sábado, 21 de enero de 2012

La noche del cazador



La noche del cazador (1955), basada en la novela breve del mismo nombre de Davis Grubb, es la única incursión del genial actor Charles Laughton tras la cámara. El fracaso de crítica y público, en su momento, de la película hizo que Laughton ya no dirigiera ninguna película más.

Tras realizar un atraco, Ben Harper (Peter Graves), perseguido por la policía, tiene tiempo para esconder los diez mil dólares del botín en la muñeca de trapo de su hija Pearl (Sally Jane Bruce). Mientras espera en prisión el momento de su ejecución, comparte celda con el predicador Harry Powell (Robert Mitchum) que descubrirá la existencia del dinero, pero no logrará que Ben le revele donde lo escondió.

Heredera de Griffith y del expresionismo alemán, pero profundamente personal, La noche del cazador es una película tremendamente original y sorprendente. Lo primero que llama la atención es su estética minimalista y muy expresiva, reforzada por unos decorados reducidos a lo mínimo y una fotografía en blanco y negro que resalta los contrastes entre luces y sombras de manera radical, creando una atmósfera que incide en el terror que se narra. Esa estética resulta incluso irreal en algunas escenas, dando una sensación casi onírica a esta especie de cuento macabro.

Llena de planos e imágenes poderosas, sobre todo los interiores de la casa de los Harper, resulta curiosa también la secuencia del descenso en barca de los niños, con la constante presencia de animales al borde del trayecto: un momento bucólico que parece ser el único remanso de paz del relato, aunque pronto se verá de nuevo alterado por la silueta del predicador recortándose contra el cielo.

Ambientada en la época de la Depresión, la película nos describe la psicosis encarnada en el reverendo Powell, el mal absoluto, sin remordimientos y sin redención posible, contrapuesto a una sociedad refugiada en la fe más visceral, presa fácil para un embaucador astuto como Powell. Gracias a esa mojigatería absurda y a una no manifestada, pero latente, pasión carnal, Powell consigue engañar y seducir a la ingenua Willa Harper (Shelley Winters) que termina por refugiarse, una vez descubierto su error, en una resignación bíblica insensata. Pero en este cuento las cosas no siempre son sencillas. Y Laughton nos muestra el lado oscuro de esa beatería absurda cuando, descubierto el terrible engaño del falso predicador, aquellos que lo idolatraron se lanzan furiosos contra él para lincharlo, en un arranque más de radicalismo e ignorancia.

Sin embargo, como en todo cuento, el mal tiene frente a él al bien, esta vez encarnado en la señora Rachel Cooper (Lillian Gish), que combate al diablo con sus mismas armas, como en la preciosa escena en que Powell asedia la casa canturreando un himno religioso (Leanin') y obteniendo la réplica de Rachel, que conoce también la letra (Lean on Jesus).

Con un estilo no sólo visualmente muy particular, a base de planos breves y directos que van directos a lo fundamental de la historia, sin escenas intrascendentes, lo que explica por un lado la brevedad de la cinta así como su atmósfera casi claustrofóbica, La noche del cazador cuenta también con un reparto excelente. Creo que la de Robert Mitchum es su interpretación más memorable, convirtiéndose en la verdadera imagen del mal sin rodeos, sin remordimientos. Su ira contenida, su discurso sobre la lucha del bien y del mal escenificado con las manos tatuadas, su mirada cargada de odio consiguen la perfecta encarnación del mal absoluto. También resulta conmovedora y tierna la interpretación de Shelley Winters, una muy buena actriz a la que encuentro perfecta en su papel. Los niños Billy Chapin y Sally Jane Bruce están también bastante correctos, con lo complicado que resulta. Y además, contamos con la presencia de la gran Lillian Gish, la estrella del cine mudo, rescatada de su semirretiro por Laughton, para componer su personaje con una fuerza y un aplomo perfectos.

La noche del cazador es un film único, especial. Una apuesta muy personal de Charles Laughton que resulta sobrecogedora y donde el terror está presente en cada instante sin recurrir a la violencia explicita. Se trata de un ejercicio de estilo que no se entendió en su momento pero que ahora ha logrado un lugar especial en la historia del cine.

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