el cadáver de César, donde el actor muestra de nuevo toda la fuerza y todo el talento que atesoraba. Con La ley del silencio (Elia Kazan, 1954), en la que es un joven ex-boxeador al servicio de la mafia que controla el trabajo en los muelles, finalmente ganó el Oscar al mejor actor; su papel de un muchacho algo torpe, despreciado por su jefe, está lleno de ternura, una nueva faceta de Brando en la que se muestra tan convincente como en sus explosiones de furia. En este mismo año de 1954 rodaría dos películas más, Salvaje (Laszlo Benedek), donde se pone en la piel de un motorista con cazadora de cuero, reafirmando su imagen de rebelde e ídolo de su época, y Desireé (Henry Koster), en la que encarna al mismísimo Napoleón.

Al año siguiente se atreve con un musical al lado de Frank Sinatra, Ellas y ellos (Bart Freundlich) y sigue con obras dispares, como la comedia La casa de té de la luna de agosto (Daniel Mann, 1956), donde interpreta a un japonés, o el drama Sayonara (Joshua Logan, 1957), de nuevo ambientado en Japón y por el que recibió una nominación como mejor actor.

Terminará la década con El baile de los malditos (Edward Dmytryk, 1958), en la que es un muy humano oficial nazi, y Piel de serpiente (Sidney Lumet, 1959).

La década de los sesenta comienza con la única película dirigida por el propio actor, El rostro impenetrable (1961), un personal western que cuenta con la presencia de otro gran actor, Karl Malden.

Pero Marlon Brando había entrado en una actitud no muy positiva. Un poco cansado del trabajo de actor, afirmaba que lo más interesante del mismo era el dinero que ganaba. Su presencia seguía siendo poderosa, pero su trabajo no tenía la genialidad de los primeros años. Al tiempo, su fama como actor difícil no le hacía tampoco ningún favor.

Pero siguió trabajando con regularidad, con una película por año. Así, en 1962 rodó una nueva versión del motín de la Bounty en Rebelión a bordo (Lewis Milestone); el rodaje fue un infierno y Brando recibiría numerosas críticas por su actitud. Su contrato le pagaba por día de rodaje y se comentaba que él lo alargaba intencionadamente. A su compañero de reparto, el inglés Trevor Howard, le hizo perder los nervios en alguna ocasión. Sin embargo, no toda la culpa era de Brando, el guión de Rebelión a bordo estaba sin terminar cuando comenzaron a filmar y el actor se quejaba que le entregaban su texto para cada día con ninguna antelación, con lo que no había manera de prepararlo a conciencia. Sea como fuere, esta película encabeza la lista de las que enarbolan los detractores de Brando para criticarlo. Durante el rodaje de la película, Brando conoció y se enamoró de su compañera de rodaje, la tahitiana Tarita, que se convirtió en su tercera y última esposa y con la que tuvo dos hijos. También se enamoró el actor de Tahití y la vida sencilla de sus habitantes, adquiriendo más adelante una isla en el archipiélago. Pero este matrimonio, como los anteriores, no funcionó.

En 1963 trabaja en Su excelencia el embajador (George Englund), en Dos seductores (Ralph Levy) en 1964, comedia junto a Davin Niven, y en Morituri (Bernhard Wicki) al año siguiente.

En 1966, Marlon Brando vuelve con fuerza en La jauría humana (Arthur Penn), y realiza uno de sus trabajos más recordados. También en ese año trabaja en el western Sierra prohibida (Sidney J. Furie). Al año siguiente interviene en dos nuevos films, La condesa de Hong Kong (Charles Chaplin, 1967), comedia no muy brillante que supone la última película dirigida por Chaplin y donde comparte protagonismo con Sofía Loren, y Reflejos en un ojo dorado (John Huston, 1967), donde interpreta a un atormentado militar homosexual casado con Elizabeth Taylor.

Los años siguientes suponen una menor presencia de Brando, con films no muy recordados, como Candy (Christian Marquand, 1968), La noche del día siguiente (Hubert Cornfield, 1969) o Queimada (Gillo Pontecorvo, 1969).

Parecía que la carrera iba a agotarse en trabajos de segunda fila y actuaciones sin brillantez cuando de pronto aparece una obra que va a poner de nuevo a Marlon Brando en la cima y donde demostrará que su gran talento no se había perdido para siempre. Estamos en 1972 y Brando consigue el papel de Vito Corleone en El padrino de Francis Ford Coppola. El propio Brando solicitó el papel y consiguió una prueba para la que él mismo se encargó del maquillaje y la caracterización. La prueba fue un éxito e impresionó tanto a Coppla que éste logró convencer al estudio para que le diera el papel. Su encarnación de un poderoso jefe de la mafia es tan asombrosa que su Don Corleone ha quedado ya como uno de los íconos más importantes de la historia del cine. Brando se hizo con su segundo Oscar, aunque no fue a recogerlo y envió en su lugar a una actriz de origen indio que leyó la protesta que había escrito Brando sobre el trato que daba Hollywood al pueblo indio. Mientras la mujer leía el texto, varios guardaspaldas de la ceremonia tuvieron que retener por la fuerza entre bastidores a John Wayne, que quería entrar en el escenario y llevarse a la india de allí.

Sin embargo, la carrera de Brando no llegó a despegar del todo. Entrado ya en la madurez, el actor iba dejando de lado su trabajo y se limitaba a escasas apariciones cada vez más espaciadas en el tiempo y de menor protagonismo.

A El padrino siguió la excelente El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972), donde Brando recibió una nominación al Oscar como mejor actor principal, y a partir de ahí, poca cosa. Del mismo año es Los últimos juegos prohibidos (Michael Winner). Hasta cuatro años después, con Missouri  (Arthur Penn, 1976), al lado de Jack Nicholson, no vuelve a la pantalla. En 1978 trabaja en Raoni (Jean-Pierre Dutilleux) y hace una breve aparición en Superman (Richard Donner) por la que recibe nada menos que 14 millones de dólares. Brando deja así claro que lo que le interesa ahora es el dinero más que su carrera y se inicia un período, el último, en que sus apariciones son muy escasas pero bastante bien remuneradas. Y si bien sus interpretaciones a partir de ahora no dejan de estar motivadas por las necesidades económicas, la figura de Brando seguía tan poderosa que añadía siempre un interés especial a aquellos films en los que aparecía. Cierra la década de los setenta con otra breve, pero impactante, aparición en Apocalypse Now de Coppola (1979).

En 1980 trabaja en La fórmula, de John G. Avildsen, y no vuelve a actuar hasta 1989, en Una árida estación blanca (Euzhan Palcy), donde fue nominado como mejor actor de reparto. La década de los noventa no aporta nada nuevo: apariciones escasas y la mayoría sin mucho por lo que ser recordadas: El novato (Andrew Bergman, 1990), Cristóbal Colón: el descubrimiento (John Glen, 1992), donde interpreta a Torquemada, Don Juan DeMarco (Jeremy Leven, 1994), La isla del doctor Moreau (John Frankenheimer, 1996), The Brave (Johnny Depp, 1997) y Free Money (Yves Simoneau, 1998).

La última aparición de Brando fue en 2001 en la película The score (Un golpe maestro) de Frank Oz.

Los últimos años de Brando no fueron fáciles a nivel familiar. En 1990, el novio de Cheyenne, hija de Brando, fue asesinado por el primogénito del actor, Christian, que fue condenado a seis años de cárcel. Como triste colofón a este asunto, Cheyenne terminaría suicidándose cinco años más tarde.

Marlon Brando murió de fibrosis pulmonar a los ochenta años, el primer día de julio del año 2004.

Tal vez se pueda explicar de alguna manera la irregular y, en parte, desaprovechada carrera de Marlon Brando, en relación al tremendo talento del actor, si explicamos que él, según sus propias palabras, detestaba actuar. No deja de ser curioso que lo mejor hacía, y lo que le acarreó la admiración de público y compañeros de profesión, en realidad no le satisfaciera en absoluto. Fuera como fuese, lo que es incuestionable es el gran talento del actor, capaz de hacer escuela y crear íconos en la pantalla que, pasados muchos años, siguen teniendo la fuerza y el impacto del primer día. Este actor enfrentado al sistema, rebelde por naturaleza, fue, paradójicamente, uno de los intérpretes que más contribuyeron a la gloria de Hollywood, asentando y dando un brillo especial a los años dorados del cine norteamericano.

La deuda de la industria del cine y de nosotros, simples espectadores, con este grandísimo actor es eterna. Larga vida al talento. Por suerte, su legado está ahí, para deleite de los amantes del cine, actuales y futuros. Irrepetible Brando.  

miércoles, 27 de julio de 2011

Medianoche en el jardín del bien y del mal


Medianoche en el jardín del bien y del mal (Clint Eastwood, 1997), basada en el best-seller del mismo título de 1994 de John Berendt, nos adentra en el Sur profundo de los Estados Unidos y es una nueva demostración de la maestría de Eastwood tras la cámara. Sin embargo, a pesar de la elegante puesta en escena, la película se queda un paso por detrás de lo que nos tiene acostumbrados el brillante director.

Un joven escritor, John Kelso (John Cusack), es enviado por una revista a Savannah para escribir un reportaje sobre la prestigiosa fiesta de Navidad que cada año organiza Jim Williams (Kevin Spacey), un excéntrico millonario local. La visita, sin embargo, se verá alterada drásticamente cuando el señor Williams es detenido acusado de asesinar a un joven empleado suyo, Billy Hanson (Jude Law), quién resulta que era su amante.

No siempre las novelas de gran éxito se convierten en grandes películas. Y este es el caso ahora. Medianoche en el jardín del bien y del mal es quizá una de las películas menos exitosas de su director y, sin duda, de las que menos favores del público ha suscitado. Por un lado, tenemos una trama un tanto complicada, más que por la historia central, que se puede resumir en un par de líneas (millonario acusado de asesinato y el correspondiente juicio con cierta dosis de intriga e incertidumbre), por las pequeñas historias paralelas que van naciendo como ramas en un árbol. Y es esta complicación, que el buen hacer de Clint Eastwood resuelve con cierta facilidad, al menos narrativamente, de pequeñas historias lo que termina por debilitar el ritmo de la película y la prolonga de manera un tanto innecesaria. El resultado es que el film se hace un tanto largo, pesado incluso en algún momento, y hasta me ha parecido ver pequeños saltos en el hilo narrativo o en el encadenamiento de secuencias tal vez provocados por algunos cortes no muy bien resueltos, pero quizá motivados por la intención de no extender demasiado la película.

Las historias a las que me refiero son las que implican a Minerva (Irma P. Hall), la practicante de vudú, y al travesti Chablis Deveau (The Lady Chablis), que en realidad es una conocida drag-queen de Savannah que se interpreta a sí misma en la película. Ambas ramificaciones parecen estar traídas de manera un tanto forzada a la historia principal y, si bien la enriquecen en cierta medida, evitando una trama un tanto plana y más convencional, no terminan de resultar del todo convincentes pero, sobre todo, tienen el pernicioso efecto de alargar en exceso la duración del film. Y ello podría no ser malo si la trama principal  tuviera el peso y la emoción necesarios, pero el principal problema de la película es que hay algo en la historia del crimen y el juicio que no termina de engancharnos.

Puede que parte del problema es que la película arranca con un tono un tanto ligero, rondando la comedia por momentos, lo que nos distancia un tanto de los personajes. Luego, cuando empieza la parte seria, Eastwood sigue sin dramatizar la historia en la medida de lo necesario para que nos involucremos más intensamente. El resultado es que vamos siguiendo el desarrollo de la trama de manera distante, algo fría, con lo que se pierde toda la emoción, la incertidumbre, el deseo de descubrir la verdad. Es como si nada nos importase de manera realmente seria. Al menos es lo que me sucedió a mí: estaba viendo la película a una considerable distancia, con cierta curiosidad, pero sin implicarme, sin vivirla. Y aquí radica precisamente la gran virtud de la mayor parte de los films de Eastwood, que tienen una carga humana muy intensa y nos hacen vivir los problemas de los personajes casi como si fueran nuestros; algo que en este caso brilla por su ausencia.

¿Puede ser que la historia resulte increíble desde el principio? Es posible que haya algo de eso. Es posible también que la sorpresa que invade a John Kelso desde su llegada a Savannah nos contagie a nosotros y no terminemos de centrarnos. Pienso que el problema de fondo es la densidad de la historia y su complejidad para resumirla en un film de duración más o menos estandar. Pienso que el tono utilizado no es el apropiado. Pero pienso también que no es del todo un film fallido.

El reparto, por ejemplo, me gustó mucho. Tanto Kevin Spacey como John Cusack me parecen muy buenos actores y el resto de secundarios considero que cumplen muy bien. Lo mejor de todo, sin embargo, está en la puesta en escena: iluminación, vestuarios, decoración, la manera elegante en que está contada la película...para mí son estos aspectos lo más sobresaliente del film. Por el contrario, los diálogos carecen de brillantez y el final me pareció un tanto forzado, demasiado moralista, en una línea que no suelo esperarme en películas de Eastwood.

El problema, en definitiva, de Medianoche en el jardín del bien y del mal es que está dirigida por Clint Eastwood, lo que hace que esperemos mucho más de una película suya. Lo que hubiera sido una buena obra de estar dirigida por otro director, en manos de Eastwood no pasa tan holgadamente el filtro, porque nos tiene acostumbrados a mucho más y esperamos siempre la excelencia en cada uno de sus trabajos. Así que puedo decir que me decepcionó un poco, aunque insisto en que no es un mal film, sólo que no tiene un acabado tan brillante como uno hubiera querido y esperado.

lunes, 18 de julio de 2011

La salida de la luna



Dirección: John Ford.
Guión: Frank S. Nugent (Argumento: Frank O'Connor, Martin J. McHugh, Lady Gregroy).
Música: Eamon O'Gallagher.
Fotografía: Robert Krasker.
Reparto: Tyrone Power, Maureen Connell, Eileen Crowe, Cyril Cusack, Maureen Delaney, Donald Conelly, Frank Lawton, Edward Lexy, Jack MacGrowran.

Hablar de La salida de la luna (John Ford, 1957) es hablar, más que de un film, de tres, pues en efecto se trata de tres episodios sin ningún nexo en común entre ellos más que el hecho que las tres historias sean historias irlandesas y que son presentadas por Tyrone Power, de origen irlandés también como John Ford, que hace las veces de narrador y maestro de ceremonias.

Así pues, mejor será analizar de manera individual cada uno de esos episodios.

El primero de ellos se titula The Majesty of  the Law (La majestad de la ley): el inspector Dillon (Cyril Cusack) se dirige a casa de un campesino, Dan O'Flaherty (Noel Purcell), para detenerlo por haberle roto la cabeza a un vecino que lo había tachado de mentiroso.

Esta historia, basada en un relato corto del escritor irlandés Frank O'Connor, es en apariencia la menos vistosa de todas. Pero digo en apariencia porque, bien mirada, me parece la mejor de las tres. Analiza, en clave de comedia, eso sí, ese rasgo tan típico de los hombres, y al parecer muy arraigado en los irlandeses de antaño, como es el orgullo, que hacía que una persona le rompiese la cabeza a otra por tratarle de embustero y prefiriese la cárcel antes que firmar la paz. Es un relato bien construido y que cuenta más que lo que se ve, algo muy del estilo de John Ford, dejando que los personajes nos muestren una faceta de su vida y su personalidad, que adivinamos no es más que la punta del iceberg. De paso, Ford rinde homenaje a las costumbres y tradiciones de siempre que, desgraciadamente, parece que se vayan perdiendo bajo el paso rápido del progreso. Muy buenas interpretaciones para una historia en la que el director se muestra más contenido en su idolatración de la Irlanda de sus antepasados.

El segundo capítulo está basado en una comedia, escrita por Martin J. McHugh, y lleva el título de A Minute's Wait (Un minuto de parada). Es el capítulo más divertido y, por ello, el que suele ser más recordado. En él se cuentan las peripecias de un viaje en tren por la campiña irlandesa y de la accidentada parada de "un minuto" en una pequeña estación. La historia tiene momentos realmente graciosos, pero peca de un exceso de pintoresquismo y algunos personajes rozan lo ridículo. Si la vemos con cierta indulgencia, la historia tiene su encanto, y algunas escenas y algunos individuos están bastante logrados; aunque esos defectos mencionados no dejan de afearla un poco. Reparto de nuevo muy acertado, salvo algunas interpretaciones, pocas, un tanto exageradas (la pareja de jóvenes casaderos, encarnados por Godfrey Quigley y Maureen O'Connell), aunque se podría pensar que el problema está más bien en el diseño demasiado estereotipado y tosco de sus personajes que la actuación en sí.

Es la tercera historia, titulada 1921 y que se basa en una obra de teatro de Lady Gregory titulada en inglés The Rising of the Moon (Cuando se levanta la luna), la de más envergadura de todas, al menos argumentalmente. Trata de los años en que los irlandeses luchaban por su independencia y, en concreto, nos habla de un patriota irlandés, Sean Curran (Donald Donnelly), que espera en su celda el momento en que será llevado a la horca.

El episodio tiene un marcado tono político, pero de nuevo Ford se inclina más por el lado humano y deja en un segundo término el debate serio para centrarse en las figuras de un sargento y su esposa y en la lucha que se entabla entre su deber como policía y a sus sentimientos personales, y los de su esposa, que no le da un respiro. El retrato que hace de este matrimonio, con breves y precisas pinceladas, es lo mejor de este capítulo. También me gustaría destacar el modo en que está filmado el episodio, con unos encuadres muy llamativos que crean imágenes de gran fuerza plástica, junto a la atmósfera especial de las escenas de los muelles y la excelente fotografía en blanco y negro.

La salida de la luna hay que verla, en su conjunto, como una visita más de John Ford a su admirada Irlanda; con esa visión un tanto idílica e irreal con que el director se acercaba siempre a ese país. El propio Ford decía que era una película que había hecho para divertirse y, la verdad, logra que nosotros también pasemos un rato muy agradable, aún a sabiendas que se trata de una obra menor, pero que destila por aquí y por allá pequeñas gotas de ese gran talento narrativo del director y que contiene también un bonito aire poético y de devoción de un hombre hacia la tierra de sus antepasados.

domingo, 17 de julio de 2011

Doce hombres sin piedad



Dirección: Sidney Lumet.
Guión: Reginald Rose (Teatro: Reginald Rose).
Música: Kenyon Hopkins.
Fotografía: Boris Kaufman (B&W).
Reparto: Henry Fonda, Lee J. Cobb, E.G. Marshall, Jack Warden, Ed Begley, Martin Balsam, John Fiedler, Robert Webber, Jack Klugman, Edward Binns, Joseph Sweeney, George Voskovec.

Habituales son las películas centradas en juicios. Este tipo de tramas, con el duelo entre abogado y fiscal, tienen un gran atractivo intrínseco y han dado lugar a todo un subgénero cinematográfico. La novedad en Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957) es que no presenciamos el juicio, sino la deliberación del jurado.

Los doce miembros de un jurado se retiran a deliberar sobre la culpabilidad de un joven marginal acusado de haber matado a su padre de un navajazo. En una primera votación, once miembros encuentran al acusado culpable. Pero el jurado número ocho (Henry Fonda), dada la gravedad del caso, pues el acusado será sentenciado a pena de muerte si lo encuentran culpable, decide votar inocente con la idea de debatir el asunto en profundidad, algo que no parece gustar al resto de jurados.

Doce hombres sin piedad tiene su origen en una obra de teatro para la televisión de Reginald Rose. Henry Fonda vio posibilidades en el tema como para llevarlo a la gran pantalla, además de contar con un papel hecho a su medida: el del jurado número ocho, un hombre sensato, íntegro y honesto, que le iba como anillo al dedo. Así que Fonda participó en la producción del film y decidió confiar la dirección del mismo a Sidney Lumet, en el que será su brillante debut en la pantalla, dada su experiencia como director de obras de teatro para la televisión.

El problema de este tipo de películas, donde todo se reduce a un decorado y no hay acción alguna, está en conseguir una obra lo suficientemente amena e interesante para que no resulte pesada o aburrida. Para ello es necesario que todos los elementos funcionen a la perfección, desde el guión a la puesta en escena, pasando por el trabajo de los actores. Y la verdad es que en este caso el acierto es total.

En primer lugar, Lumet no intenta disimular el origen teatral de la historia. Más bien, hace de ello una virtud, resaltando la claustrofobia de la sala de deliberaciones con la ayuda de un elemento secundario pero con gran presencia a la largo de todo el film: el sofocante calor, con una sobresaliente presencia física en los rostros y las camisas de los personajes, así como otra presencia indirecta, pues parece estar en el origen de algún que otro comportamiento violento. Con unos encuadres muy estudiados, a veces reducidos a un par de jurados, a veces más naturales y otras muchas forzados, Lumet consigue mantener una tensión visual que dinamiza acertadamente la historia sin resultar tampoco demasiado invasiva. Con todo ello, unido al trabajo de los actores y al cuidado guión, Lumet logra que la película no pierda intensidad ni decaiga su ritmo en ningún momento, algo siempre complicado con este tipo de planteamientos.

La otra fuerza de la película reside en el reparto. Es verdad que entre doce protagonistas siempre habrá quién resulte algo más convincente que otro, pero en general los doce actores hacen un trabajo muy bueno, con caracterizaciones bastante logradas. Naturalmente, el mayor protagonismo recae en Henry Fonda, que hace un trabajo impecable. Pero yo me quedaría con Lee J. Cobb, y no porque su personaje sea el más activo de todos, sino porque creo que hace una interpretación perfecta, siendo la más complicada de todas, pues el riego de excesos y exageraciones es evidente, pero él consigue resultar absolutamente convincente. Como curiosidad, citar que Joseph Sweeney, que hace del anciano jurado número nueve, y George Voskovic, el número once, habían trabajado en la pieza televisiva de Reginald Rose.

Y por fin llegamos al guión de la película, quizá el elemento más importante para hacer que la historia nos cale y nos convenza. La idea es ya de por sí muy original: pasar del desarrollo del juicio y centrarnos en el trabajo del jurado, algo inusual. Vamos conociendo el caso a través de las discusiones de los jurados y así también nosotros iremos pasando de una idea preconcebida a otra a través de las discusiones y las intepretaciones del caso realizadas por los distintos miembros del jurado.

Es evidente que el argumento hace una pequeña trampa al comienzo, presentado un caso como muy evidente cuando luego se va viendo que todo es un cúmulo de errores o mentiras. Pero es necesario para poder tener una historia que pueda evolucionar y dar el juego que finalmente da. ¿Que no resulta del todo convincente? Es posible. Tal vez se haya simplificado en exceso el tema, tal vez algunas reacciones de algún jurado sean exageradas y cueste pensar que personas que no se conocen se pierdan el respeto de manera tan descarada y a veces gratuita. Sin embargo, salvando estos detalles menores, la historia y los diálogos son en conjunto muy buenos y consiguen engancharnos a la historia desde el principio. El guión tiene el acierto de trascender el caso juzgado en sí, que quizá se hubiera agotado en poco tiempo, para ocuparse también de dibujar con precisión las personalidades de cada jurado. Así que la película se convierte también en un estudio psicológico y hasta social, mostrando los prejuicios de la sociedad de la época, los conflictos generacionales, los miedos, etc. Y también, como no, se hace una crítica bastante dura de la pena de muerte y del sistema judicial en sí, pues un chico de dieciocho años podía ser condenado a muerte en cinco minutos como si nada.

Doce hombres sin piedad fue nominada como mejor película, mejor director y mejor guión adaptado, si bien no ganó ningún Oscar. Pero su mérito estriba en haberse convertido en un referente del cine de juicios, una película con una personalidad muy acusada y que, a pesar del tiempo transcurrido, aún no ha sido superada.

viernes, 8 de julio de 2011

Bananas



Dirección: Woody Allen.
Guión: Woody Allen y Mickey Rose.
Música: Marvin Hamlisch.
Fotografía: Andrew M. Costikyan.
Reparto: Woody Allen, Louise Lasser, Carlos Montalbán, Natividad Abascal, Miguel Ángel Suárez, Jacobo Morales, David Ortiz, René Enriquez.

Bananas (1971) es la tercera película dirigida por Woody Allen, que también la escribió en colaboración con Mickey Rose. El título hace alusión, por un lado, a los paises bananeros al tiempo que recuerda la expresión to go bananas, volverse loco en inglés.

Fielding Mellish (Woody Allen) es un neoyorkino que trabaja como probador de productos. Enclenque y torpe, no tiene mucho éxito con las mujeres hasta que conoce y se enamora de Nancy (Louise Lasser), una joven activista política, con la que empieza una relación. Sin embargo, la relación con Fielding no termina de llenarla, por lo que Nancy decide romper con él. Desmoralizado, Fielding deja su trabajo y se va a San Marcos, un país sudamericano bajo una dictadura a donde habían planeado viajar cuando eran novios él y Nancy.

Bananas es uno de los primeros trabajos de Allen y eso se nota bastante. Su particular universo y su especial visión del mundo y en especial de las relaciones con las mujeres están aún en elaboración. Tras la brillante Toma el dinero y corre (1969), parece que el director da un paso atrás con esta historia que combina la introspección en las relaciones personales con la crítica política y la burla al periodismo.

El principal problema de Bananas reside en su guión, que me ha parecido el más flojo de todos los del director. Es por ello que la película se muestra muy irregular, sin una historia coherente y atractiva. Puede que no resultara sencillo combinar la crítica política (las similitudes con la revolución cubana son evidentes) con la exploración de las relaciones personales; el caso es que el resultado no está sencillamente logrado.

Tampoco las bromas y los chistes están demasiado trabajadas; la mayoría resultan muy ingenuas y previsibles, cuando no caen en la torpeza o el tópico directamente. También incorpora algunos gags de estilo surrealista, pero que tampoco consiguen dar en el blanco y quedan como una especie de rarezas a lo largo del film.

Tampoco detrás la cámara vemos a Allen con soltura, de ahí que por momentos el ritmo se resienta bastante, en especial cuando intenta alargar situaciones que ya no dan más de sí. Lo mejor es que se trata de una película de tan solo ochenta y dos minutos de duración. 

A nivel de reparto, un poco más de lo mismo: actores prácticamente desconocidos para un film que deja traslucir su bajo presupuesto de manera muy evidente y donde hasta a Woody Allen se le notan ciertas carencias que con el paso de los años irá remediando.

Hay momentos inspirados, algún detalle aquí y allá interesante, anunciando los mejores momentos posteriores de Woody Allen, pero en conjunto Bananas parece una película fallida, inconexa y sin demasiada inspiración. Queda para la historia como un film curioso donde podemos vislumbrar hacia donde apuntaba el director, pero se queda muy por detrás de la mayor parte de la obra posterior de Woody Allen.

Como curiosidad, señalar la breve aparición al comienzo de la película de un jovencito Sylvester Stallone, sin acreditar, como uno de los dos gamberros del metro.

jueves, 7 de julio de 2011

Granujas a todo ritmo



Granujas a todo ritmo (John Landis, 1980) es el título español de The Blues Brothers, un film de culto de la década de los ochenta, legendario por una banda sonora excepcional.

Tras una temporada en la cárcel, Jake Blues (John Belushi) sale en libertad condicional y se reune de nuevo con su hermano Elwood (Dan Aykroyd). Para evitar el cierre del orfanato donde se criaron, ambos hermanos deciden recomponer su banda y recaudar el dinero necesario dando conciertos por la zona.

Granujas a todo ritmo es, sobre todo, un gran musical. Si la película merece la pena es por la excelente banda sonora compuesta por geniales temas de rythm & blues, soul, rock and roll, algo de gospel y un poco de country; todo perfectamente coreografiado, con una puesta en escena espectacular y un vestuario, el de los hermanos protagonistas, con los trajes, sombreros y gafas de sol negros que han creado tendencia. Además de la belleza y agilidad de los números musicales, otro de los indiscutibles alicientes de la película es poder contar con la presencia de mitos de la música como Ray Charles, Cab Calloway, Aretha Franklin, John Lee Hooker y James Brown. Todo un lujo y un placer. Como curiosidad, mencionar la breve aparición al final de la película, como el funcionario al que los protagonistas entregan el dinero para salvar el orfanato, de Steven Spielberg.

El origen de la película hay que buscarlo en el número musical creado a finales de los setenta por John Belushi y Dan Aykroyd para el programa de televisión "Saturday Night Live". De aquí salió una banda estable que editará varios discos, el primero, titulado "Briefcase Full of Blues", en 1978.

Si los números musicales son excepcionales, el guión, sin embargo, se queda a un nivel muy bajo. Puede que el paso del tiempo le haya afectado un poco, pero ya en sí es de una simpleza enorme. Por un lado, la historia es muy blandita, con los dos protagonistas intentando salvar un orfanato, del estilo del cine patrio más casposo. Tampoco los chistes y gracias varias consiguen sacarnos ni media carcajada y el ritmo en general de la parte no musical del film es muy pobre. A veces se diría que fue dirigida por dos personas distintas, si comparamos el nervio de los números musicales con el resto de la película. Pero hay una excepción: las persecuciones en coche; aquí Landis vuelve a mostrar su mejor cara y nos brinda algunos minutos de pura fuerza, en especial en el momento de la persecución bajo las vías del metro, con la cámara plantada dentro del coche.

Es evidente que el argumento está meramente al servicio de la parte musical del film. También es cierto que algunos toques casi surrealistas de la historia resultan acertados y, si nos dejamos llevar, terminamos por dejar un tanto de lado la trama para disfrutar de lo que de verdad importa. Pero aún así, el trabajo en la elaboración de los diálogos y las situaciones cómicas deja bastante que desear. Una pena, pues con esta parte de la película mejor trabajada estaríamos ante film redondo.

En cuanto al reparto, dejando a un lado la presencia de los músicos ya mencionados, es la pareja protagonista, Belushi-Aykroyd, la que lleva el peso de la película. Su vestuario, su manera de moverse en el escenario y su expresión siempre seria e imperturbable son sus señas de identidad y por las que son recordados. No hay que olvidarse de Carrie Fisher, cuyo papel más recordado es de princesa Leia en La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977), pero que borda aquí un papel muy divertido.

Granujas a todo ritmo es, junto con Un hombre lobo americano en Londres (1981), la mejor película de su director. Dos años después de estrenarse la película, en 1982, sobrevino la prematura muerte de John Belushi por sobredosis.

lunes, 4 de julio de 2011

El último hombre



Huyendo de los federales, un hombre que se dice llamar John Smith (Bruce Willis) llega a un mísero pueblo de Texas llamado Jericó, donde dos bandas de gangsters se disputan el domino. Smith, habilidoso pistolero, intentará sacar partido de la situación vendiendo información a uno y otro bando y ofreciendo sus servicios a quién mejor le pague.

Remake de Yojimbo (Akira Kurosawa, 1961), en la que también se inspiró en su momento Sergio Leone para su film Por un puñado de dólares (1964), El último hombre (Walter Hill, 1996), que parece copiar muy fielmente bastantes cosas del film de Leone, no es más que un film de acción pura y dura con una delgada base argumental que no pretende más que servir de justificación para un despliegue de violencia tan gratuito, la mayoría de las veces, como excesivo.

Para ello, Walter Hill se centra casi exclusivamente en la parte visual de la película. Destaca, en este sentido, la fotografía de Lloyd Ahern, crendo una atmósfera un tanto opresiva, con predominio de los tonos rojizos, y un tanto irreal. La acción transcurre en 1931, pero igual hubiera podido estar ambientada en el siglo XIX, cual western al uso. De hecho, el pequeño y polvoriento Jericó recuerda mucho a los típicos poblados de los westerns. Tampoco ahorra medios ni esfuerzos el director a la hora de coregrafiar las escenas de acción, punto neurálgio de la propuesta de Hill. Con un exceso sin control por el ruido y las carnicerías, los tiroteos se suceden uno tras otro con el denominador común de un Bruce Willis cuya rapidez a la hora de disparar resulta no ser de este mundo. Pero poco importa la verosimilitud, todo se ha sacrificado en favor del espectáculo puro y duro.

Por ello, como apuntaba antes, el argumento está reducido a la mínima expresión y peca de una superficialidad total. De este modo, tenemos unos personajes apenas esbozados donde apenas interesa explicar los porqués de sus actos, reducida la aclaración a una línea de argumento, como desplegar la típica parafernalia de disparos, sangre, frases lapidarias y poco más. Los diálogos, por ejemplo, son de una simpleza absoluta, llegando incluso a rozar el ridículo en algún momento. Bruce Willis casi aparece reducido a una caricatura de su personaje típico de hombre duro, nacido de La jungla de cristal (John McTiernan, 1988) y que parece que lo ha encasillado en una repetición con ciertas varientes de aquel papel. Su personaje no es muy creíble y, además, todas sus habilidades con las armas y su sibilina manera de hacer negocios, aparentemente infalibles, se desmoronan por su debilidad para ayudar a las mujeres necesitadas; lo cuál parece más una justificación para hacer que su personaje, que mata a todo el que se cruza en su camino con una sangre fría y una crueldad terrible, tenga un lado positivo que lo redima, moralismo muy al uso del cine norteamericano.

El resto del reparto tampoco es que brille especialmente. Tal vez podemos destacar a Christopher Walken o Bruce Dern por encima del resto, pero con la sensación de que no han sido tampoco muy bien aprovechados. 

Quién se acerque a ver El último hombre ha de tener muy presente a lo que va: acción sin descanso, un ejercicio meramente visual y mucha violencia, aunque finalmente sin recrearse en lo macabro más que lo meramente necesario, por lo que resulta una violencia bastante digerible. Supongo que este tipo de productos tendrán su público, pero me cuesta encontrar algo por lo que merezca recomendar esta película, la cuál fue un fracaso de taquilla.

domingo, 3 de julio de 2011

Sueños de un seductor



Con guión de Woody Allen, a partir de una historia suya, Sueños de seductor (Herbert Ross, 1972) es una de las raras ocasiones en que Allen no dirige. Parece ser que porque por entonces aún no tenía seguridad en esa faceta. En todo caso, la pelicula es una genuina obra de Woody Allen.

A Allan Felix (Woody Allen) acaba de abandonarlo su esposa (Susan Anspach) alegando que a su lado no hacía nada interesante y se aburría. Ayudado por Dick (Tony Roberts) y Linda (Diane Keaton), un matrimonio amigo suyo, Allan intenta encontrar una nueva pareja, aunque sin éxito. Sin embargo, en el proceso, se va sintiendo cada vez mejor en compañía de Linda y empieza a sentir algo hacia ella.

Sueños de un seductor es, en primera instancia, un homenaje de Woody Allen a la figura de Humphrey Bogart y, por extensión, al cine clásico. De hecho, el film comienza con la mítica escena final de Casablanca (Michael Curtiz, 1942) y la profesión de Allan Felix es crítico de cine. Las referencias a películas míticas de Bogart son constantes, así como a algún título del cine europeo. A partir de aquí, la historia se centra en los problemas de pareja, agravados en este caso por la torpeza del protagonista y su inseguridad. Y aquí es donde aparece la figura de Bogart, convertido en la conciencia de Allan para intentar que supere sus miedos a la hora de relacionarse con las mujeres. Un recurso divertido y muy en la línea de Woody Allen de romper las normas y utilizar cualquier método apropiado para expresar sus ideas o para romper barreras entre espectador y película, algo que, con diferentes variantes, veremos por ejemplo en Annie Hall (1977) o  La rosa púrpura del Cairo (1985).

Sueños de un seductor supone la primera vez que Allen trabaja con la que será su musa en su primera etapa como cineasta, Diane Keaton, y la comprenetación de ambos es perfecta. También lo es que en algunas escenas vemos a un Wood Allen algo torpe frente a la cámara; nada grave, pero sí que demuestra que el actor estaba aún en sus comienzos y le faltaban tablas.

Pero donde no patina en absoluto es en el guión. La película está repleta de momentos geniales y frases para apuntar, con un agudo uso del doble sentido y el equívoco. Junto al acierto en los diálogos, Allen también se muestra muy activo a nivel visual, recurriendo a bromas al estilo del cine mudo que en general resultan bastante buenas, si bien en momentos puntuales puede que caigan ligeramente en cierto exceso. Nada importante, en todo caso, pero un peldaño inferiores a los diálogos. Es esta faceta de Allen, la de cómico agudo, ingenioso y sorprendente, típica de estos primeros años de carrera, la que se irá perdiendo poco a poco, quizá por propio agotamiento, pero sigue siendo este el Woody Allen por el que siento más apego.

En cuanto a la labor del director, poco se puede decir más que su trabajo es correcto. En este tipo de historias el protagonismo recae en exclusividad en el guión y los actores, por lo que lo mejor es que la cámara pase lo más desapercibida posible.

Además de la pareja Allen-Keaton, en el reparto destaca Tony Roberts, presente también en la oscarizada Annie Hall, un actor eficaz, contrapunto perfecto en lo físico de Allen.

El film termina como empezó, con la escena del aeropuerto de Casablanca, pero esta vez protagonizada por Felix, Linda y Dick. Un hermoso desenlace para un film maravilloso, digno de no dejar que se pierda en el olvido y donde, junto al Woody Allen más agudo y sarcástico, encontramos también a un Allen más tierno, romántico y mitómano, pero lleno de una frescura irrepetible.

viernes, 1 de julio de 2011

El espía que surgió del frío



Basada en la novela de mismo nombre de John le Carré, antiguo agente secreto británico, con la autenticidad y verosimilitud que dicho pasado le confiere a sus relatos, El espía que surgió del frío (Martin Ritt, 1965) respeta muy fielmente el original y se nos presenta como una interesante película donde el punto fuerte es, sin duda, la excelente trama argumental, inteligente y sorprendente.

Alec Leamas (Richard Burton) está pasando una mala racha. Sus agentes en la Alemania comunista están siendo desenmascarados y eliminados uno tras otro. Para intentar poner fin a esa situación, la inteligencia británica idea un plan en el que Alec debe desertar a Alemania Oriental y hacer que colabora con el enemigo para, en realidad, tender una trampa al jefe del espionaje alemán (Peter Van Eyck) responsable del mal momento del espionaje británico.

El mundo del espionaje que retrata John le Carré en sus novelas es gris, desencantado y lleno de sombras y sus personajes tienen más de perdedores que de glamorosos espías estilo James Bond. Martin Ritt ha sabido recoger estas premisas y plasmarlas en esta primera adaptación al cine de una novela de John le Carré, creando una película triste y sórdida poblada de personajes solitarios, desencantados y tristes que han perdido la fe en casi todo. En este sentido, la elección del blanco y negro se antoja perfecta, remarcando la vida gris de los personajes así como la decrepitud de los ambientes en que se mueven. La banda sonora, sin embargo, no termina de convencerme. Creo que uno de los problemas de los films de los años sesenta es precisamente la elección de las bandas sonoras, demasiado "chirriantes", y culpables de que muchas obras de aquellos años no hayan envejicido muy bien.

La interpretación de Richard Burton es otro de los puntos fuertes de la película. Con una actuación muy parca en gestos, con un aire de agotamiento y desilusión abrumadores, Burton nos transmite a la perfección el desencanto y derrotismo de su personaje. Por desgracia, el resto del reparto, si bien resulta correcto, carece realmente de atractivo y se limitan a cumplir sin más.

Pero el verdadero punto fuerte de la cinta es su argumento: una trama ciertamente enrevesada, muy inteligente, sorprendente y, lo más importante de todo, absolutamente creíble de principio a fin. Aquí reside la fuerza de El espía que surgió del frío, en todo momento tenemos la certeza de que es así como realmente debía de ser el mundo del espionaje durante la guerra fría, lleno de mentiras, de crueldad, de traiciones, de luchas oscuras y sin gloria donde la victoria tenía a menudo un sabor en verdad muy amargo.

Quizá donde flojea un poco la película es en el ritmo. Ritt no ha sabido darle al desarrollo la dosis necesaria de emoción y de agilidad, con lo que el film transcurre sin el nervio necesario. Parece como si Ritt se hubiera contagiado del desencanto de la historia y se le hubiera filtrado el mismo en la manera de plasmarlo en imágenes. Es por ello que hay momentos en que la historia nos deja algo fríos, no llegamos a involucrarnos como hubiera sido deseable e incluso al final, cuando el argumento da un giro inesperado y sorprendente, falta la intensidad necesaria. Hasta el instante final se presenta sin mucho nervio y echamos de menos algo más de carga dramática.

A pesar de ello, El espía que surgió del frío es un film muy recomendable para hacernos una idea fidedigna del mundo de los agents secretos, para disfrutar de una trama sorprendente y muy inteligente y para disfrutar de un retrato de unos personajes y una época donde se dejan de lado las hermosas teorías para mostrarnos la triste relidad de un mundo de mentiras y engaños, despiadado y terriblemente gris.

Richard Burton recibió una nominación al Oscar como mejor actor y la película otra a la mejor dirección artística en blanco y negro, pero no ganó en ninguno de estos apartados.