miércoles, 21 de abril de 2010
El Padrino
Poco se puede decir de El Padrino (Francis Coppola, 1972) a estas alturas sin resultar repetitivo. Que es uno de los mejores films de la historia del cine resulta, para mí, algo evidente. Coppola tuvo el acierto de convertir esta película en todo un ícono del cine de gansters, la obra definitiva al lado de la cuál cualquier otra quedaría siempre por debajo. ¿Cualquier otra? Puede ser, salvo que esa otra también la firmara el mismo Coppola, como demostraría poco después con la segunda entrega de esta saga. Pero ese es otro tema.
Comienza El Padrino con un primerísimo plano y la cámara realiza un lento retroceso abriendo el plano con una elegancia magestuosa y así descubrimos al inmenso Marlon Brando capaz, como solo él podía conseguirlo, de crear con su interpretación y su caracterización un ícono imperecedero de la historia del cine. Ya no hay otra voz, otra mirada ni otro gesto que el suyo. Brando devora la pantalla. Brando glorifica el oficio de actor. Brando es un dios, eterno.
Y tras este arranque que nos presenta de golpe toda la filosofía y las reglas internas del mundo de la mafia, Coppola despliega todo su talento, que es muchísimo, en una puesta en escena perfecta, una banda sonora increíble firmada por Nino Rota, un ritmo preciso, un reparto sorprendente donde el mismo Coppola consigue imponer a los estudios a un casi desconocido Al Pacino y lanzarlo al estrellato, unos diálogos que se han ganado un hueco en la historia del cine, una violencia cruda y salvaje que sin embargo encaja en la historia y jamás resulta gratuita.
El Padrino tiene el mérito de no ser un mero film de gansters, una brillante película de acción para consumo de masas. El acierto de Coppola es la tremenda reflexión que plantea acerca del deber, el honor, la lealtad, el poder y sus servidumbres, la fuerza y el éxito y su infinitad soledad, la familia, las raices culturales o el progreso.
El Padrino es una obra inmensa, ostentosa, violenta y perfecta.
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