Dirección: Raoul Walsh.
Guión: Irving Wallace y Roy Huggins (Novela: Kathleen B. Granger).
Música: Mischa Bakaleinikoff.
Fotografía: Lester White.
Reparto: Rock Hudson, Donna Reed, Phil Carey, Roberta Haynes, Lee Marvin, Neville Brand, Leo Gordon.
Fiebre de venganza (1953) no está sin duda entre los mejores títulos de Raoul Walsh. Ni la historia ni el planteamiento ofrecen nada que no se haya visto en numerosos westerns de serie B.
Jennifer (Donna Reed), una elegante joven sureña, viaja en una diligencia para reunirse con su novio Ben Warren (Rock Hudson), con quién va a casarse y a vivir en California. Pero en la diligencia viajan también dos bandidos que desean hacerse con el oro que transporta. Una vez robado el oro, huyen camino de México llevándose consigo a Jennifer después de dar por muerto a su novio.
Película de encargo que Raoul Walsh intenta llevar a buen puerto sin demasiado éxito. El problema fundamental reside en un guión demasiado flojo que no ofrece realmente ninguna posibilidad al director. La historia se reduce a la persecución de Ben para salvar a su novia, así de sencilla y así de limitada. Se intenta aderezar con el posicionamiento pacifista e individualista de Ben que, pronto, se verá demolido por la fuerza de la realidad: deberá luchar si quiere recuperar a su novia y su vida. En el western no había mucho lugar para el pacifismo. A parte este detalle sobre la figura de Ben, los protagonistas son personajes planos del todo. La película prescinde de complicaciones y se centra en la acción, sin matices ni rodeos.
A partir de esa premisa inicial, la película no ofrece ninguna sorpresa. Sabemos que toda la historia va a transcurrir con la huída de los bandidos y la persecución. Walsh adereza esta elemental estructura con pequeñas sorpresas, como intentos de fuga, deserciones frustradas, una novia celosa... pero en realidad el argumento se mueve en tierra de nadie y no aporta demasiado interés ni emoción. Es el inconveniente de este tipo de historias: solamente suelen tener dos puntos interesantes, el comienzo y el desenlace; la parte central se limita a dilatar un poco la incertidumbre del final, pero hasta éste es del todo previsible. Afortunadamente, Walsh no alarga demasiado la historia, que dura apenas ochenta y tres minutos.
Disfrutamos, eso sí, de unos bonitos exteriores y ciertos efectos sorprendentes producto de que la historia está rodada en tres dimensiones, de ahí algunas escenas en que se arrojan objetos directamente a la cámara y que, sin la aclaración del rodaje en 3D, quedan un tanto extrañas.
Raoul Walsh, eso sí, se muestra muy ágil en las escenas de acción e intenta mantener el ritmo lo mejor posible, limitando al mínimo los tiempos muertos y las necesarias escenas de enlace entre las de acción. En este sentido se nota su oficio y logra evitar que la película se vuelva tediosa o lenta innecesariamente. Es todo cuanto puede hacer con tan pocos mimbres.
Tampoco el reparto ofrece demasiado. Rock Hudson, en esos momentos con veintiocho años, tenía muy buena presencia, pero le faltaba carisma sin duda. A su lado, actores sin demasiado nombre por entonces, salvo Donna Reed, que ese mismo año ganaría un Oscar como actriz secundaria en De aquí a la eternidad (Fred Zinnemann, 1953). Podemos reseñar la presencia de Lee Marvin en un pequeño papel secundario, donde ya apuntaba maneras.
Fiebre de venganza se deja ver como mero pasatiempo, pero sin duda es una de esas películas que podemos pasar por alto sin miedo. Solamente la presencia de Raoul Walsh puede justificar su visión, más como una curiosidad de su filmografía que por el valor intrínseco de ella misma.
Jennifer (Donna Reed), una elegante joven sureña, viaja en una diligencia para reunirse con su novio Ben Warren (Rock Hudson), con quién va a casarse y a vivir en California. Pero en la diligencia viajan también dos bandidos que desean hacerse con el oro que transporta. Una vez robado el oro, huyen camino de México llevándose consigo a Jennifer después de dar por muerto a su novio.
Película de encargo que Raoul Walsh intenta llevar a buen puerto sin demasiado éxito. El problema fundamental reside en un guión demasiado flojo que no ofrece realmente ninguna posibilidad al director. La historia se reduce a la persecución de Ben para salvar a su novia, así de sencilla y así de limitada. Se intenta aderezar con el posicionamiento pacifista e individualista de Ben que, pronto, se verá demolido por la fuerza de la realidad: deberá luchar si quiere recuperar a su novia y su vida. En el western no había mucho lugar para el pacifismo. A parte este detalle sobre la figura de Ben, los protagonistas son personajes planos del todo. La película prescinde de complicaciones y se centra en la acción, sin matices ni rodeos.
A partir de esa premisa inicial, la película no ofrece ninguna sorpresa. Sabemos que toda la historia va a transcurrir con la huída de los bandidos y la persecución. Walsh adereza esta elemental estructura con pequeñas sorpresas, como intentos de fuga, deserciones frustradas, una novia celosa... pero en realidad el argumento se mueve en tierra de nadie y no aporta demasiado interés ni emoción. Es el inconveniente de este tipo de historias: solamente suelen tener dos puntos interesantes, el comienzo y el desenlace; la parte central se limita a dilatar un poco la incertidumbre del final, pero hasta éste es del todo previsible. Afortunadamente, Walsh no alarga demasiado la historia, que dura apenas ochenta y tres minutos.
Disfrutamos, eso sí, de unos bonitos exteriores y ciertos efectos sorprendentes producto de que la historia está rodada en tres dimensiones, de ahí algunas escenas en que se arrojan objetos directamente a la cámara y que, sin la aclaración del rodaje en 3D, quedan un tanto extrañas.
Raoul Walsh, eso sí, se muestra muy ágil en las escenas de acción e intenta mantener el ritmo lo mejor posible, limitando al mínimo los tiempos muertos y las necesarias escenas de enlace entre las de acción. En este sentido se nota su oficio y logra evitar que la película se vuelva tediosa o lenta innecesariamente. Es todo cuanto puede hacer con tan pocos mimbres.
Tampoco el reparto ofrece demasiado. Rock Hudson, en esos momentos con veintiocho años, tenía muy buena presencia, pero le faltaba carisma sin duda. A su lado, actores sin demasiado nombre por entonces, salvo Donna Reed, que ese mismo año ganaría un Oscar como actriz secundaria en De aquí a la eternidad (Fred Zinnemann, 1953). Podemos reseñar la presencia de Lee Marvin en un pequeño papel secundario, donde ya apuntaba maneras.
Fiebre de venganza se deja ver como mero pasatiempo, pero sin duda es una de esas películas que podemos pasar por alto sin miedo. Solamente la presencia de Raoul Walsh puede justificar su visión, más como una curiosidad de su filmografía que por el valor intrínseco de ella misma.
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