lunes, 26 de septiembre de 2016

Historias mínimas



Dirección: Carlos Sorin.
Guión: Pablo Solarz.
Música: Nicolás Sorín.
Fotografía: Hugo Colace.
Reparto: Javier Lombardo, Antonio Benedictis, Javiera Bravo, Laura Vagnoni, Mariela Díaz, Julia Solomonoff, Anibal Maldonado, Magín César García, María Rosa Cianferoni, Carlos Monteros.

Por una serie de casualidades, tres personas iniciarán al mismo tiempo un viaje desde la Patagonia profunda a la ciudad de San Julián: un viejo (Antonio Benedictis) en busca de su perro, un viajante (Javier Lombardo) para cortejar a una clienta suya viuda y una joven madre (Javiera Bravo) para participar en un concurso de televisión.

Hay un cine distinto al que llena las salas de las grandes ciudades, al que recauda millonarias cifras en taquillas de todo el mundo y al que es portada de diarios y revistas. Es un cine modesto, cobijado en pequeños festivales, en cines de barrio y cuya propaganda se hace artesanalmente por lo general. Un cine pequeño, del que es perfecto ejemplo esta película: Historias mínimas (2002), una producción argentina modesta y humilde, como anuncia su título, pero que no olvidaremos fácilmente.

La película podría encuadrarse en el sub género de las road movies, si es que resultara necesario ubicarla en algún lugar concreto. En realidad, es una película sobre personas, sobre sus sueños, sobre un perro y dos tortugas también.

El encanto de Historias mínimas reside en su sencillez. Es todo tan básico, tan primitivo, que casi cuesta hablar de ella en términos de ficción. Y es que parece tan real, ¡es tan real!, que nunca llegamos a sentirla como un artificio, como una obra pensada y escrita. Se asemeja a un documental o, más aún, a la labor de alguien que se arma con una cámara y va filmando trozos de vida, historias cotidianas interpretadas por los protagonistas de las mismas, no por actores.

Hay detrás de las historias un guión, cierto, pero no lo parece. Y el guión entreteje el viaje de tres personas en medio de la nada, de un paisaje vacío e inmenso, de una naturaleza tan escasa que apenas existe, salvo por la hierba seca y el viento. Y el frío y un horizonte inalcanzable. Son historias sencillas, carentes en realidad de interés, de lecciones o moralejas. Tres momentos fugaces en la vida de tres personas, con la gente que se van encontrando y que desaparece de repente, tan efímera como casual.

Quizá la más enternecedora sea la historia de don Justo (Antonio Benedictis), que parte en busca de su perro, que lo abandonó hace tres años, caminado torpemente por un paisaje inmenso, con una determinación que nos desconcierta. Creemos que es el amor de un viejo por su compañero perdido, hasta que descubrimos que en realidad es un viaje en busca de la redención, del perdón. Y entonces nos quedamos mudos, mirando al pobre anciano y sintiendo que la vida a veces es demasiado cruel.

La aventura de Roberto (Javier Lombardo) con una tarta en forma de balón de fútbol es más frívola. Se trata de un hombre sin hogar, un viajante de comercio que palía su soledad con pequeñas aventuras a lo largo de sus viajes y que ahora lleva una tarta como una especie de señuelo con el que conquistar a una viuda por la que se siente atraído. Su meticulosidad con la tarta puede llegar a resultar desesperante en la parte del relato más simpática y amable.

El viaje de María (Javiera Bravo) completa la terna. Es una historia secundaria, sin mucho peso en comparación con las anteriores, que se liquida en dos breves pinceladas, al comienzo del film y al final. Y sin embargo, describe con precisión la precariedad de la vida en la Patagonia profunda, la falta de lo más elemental, como la electricidad, y la sencillez de una mujer apegada a un universo pequeño, sencillo y suyo y que en la ciudad, frente a una cámara, parece una niña pequeña, como su hija, deslumbrada por luces de colores y regalos imposibles, con una alegría tan sincera como natural, de niña asombrada por un mundo inimaginable.

Tres pequeños relatos pues que apenas cuentan nada, pero que dejan ver algo tan mínimo y tan importante como es la vida sin artificios, el día a día de tres seres intranscendentes, tres personas sin apellidos, pero iguales a nosotros, con amores perdidos, ilusiones pequeñas, con la necesidad de ser queridos y aceptados, amados y perdonados. Carlos Sorin nos habla de la naturaleza humana, y lo hace con una mirada limpia, sincera y amable. Con cierto optimismo, con mucha ternura y cariño y respeto. Y por eso nos conmueve y nos emociona, desde una naturalidad absoluta, desde la sencillez más desnuda, sin adornos y sin rodeos en un film delicioso y enorme.

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