viernes, 13 de mayo de 2011
Verano del 42
Estamos ante un clásico del cine de adolescentes. Pero no piensen por ello en las comedias actuales de desenfreno juvenil, alocadas y bastante simplonas; Verano del 42 (Robert Mulligan, 1971) es un film más serio y mucho más profundo, amén del buen gusto del director a la hora de plamar una historia con algunos momentos un tanto delicados.
A pesar del tiempo transcurrido, Hernie (Gary Grimes) aún recuerda el verano del 42, cuando tenía quince años, que pasó en una isla de la costa de Nueva Inglaterra, en compañía de sus dos mejores amigos, y donde se enamoró por primera vez en su vida de una hermosa mujer mayor que él, Dorothy (Jennifer O'Neill), a la que aún recuerda con cariño.
Verano del 42 trata del despertar al amor de un adolescente y, como consecuencia, de la pérdida de la inocencia y el fin de una etapa de la vida que se suele recordar con nostalgia y cariño. Y ese es el tono general de la película: una historia impregnada de romanticismo, cierta inocencia y algunos tópicos sobre la adolescencia que, sin embargo, Mulligan despacha de manera elegante. Fruto también de la época y del sentido estético del director es que el film elude los detalles más explícitos y no pierde nunca la elegancia y la elípsis narrativa.
La película sin duda cuenta con ese aliciente de los juegos prohibidos, ese morbo de una historia que narra una relación descompensada y hasta penada sin duda por la ley. Pienso que parte de la fama de Verano del 42, así como de films de temática similar, como El graduado (Mike Nichols, 1967), pueden venir por este componente pecaminoso. Sin embargo, ello sin duda era mucho más importante en la época de su estreno. Hoy en día, los méritos de la película, afortunadamente, recaen en otros aspectos de la historia, que pienso que ya no escandaliza a nadie en la actualidad.
Lo que Mulligan no puede evitar es el efecto inevitable del paso del tiempo sobre la historia. Por ejemplo, la banda sonora de Michael Legrand, ganadora del Oscar, me ha parecido demasiado acaramelada y relamida. Puede que sea una impresión personal, pero ese tono un tanto dulzón, que se ejemplifica de manera muy marcada en la música del film, revolotea por momentos con cierta insistencia sobre la película, aunque nunca llega a extremos alarmantes. Pero sí que es verdad que en algunos instantes se puede notar el paso irremediable del tiempo, y no de manera del todo favorecedora.
Quizá uno de los mayores peros que le puedo hacer a la película es la falta de brillantez general de la parte literaria del film. Me refiero a la narración del protagonista y algunas frases de los diálogos que, sin ser de por sí deficientes, pienso que hubieran podido quedar mejor. Es una sensación que sentí en algunos momentos puntuales de que faltaba al texto algo de grandeza o de poética para llevarnos un peldaño más arriba en la escala de la evocación.
Lo que sin duda no ha perdido su encanto es el reparto, con unos jóvenes actores que en general están más que correctos, empezando por el protagonista, Gary Grimes, que sin embargo no ha tenido una carrera brillante como actor; lo mismo que Jerry Houser y Oliver Conant, que encarnaban a sus amigos de aventuras. Pero sin duda, es Jennifer O'Neill la que sobresale especialmente dentro del reparto. Tanto su belleza y su dulzura, como la manera en que es fotografiada, logran que la fascinación que siente el adolescente por ella traspase la pantalla y nos enamore también a nosotros. Y ello, frivolidades a parte, es sin duda fundamental para que la historia tenga la fuerza de convicción y el atractivo suficientes para que nos enganche.
Sin duda, Mulligan vuelve a demostrarnos con Verano del 42 esa sensibilidad y ese gusto por las historias bonitas que ya había plasmado en la maravillosa Matar a un ruiseñor (1962). Es cierto que aquí no llega a las excelencias de esta última, pero logra tratar un tema nada sencillo de llevar al cine de manera sobria, elegante y sin que se pierda por ello ese toque nostálgico y casi mágico del recuerdo del despertar a la vida y al amor. Y aunque el final nos deja un terrible sabor amargo en la boca, la pena de un adiós rotundo, siempre nos queda el gusto de haber vivido una historia ciertamente entrañable por la que sin duda muchos hubiéramos deseado haber transitado.
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