sábado, 8 de mayo de 2010

Las dos caras de la verdad



Martin Vail (Richard Gere) es un ambicioso abogado defensor de Chicago, al que le gusta la fama y la notoriedad; un triunfador que antiguamente había ejercido como fiscal del Estado. Cuando el arzobispo de Chicago es asesinado y la policía detiene al sospechoso, un monaguillo del arzobispo, Aaron (Edward Norton), Vail decide encargarse gratis de su defensa, sabedor de la gran repercusión del caso.

Las dos caras de la verdad (1996) tiene todos los elementos para resultar una buena película o, al menos, para resultar una opción muy interesante a priori. Cuenta con un buen reparto y la trama, con un crimen escabroso y el tema de un juicio por medio son una base excelente para construir una buena historia.

Y de hecho, la primera que vemos la película nos quedamos asombrados por un final sorprendente y una interpretación muy meritoria de un debutante: Edward Norton. Sin embargo, la sorpresa es la clave, por lo que cuando vemos por segunda vez la película y podemos valorarla más fríamente, sin el impacto del efecto sorpresa, la película empieza a mostrar sus carencias.

En primer lugar, deja demasiados cabos sueltos o es que quizá abarca alguna historia paralela que no aporta más que metraje a la cinta, pero sin enriquecerla necesariamente. Es el caso del mafioso que defiende Vail y que aparecerá mezclado con un político importante (John Mahoney) y con los negocios turbios del arzobispo. Es una historia que se queda corta y que da pie para una escena algo forzada en el juicio. Tampoco la relación pasada entre la fiscal (Laura Linney) y Vail resulta ya original; más bien suena a tópico muy gastado y como ni se define con claridad su antigua relación y las causas de la ruptura ni tampoco condiciona en nada el devenir de la película, acaba por ser algo más decorativo que sustancial.

Todo ésto no hace más que lastrar el ritmo de la película, distraer de lo que de verdad importaría: la inocencia o culpabilidad de Aaron y sus relaciones con su abogado. Pero es que lo que le interesa al director, Gregory Hoblit, es la traca final según se desprende de un desarrollo bastante anodino y sin demasiada sustancia.

Las comparaciones son odiosas, es cierto, pero al ver esta película no he podido dejar de pensar en Testigo de cargo (Billy Wilder, 1957), similar en cuanto al tema del juicio y del final inesperado, y comprobar como debe hacerse una buena película, cuidando todos los elementos, desde el comienzo hasta el fin.   

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