lunes, 13 de febrero de 2012

El enemigo público



James Cagney prefería los papeles de bailarín, que era su sueño de juventud. Sin embargo, para la mayoría del público, siempre será recordado por sus papeles de gangster, donde creó un personaje inimitable a lo largo de sus muchas películas dentro del género. En El enemigo público (William A. Wellman, 1931) tenemos una de sus primeras grandes encarnaciones de un rufián duro y desalmado.

Tom Powers (James Cagney) ha sido desde siempre un niño travieso. En compañía de su inseparable amigo Matt Doyle (Edward Woods), Tom ha ido de fechoría en fechoría hasta convertirse en un delicuente en plena adolescencia. Pero será con la entrada en vigor de la Ley Seca cuando Tom y Matt empiecen a prosperar en el mundo del crimen.

El enemigo público forma, junto a Hampa dorada (Mervyn LeRoy, 1931) y Scarface, el terror del hampa (Howard Hawks y Richard Rosson, 1932), la trilogía mítica de los años treinta del género, fuente en la que beberían los grandes títulos posteriores. En realidad, bien mirada, se trata de una cinta de corte social, pues lo que se cuenta era lo que estaba pasando en esos momentos en la sociedad americana de la época. De hecho, la película cuenta en realidad la historia de Dean O´Bannon y Jimmie Weiss, dos gangsters de origen irlandés a los que liquidó Al Capone en su lucha por el poder. La Warner Brothers obligó a que los nombres se cambiaran para evitar referencias directas a esos sucesos contemporáneos.

Es cierto que el film no ha envejecido muy bien, en parte por su mensaje moral, patente en la advertencia del comienzo y en la sentencia final. Se debe a la norma del momento, que prohibía mostrar a los gangsters como si fuesen héroes y obligaba, por contra, a un final ejemplarizante. Otra de las imposiciones de la moral de ese momento es que no se podían mostrar abiertamente los asesinatos en la pantalla. Ello, no obstante, creo que no perjudica para nada a la película. Al contrario, pienso que ello obligaba a unas elipsis de lo más elegantes y mucho más sugerentes que lo que se hizo posteriormente, hasta llegar al mal gusto actual por recrearse en lo morboso y lo sangriento, a menudo de manera gratuita.

Pero si algo hay que destacar por encima de todo en El enemigo público es la interpretación de James Cagney en el papel que lo lanzaría al estrellato. Puede que en otro actor sus gestos exagerados y su chulería remarcada no habrían resultado convincentes. Pero Cagney consigue que esos tics y esos desplantes resulten cautivadores y le den el toque definitivo a su personaje. James Cagney llena la pantalla, ensombrece al resto de actores, salvo a la maravillosa Jean Harlow por supuesto, y consigue que su personaje trascienda el papel para convertirlo en un ícono que queda ya como prototipo del mafioso sin escrúpulos. Es, en cierto modo, comparable a lo que supuso la interpretación de Marlon Brando dando vida a un poderoso Vito Corleone en El Padrino (Francis Ford Copolla, 1972).

Solo Jean Harlow parece estar a la altura de James Cagney. En principio, el papel de Gwen iba a interpretarlo Louise Brooks, pero lo rechazó. Ello supuso el comienzo de su declive mientras que la Harlow empezaba su ascenso al estrellato. Jean Harlow demuestra aquí su poderoso atractivo. Su presencia está cargada de erotismo y explica el porqué de su encumbramiento como uno de los más poderosos mitos eróticos del cine, equiparable a la mismísima Marilyn Monroe.

Pero El enemigo público es también una historia vigorosa, muy bien dirigida por Williams A. Wellman. Éste se centra en lo básico y no se entretiene en nada que no ayude a la acción y al desarrollo de la historia. Cuenta también con muy buenos encuadres, un ritmo sin fallos y algunas secuencias memorables, que se han convertido en clásicas, como cuando Cagney estampa un pomelo en el rostro de Mae Clark, lo cuál no gustó demasiado a algunos sectores del público femenino de la época; la escena en que Tom y Matt son tiroteados o cuando ambos esperan a Putty Nose (Murray Kinnell) para ajustarle las cuentas o también la escena final, realmente soberbia.

Es cierto que en algunas escenas los decorados no están muy logrados, pecando de demasiado austeros. También es verdad que el discurso narrativo sufre algunos saltos no del todo bien conseguidos, fruto del momento en que se rodó; pero ello no quita para que estemos ante un  film con una muy fuerte personalidad, tremendamente violento para los canones de aquellos años y que ha servido de modelo a toda una serie de films posteriores.

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