El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

lunes, 20 de mayo de 2019

Orgullo y prejuicio



Dirección: Joe Wright.
Guión: Deborah Moggach (Novela: Jane Austen).
Música: Dario Marianelli.
Fotografía: Roman Osin.
Reparto: Keira Knightley, Matthew Macfadyen, Brenda Blethyn, Donald Sutherland, Judi Dench, Rosamund Pike, Jena Malone, Tom Hollander, Penelope Wilton.

El señor y la señora Bennet han tenido cinco hijas. La única obsesión de su madre (Brenda Blethyn) es casarlas convenientemente y las jóvenes parecen compartir ese deseo, menos Lizzy (Keira Knightley) cuyo fuerte carácter parece dictarle otras prioridades.

Normalmente siento cierta preocupación ante los films de época. El principal problema es que siempre me resulta más complicado ponerme en situación ante la distancia temporal con el presente, que facilita siempre una mayor identificación con la problemática planteada. Esta circunstancia, además, se hace más notoria con las adaptaciones de novelas inglesas como la presente, muy marcadas por las costumbres y usos de una sociedad, la inglesa, muy encorsetada, lo que puede llevar a un amaneramiento artificioso que condicione excesivamente el desarrollo del drama.

Sin embargo, una de las primeras y más agradables sorpresas de Orgullo y prejuicio (1995) es que esa fidelidad a las costumbres y usos de la Inglaterra de finales del XVIII y comienzos del XIX no solo no resta interés alguno a la historia, sino que añade un elemento que, en esta ocasión, ayuda y adorna perfectamente los romances que se suceden en la película; aportando también una muy interesante visión de las costumbres, usos y maneras de pensar de aquella época.

Orgullo y prejuicio parte con la ventaja adaptar una gran novela, inteligente e incisiva, que ahonda en la naturaleza humana y en un retrato de una sociedad muy rígida donde el bienestar se basaba, básicamente, en conseguir una posición económica confortable y donde ser mujer condicionaba una dependencia casi total al hombre: primero en la figura del padre y luego del marido. La idea de amor romántico y de un matrimonio basado en él cedían su lugar a intereses más materiales y, como sucede con la mejor amiga de Lizzy, no siempre se pueden juzgar con demasiada severidad. Es importante comprender las circunstancias de aquella sociedad para no malinterpretar la historia.

El centro de la misma es la complicada relación entre Lizzy y el joven Darcy (Matthew Macfadyen), atraídos por una fuerza que ni ellos mismos controlan, a pesar de cierto rechazo inicial motivado por diversos errores a la hora de juzgarse mutuamente. Aderezado con las peripecias de sus otras hermanas, la historia de esa atracción inevitable resulta casi apasionante sino fuera por algunos pequeños detalles. En primer lugar, la elección de Matthew Macfayden, un actor correcto pero sin carisma ni encanto. Su pasividad y su rostro inexpresivo restan pasión y fuerza al núcleo del relato. Mientras Keira Knightley rebosa naturalidad, frescura y encanto, cuesta entender que se llegue a enamorar de un hombre con tan poca vida. Tampoco me llegó a convencer del todo la precipitación de algunos diálogos entre Lizzy y Darcy, que merecían más reposo y una mejor exposición, pues son la base para entender los equívocos que los distancian en un principio. Este detalle de las conversaciones se extiende en general a toda la película. Es un intento por dar dinamismo y espontaneidad al relato, pero en ocasiones resultan confusos y atropellados. No es un detalle trascendental, pero ahí está. Con todo ello, el romance entre Lizzy y Darcy, parte crucial de la historia, me pareció algo apagado, sin el nervio que hubiera dado mayor entidad al relato.

Otro punto delicado son los detalles cómicos que jalonan la historia, en especial con el personaje de la señora Bennet, una histérica e inconveniente mujer, gritona e inoportuna. Aunque encajan con naturalidad en el relato y no llegan a caer en lo caricaturesco, es cierto que a veces cuesta entender que la señora no comprenda lo ridículo de su comportamiento.

Siempre resulta complicado adaptar un libro al cine y más cuando éste es tan denso como en este caso. Sin embargo, y a pesar de que somos conscientes de que muchos personajes y situaciones merecían un tratamiento más extenso, creo que el trabajo de la guionista es admirable, pues sabe trasmitir la esencia del relato sin caer en banalidades y sin descuidar lo principal del mismo, con cierta atención necesaria a pequeñas historias paralelas que enriquecen la trama principal y nos ayudan a comprender y conocer la época en que transcurre el relato.

Joe Wright aporta una dirección austera, elegante, algo confusa a veces pero también con algunos planos delicados que denotan el cuidado y buen gusto en la presentación del relato.

Orgullo y prejuicio, a pesar de no ser un film del todo redondo, resulta finalmente una buena película, muy cuidada en los detalles y donde se percibe el esfuerzo en hacer una adaptación digna de la novela, lo que le mereció recibir cuatro nominaciones a los Oscars (actriz principal, dirección artística, banda sonora original y vestuario).

martes, 7 de mayo de 2019

La dama de Shanghai



Dirección: Orson Welles.
Guión: Orson Welles (Novela: Sherwood King).
Música: Heinz Roemheld.
Fotografía: Charles Lawton Jr.
Reparto: Orson Welles, Rita Hayworth, Everett Sloane, Glenn Anders, Ted de Corsia, Erskine Sanford, Gus Schilling.

Michael O'Hara (Orson Welles), un marinero sin trabajo, conoce a Elsa (Rita Hayworth), una hermosa mujer, una noche en Central Park, a la que ayuda cuando es atacada por unos ladrones. Elsa, casada con un rico abogado (Everett Sloane), le ofrecerá trabajo en su yate.

Si hay un genio incomprendido en Hollywood ese es, sin duda, Orson Welles. Aunque, bien mirado, puede que fuera Welles el que no entendiera a Hollywood. Y es que el director eran tan excesivo, tan personal, tan ambicioso que no podía ver las limitaciones y esclavitudes de la industria del cine, donde entró como un verdadero tornado.

La dama de Shanghai (1947) pertenece a la etapa en que Welles aún estaba bien visto en Hollywood, aunque sus grandes proyectos sufrieran los ajustes de ejecutivos más pragmáticos que amantes del arte. Y este film no escapó a sus recortes, pasando de unas dos horas y media de metraje a los ochenta y siete minutos que finalmente dura. Y ello sin duda explica algunas carencias del guión que, siendo importantes, no logran empañar del todo el misterioso y algo hipnótico relato de Orson Welles.

Aunque sí que esos recortes podrían haber afectado al retrato de los protagonistas, que no siempre adquiere la profundidad y los matices necesarios. En realidad, toda la historia resulta quizá demasiado básica y con algunas carencias que, tal vez, no existían en la versión concebida por el director.

Ya desde el inicio, con la sugerente voz en off que nos va contando la desgraciada historia de Michael O'Hara, nos sentimos atrapados en un relato cargado de intriga, de personajes extraños, presos de un destino que parece que no saben eludir, cargados de odio, de locura y de miseria. Es un ambiente opresor, enrarecido, pero con algo que nos impide huir, como le sucede al protagonista, harto de sus patronos ricos, borrachos y maliciosos pero incapaz de resistirse al poder de la belleza de Elsa, que lo ha atrapado desde el mismo instante en que la vio por primera vez.

Orson Welles tenía una concepción muy peculiar del arte, donde no debía ocultarse lo artificial del medio. Un estilo barroco que fue su seña de identidad ya desde Ciudadano Kane (1941), lo que explica las audacias técnicas que hicieron de esa película un hito en la historia del cine. En La dama de Shanghai, Welles sigue fiel a esa manera de entender la puesta en escena y que tan bien funciona en esta historia de cine negro. Planos forzados, primeros planos extremos, ángulos de la cámara nada convencionales y una fotografía en blanco y negro que refuerza el ambiente extraño del relato.

Uno de los aspectos más remarcables de La dama de Shanghai son sus prodigiosos diálogos: secos, directos, cargados a veces de ternura pero, especialmente, de veneno; como un juego de dardos lanzados sin piedad y con pasión, condensan la historia de manera certera.

En cuanto al reparto, Orson Welles vuelve a confiar en sus compañeros del mundo del teatro, donde el director había dado salida a su temprana vocación de actor, director y guionista, como era habitual en él, y confía el papel de esposo de Elsa a Everett Sloane, un actor interesante que dota a su personaje de un extraño aire de maldad dentro de un cuerpo que invita a la compasión, pero que esconde a un ser astuto y vengativo. El papel principal se lo reserva el propio Orson Welles para sí mismo y, aunque siempre me pareció un actor excelente, en esta ocasión me parece algo menos expresivo de lo que me hubiera gustado.

Y tenemos, cómo no, a Rita Hayworth en la piel de la mujer fatal del film. Era entonces la esposa de Orson Welles, aunque su matrimonio estaba en una profunda crisis, de la que no se sobrepondría, a pesar de que la actriz aceptó el papel en un intento de salvar el matrimonio. Pero Orson Welles parecía tener otras intenciones y, por ejemplo, el cambio radical de apariencia de Rita, sin su poderosa melena y teñida de rubia, se dice que fue una especie de venganza del director para cambiar y, en cierto modo, destruir su imagen surgida de Gilda (Charles Vidor, 1946). Sea como fuere, Rita me sigue pareciendo una mujer realmente fascinante y la actriz ideal para encarnar a esa misteriosa y manipuladora Elsa, capaz de volver loco a cualquier hombre, como le sucede al incauto Michael.

Sin ser un film redondo, desde mi punto de vista, por ejemplo, algunos intentos de darle cierto aire gracioso al relato no resultan muy afortunados, La dama de Shanghai contiene la esencia del gran cine. Más poderosa de lo que finalmente se consigue plasmar, resulta un relato lleno de fuerza, de maldad y de pasión que nos atrapa, como Elsa a Michael, de un modo un tanto inexplicable.