sábado, 14 de abril de 2012
Ivanhoe
He aquí un título clásico del cine de aventuras que, a pesar de las lógicas arrugas acumuladas, sigue siendo una referencia de aquel cine clásico, sencillo y sin dobleces, donde el espectáculo brillaba por encima de todo.
Al regresar de las cruzadas, Ricardo Corázón de León (Norman Wooland), rey de Inglaterra, es apresado en Austria. Su hermano Juan (Guy Rolfe) se niega a pagar el rescate que piden por su libertad para así poder usurpar el trono de Inglaterra. Pero el noble Ivanhoe (Robert Taylor) intentará reunir el dinero para rescatar a su rey.
Adaptando la novela del mismo título de Sir Walter Scott, Ivanhoe (Richard Thorpe, 1952) es la primera película de una trilogía realizada en los años cincuenta por la MGM sobre la historia de Inglaterra en la Edad Media. Seguirían a este film Los caballeros del Rey Arturo (1953) y Las aventuras de Quintín Duward (1955) ambas dirigidas por Thorpe y protagonizadas por Robert Taylor también.
Ivanhoe es aventura en estado puro. Todo está al servicio del espectáculo y éste responde a los cánones y gustos de la época. En primer lugar, tenemos el Technicolor, dando brillantez y esplendor a una puesta en escena espectacular. Brillantes colores para resaltar los vestidos de las mujeres, los pendones y las armas de los caballeros en un espectáculo visual impresionante. La ambientación es soberbia y se cuida hasta el mínimo detalle. Es verdad que los efectos especiales, como las famosas transparencias utilizadas entonces, pueden chirriar un poco hoy en día, pero finalmente forman parte también del encanto de estos films.
Como encantadora es también la ingenuidad o simplicidad de su argumento. La línea entre buenos y malos es diáfana. Aquí no hay lugar a medias tintas o complicaciones psicológicas. Como decía antes, todo ha de estar al servicio de la aventura, de la épica, de la exaltación de las virtudes más nobles, como el valor, la caballerosidad, el honror o la lealtad, aunque para ello se hayan de tomar multitud de licencias históricas. Nada importa. No nos olvidemos que no estamos ante un film con aspiraciones históricas. Esto es cine de aventuras y punto.
Lo que sí se advierte es cierta condensación un tanto forzada de un argumento que desborda por momentos los límites de la cinta. Hay que resumir para que todo encaje, pero ello pasa factura a la historia. Como también hay algunos pequeños detalles que resultan un poco ridículos o, cuando menos, no del todo convincentes, como la manera en que Ivanhoe da con el paradero del rey Ricardo o como De Bois-Gilbert (George Sanders) libera a Ivanhoe durante el asalto de los hombres de Locksley (Harold Warrender), cuando lo más lógico hubiera sido que ordenara su muerte. Por cierto, la presencia de Locksley, es decir Robin Hood, pasa con bastante discrección.
Pero dejando de lado estos detalles, que finalmente tampoco afean el conjunto en demasía, lo que sigue maravillando es la épica, la grandiosidad del espectáculo logrado por Thorpe: una maravillosa conjunción de ritmo, de escenas de amor romántico inigualables, de luchas desgarradas, de escenarios fascinantes, pasiones y traiciones que no dan lugar a un minuto de respiro.
Y como guinda de todo el pastel, un reparto genial. Al frente, un Robert Taylor apuesto y valiente que encarna de maravilla al caballero de noble y generoso corazón. Junto a él, unos villanos dignos, foco de maldad y deshonor, encabezados por un magnífico George Sanders y el odioso Juan, al que da vida un delgado y siniestro Guy Rolfe. Y si añadimos la belleza principesca de la hermosa Joan Fontaine y la deslumbrante mirada de una jovencísima Elizabeth Taylor tenemos completo un elenco perfecto donde también brillan un par de secundarios de lujo, como Robert Douglas, encarnado a Sir Hugh De Bracy, o Finlay Currie, el famoso San Pedro de Quo Vadis (Mervyn LeRoy, 1951), en el papel del noble Cedric, padre de Ivanhoe.
Asentada en tres escenas espectaculares y prodigiosas, el torneo de Ashby, el asalto al castillo y el duelo final de Ivanhoe y De Bois-Gilbert, Ivanhoe posee la grandeza y la ingenuidad de un cine que brillaba por su convicción por encima de todo; convicción en estar haciendo algo grande, sin importar nada más que el resultado final. De ahí su ingenuidad, vista desde el presente. Pero en ella reside precisamente su magia y su encanto; y por ello es que podemos seguirla viendola hay en día con esa fascinación con la que se ven las cosas en la infancia.
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