El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

viernes, 30 de abril de 2010

¿Qué ocurrió entre tu padre y mi madre?



Avanti! es el título original de esta comedia de la última etapa de Billy Wilder, rodada en 1972. Título bastante expresivo y sin necesidad de traducción, pues cualquiera entiende el significado. Aún así, y siguiendo misteriosos razonamientos que se escapan de la comprensión del común de los mortales, en este país se la rebautizó con el extenso y prescindible ¿Qué ocurrió entre tu padre y mi madre?, siguiendo una costumbre muy al uso por aquellos años. Afortunadamente, hoy en día esa extraña práctica ya ha desaparecido, aunque miles de películas arrastran su nombre postizo sin remedio ya. Avanti! es un ejemplo más.
Wendell Armbruster Jr. tiene que viajar precipitadamente a una pequeña isla italiana cuando le comunican que su padre, asiduo veraneante en ella, ha fallecido en un accidente de coche. Lo que no se imagina el desconsolado hijo es que su padre no iba solo cuando sufrió el accidente y menos aún puede sospechar que quién lo acompañaba no era otra que su amante, cuya hija, Pamela, acude también a identificar el cuerpo de su madre. Wendell despierta así a una realidad insospechada que comienza lentamente a resquebrajar su ordenada existencia, sus ridículas convicciones y una monotonía ordenada a la que él, erróneamente, denominaba vida. Aún mantiene una lucha contra la burocracia y el tiempo, desesperado porque todo encaje en su meticuloso orden de próspero hombre de negocios. Todavía su "decencia" le da fuerzas para enfrentarse a Pamela, como si culpándola a ella pudiera redimir a su progenitor. Esfuerzos inútiles y que no dejan de ridiculizar su encorsetamiento, su falta de ternura, su carencia absoluta de tacto. Como Pamela le dice, dejando en evidencia su raquítica ética, él aprueba engañar ocasionalmente a su esposa con aventuras de una noche con diferentes mujeres, pero ve mal la relación de su padre por tratarse de una aventura con una sola mujer.
Pero todo juega en su contra: los empleados del hotel, leales a la memoria de un padre que en realidad se le presenta ahora como un total desconocido; su propia responsabilidad como hijo para no empañar la memoria de un hombre admirado por todos; Pamela que, a pesar de todo, le resulta enormemente atractiva.
Sin remedio, Wendell Armbruster Jr. termina por comprender lo inevitable: que él admira en el fondo a su difunto padre por haber sabido vivir más allá de lo que se esperaba de él, por haber podido hacer feliz a una mujer, por ganarse el respeto y la admiración de la gente por lo que era y no por lo que tenía y, en definitiva, por brindarle, ya muerto, la lección más valiosa de todas: la de vivir la vida sin medias tintas, saboreando cada instante como si fuera el último.
Y así, por sorpresa, Wendell comienza a cambiar, se deja seducir por el mar, por la música, por la mirada enamorada de una desconocida, por la maravillosa sensación de sentirse vivo.
Al mismo tiempo, Wilder nos ofrece una crítica del modo de vida americano, materialista, encorsetado, clasista (recordemos como Armbruster Jr. se sorprende al saber que la amante de su padre era una simple manicura) y enfrente nos propone unos valores más irreverentes, despreocupados y vitales, encarnados en este caso por la cultura italiana. Pero, en general, lo que se nos plantea es el enfrentamiento entre la vida encorsetada y reglamentada, sea del país que sea, y la libertad que está al alcance de cualquiera que se atreva a dejarse llevar por el amor: amor por el prójimo, amor por la felicidad, por la fiesta; amor por la vida, en resumen.
Comparada a algunas obras maestras de Wilder, como El crepúsculo de los dioses, La tentación vive arriba, Testigo de cargo, Con faldas y a lo loco, El apartamento Uno, dos, tres podría parecer una obra menor, en efecto. Y por ejemplo, la fotografía no acaba de gustarme, delatando que está filmada en Europa, con esa característica particular de los films rodados fuera de Estados Unidos. El reparto carece de la brillantez de otros films del director, eso es evidente también; aunque está Jack Lemmon, actor muy habitual de Billy Wilder, pero quizá cueste un poco identificarlo con el americano ricachón y triunfador del guión, pues Lemmon es más el tipo de americano medio, del montón, el tipo vulgar que podría estar viviendo en el apartamento de al lado. Aún así, está estupendo en su papel de despistado, de persona superada por los acontecimientos, de luchador condenado al fracaso. En este film lo vemos más comedido, sin la ligera exageración de alguna de sus comedias más locas. Juliet Mills, en el papel de Pamela, está correcta sin más, lo mismo que el resto del reparto: correctos y convincentes, que ya es bastante.
Pero lo mejor del film está en el guión. Un trabajo soberbio de Billy Wilder y su inseparable I. A. L. Diamond (guionista también de Me siento rejuvenecer, Ariane, Con faldas y a lo loco, El apartamento, Uno, dos, tresEn bandeja de plata), plagado de frases inteligentes, de momentos de un nivel elevadísimo (y más comparado a comedias actuales) y la mordacidad de Wilder resplandeciendo aquí y allá tan fresca como el primer día. Y es el guión lo que definitivamente rescata esta comedia y evita que se convierta en una más del montón, pues dicho guión consigue una extraña y hermosa armonía entre la comedia desenfadada y la reflexión seria sobre el amor, el deseo, la rutina, la monotonía de una vida burguesa bien asentada, incluso sobre la muerte y como ésta puede llegar a percibirse como el perfecto broche de oro a una vida plena. Y no faltan, por supuesto, las pequeñas punzadas de Wilder contra Estados Unidos y contra la corrupción de la clase política, siempre de manera inteligente y con cargas de profundidad muy bien emplazadas, demoledoras. Por ejemplo, cuando se le recomienda al director del hotel elegir Damasco antes que Nueva York como futuro destino. Dentro del un tono ligero, hay momentos clave en que el estupendo guión consigue arrancarte verdaderas carcajadas, fruto de un trabajo hecho con esmero y mucho talento.
Sigo pensando que esta película no está a la altura de las obras maestras de Wilder, pero es que el listón de este director es altísimo, sin embargo no deja de ser un film muy interesante y que desde luego supera largamente la media de calidad de las comedias actuales.
Para terminar, nada mejor que una reflexión del propio director acerca de su film: "…habría sido más atrevido y dramático que el hijo descubriera que su fallecido padre viajaba a Italia… porque era homosexual. Entonces sí que se habría convertido en una película atrevida".

Chungking Express



Parece ser que Kar-wai Wong, el director de este film, tiene por costumbre trabajar sin guión. Curiosa manera de hacer cine.
No sé si esta costumbre del director es lo que hace que se pase de una historia a la otra, pues en el film nos habla en realidad de dos soledades, sin ningún tipo de transición medida o ello es fruto de una idea predeterminada.
Chungking Express (1994) nos cuenta, decía, dos historias sin más relación entre sí que la de visitar ciertos lugares comunes, de referirse a dos policías de Hong Kong y la de estar marcadas ambas por la huella de la soledad.
En la primera se nos habla de un policía que sufre aún las consecuencias de un fracaso amoroso que le lleva a acaparar latas de piña con una determinada fecha de caducidad impresa. En medio de su tristeza, se siente atraído por una extraña mujer, siempre vestida con una gabardina y cubriendo su mirada con gafas de sol, que resulta ser, sin que él lo sepa, una traficante de drogas.
Y de pronto saltamos a la segunda historia, para mí la más lograda del film, donde otro policía consigue despertar el interés de la camarera del barucho donde come a diario.
Quizá el rasgo más llamativo del film es la manera de rodar tan particular de Kar-wai Wong. Impone un ritmo nervioso y una estética donde predomina el juego de colores, el encuadre forzado, los cambios de ritmo, las diferentes velocidades de filmación elegidas, etc. En definitiva, una elección arriesgada donde lo que no se quiere es ser convencional de ninguna manera. Arriesgada porque tanta afectación se mueve por el filo de la navaja y si no se reprimen los excesos se puede terminar en un juego de formas vacías.
Sin embargo, el mérito del director es contarnos una historia lo suficientemente atractiva, me refiero a la segunda, que ocupa la mayor parte del film y es la más lograda al adentrarse mejor en los personajes, como para interesarnos en el devenir de esas personas. Quizá la parte más emotiva es aquella en la camarera se dedica a visitar a escondidas el apartamento del policía y formar, de esta manera furtiva, parte de su mundo. Narrada con alegría y aparente despreocupación, no deja ser un hermoso canto al amor. Porque, por lo menos para mí, un film debe tener, para que me guste, alma. Y eso no lo da solamente un dominio técnico o una presentación sorprendente, lo que realmente cuenta es el sentimiento, la capacidad del director de conectar con nosotros, de interesarnos o de conmovernos. Eso sí que es cine.

Deseando amar



Dirección: Wong Kar-wai.
Guión: Wong Kar-wai.
Música: Michael Galasso y Shigeru Umebayashi.
Fotografía: Christopher Doyle y Mark Lee Ping-Bing.
Reparto: Tony Leung Chiu Wai, Maggie Cheung, Rebecca Pan, Ping Lam Siu, Tung Cho Cheung, Kelly Lai Chei, Man-Lei Chan.
Chow (Tony Leung Chiu Wai), periodista de un diario de Hong Kong, alquila una habitación para él y su esposa en un inmueble y el azar quiere que en el piso de al lado se instalen también Li-zhen (Maggie Cheung) y su esposo. Chow y Li-zhen, casi siempre solos por las continuas ausencias de sus parejas, van conociéndose un poco más día a día hasta que terminan por descubrir, casi al mismo tiempo, que sus respectivos cónyuges son amantes.
El tema de la infidelidad es abordado en esta película de manera muy original, a través de los ojos de los esposos engañados que buscarán el uno en el otro el consuelo a su dolor y a su soledad. En ningún momento llegamos a ver a los cónyuges infieles y lo que sabemos de ellos y de su relación es muy escaso ya que de lo que se trata es de ver cómo asimilan, cómo intentan aceptar y sobrellevar sus parejas el abandono emocional que supone sentirse engañado.
Wong Kar-wai, el director, hace especial incapié en mostrar, en la primera parte del film, la soledad de Chow y Li-zhen. Como ambos, aparentemente normales al instalarse en el inmueble, van siendo cercados por la soledad, lenta pero inexorablemente. Y no es que se aislen del mundo, es una soledad que crece desde su interior ante el abandono, ante la sensación de haber sido dejados de lado con el tremendo castigo que ello supone para la autoestima personal.
Esa soledad, esa sensación de desvalimiento, será lo que empuje a Chow y a Li-zhen a conocerse más, la que los haga que se reconozcan como una especie de compañeros de enfermedad y la que despierte en ellos un sentimiento que, sin embargo, se niegan a alimentar. Porque fue una infidelidad lo que los ha reunido y, por encima de todo, no quieren ser como sus parejas, ellos se sienten más nobles, más puros.
Así, en principio, se engañan diciéndose que están juntos sólo para compartir soledades y frustraciones, pero poco a poco el amor va a hacer acto de presencia. Y así sus encuentros se van convirtiendo en una lucha desesperada por no enamorarse.
Y nosotros nos convertimos en cómplices de sus encuentros, deseando que no renuncien a una felicidad que está al alcance de su mano.
Sin embargo, no todo es perfecto en esta película. No sé si se debe a la diferencia cultural o una decisión personal del director-guionista, pero su retrato de los personajes resulta especialmente frío. En especial la hermosa Maggie Cheung me ha parecido demasiado hierática, sin dejarnos penetrar realmente en los entresijos de su alma. A esta falta de emoción ayuda también la puesta en escena tan afectada por la que opta el director.
No es justo, lo sé, pero me ha resultado muy complicado no establecer comparaciones con algún film de parecida temática, como es el caso de Breve encuentro (1945) de David Lean y la verdad es que Deseando amar (2000) no aguanta la comparación. Breve encuentro es el ejemplo perfecto de una puesta en escena sencilla pero llena de talento y que consigue conmover por su profundidad y sensibilidad exquisitas. Wong Kar-wai ha optado por potenciar la forma hasta la exageración, con enfoques absurdos, planos que confunden y una exposición de la historia muy distante. El resultado es una forma que se come el contenido, unos diálogos escuetos y poco inspirados y una repetición de la música (con temas de Nat King Cole en castellano) que acaba por cansar y por perder el efecto mágico buscado.
Al final, los 98 minutos de metraje parecen muchos más, el desenlace de la historia apenas conmueve y, en el colmo del absurdo, se prolonga el final en breves epílogos sin demasiado sentido donde hasta se incluyen imágenes de un documental que no se sabe bien a qué vienen.
Aún así, merece la pena acercarse a esta original película que aborda dos de los temas más candentes de la vida: el amor y la soledad. 

Kill Bill: Vol. 1



Dirección: Quentin Tarantino.
Guión: Quentin Tarantino.
Música: RZA.
Fotografía: Robert Richardson.
Reparto: Uma Thurman, David Carradine, Lucy Liu, Vivica A. Fox, Michael Madsen, Daryl Hannah, Julie Dreyfus, Sonny Chiba.
Quentin Tarantino ha tenido el mérito de hacerse con un nombre en el mundo del cine con muy poquitos films y lo ha hecho a base de una personalidad muy marcada. En ese sentido su caso me recuerda en cierta medida al de Almodovar. Y como en el caso del director español, me sigo moviendo contra corriente: ni Tarantino ni nuestro Pedro son santos de mi devoción. En el caso del segundo porque, sinceramente, su cine no me dice nada y en el caso del primero porque la violencia me resulta muy desagradable, no por motivos éticos (que también), sino en especial a causa de sus consecuencias sobre mi estado anímico. Y puesto que Tarantino es, por encima de todo, una especie de adorador de la violencia...es normal que no me resulte su cine nada atractivo.
Esa podría ser una razón por la que hasta ahora no había sentido interés por ver Kill Bill: Vol. 1 (2003) y, una vez vista, pues se corroborra mi idea de que podía haberme ahorrado el verla sin miedo a perderme nada que valiera la pena. Y no es que el film carezca de ciertos méritos, pues lo encuentro muy logrado visualmente, como si Tarantino deseara servir este plato sangriento en una hermosa bandeja de plata. Y así, tanto la ambientación como la puesta en escena, incluyendo aquí la banda sonora, están cuidadas con esmero. Lo malo es que ello está puesto al servicio de un film que contiene muy poco en sus entrañas.
Mamba Negra es una de las integrantes del denominado Comando Letal Asesino Víbora creado por Bill, antiguo amante de Mamba Negra de quién ésta espera además un hijo. Pero el día de su boda, Mamba Negra y todos partícipes de la ceremonia son masacrados por Bill y su comando, o eso creen, porque a pesar de la paliza y de sufrir un disparo en la cabeza, Mamba Negra no muere. Tras cuatro años en coma, despierta con una sola idea en mente: vengarse.
Una sencilla, y bastante vista por cierto, base argumental que sirve a Tarantino para rendir homenaje a sus propios mitos: el cine de artes marciales y el spaghetti western. La película parece pues un refrito de los tics más reconocibles de ambos géneros: violencia sin demasiada justificación; recreación en el detalle, en lo anecdótico, en los gestos; trama argumental mínima y sin demasiada profundización que robe el menos metraje posible a lo que de verdad interesa, que no es más que el deleite en las escenas de lucha (por suerte o compasión, Tarantino pasa al blanco y negro en la matanza del restaurante, lo cual es de agradecer).
En la tradición de los mejores films de artes marciales, abundan las peleas inverosímiles que desafían cualquier lógica elemental y si bien ello era fuente de regocijo en mi infancia, no deja de parecerme una pequeña tomadura de pelo en la actualidad. Lo que sí que debemos reconcer es la precisión con la que están rodadas todas las escenas de lucha y en especial la que tiene lugar en el restaurante.
No faltan guiños curiosos, como esa velada alusión a Los Angeles de Charlie que parece esconderse tras el Comando de Bill, integrado por mujeres y donde la presencia de la turbadora Lucy Liu no parece sino remarcarlo, así como el hecho que en esta primera entrega prácticamente no vemos el rostro de Bill, como en la serie mencionada no veíamos nunca a Charlie.
Uma Thurman es un especie de Clint Eatswood, vengador solitario en un duelo a espadas en lugar del colt; pero la huella de Sergio Leone es patente también en los primeros planos de las miradas, en la demora forzada, en el deleite en determinados momentos por detalles con cierto toque macabro (una bala escupida a cámara lenta, un chorro de sangre, un rostro sin tapa de los sesos, etc.).
¿Qué es lo que hace diferente, por tanto, este film de otras historias parecidas de violencia pura y dura? : pienso que es el cuidado de cada detalle, se percibe un esmero total que cuida cualquier aspecto de la escena; es también el sello personal de Tarantino (patente desde la originalidad de la banda sonora hasta el cuidado look de cada personaje), su indudable calidad en la puesta en escena, una buena dosis de intriga y cierto morbo innerente a este tipo de films de venganza. Y dentro del estilo tan personal de Tarantino tenemos quizá una de las sorpresas agradables de la cinta en el pequeño paréntesis de dibujos que sirven para explicar el pasado de O-Ren Ishii (Lucy Liu), donde Tarantino nos deja ver otra de sus debilidades: el anime japonés.
La banda sonora, decía antes, no es ajena a esa extrema personalización a que Tarantino somete a todo el film. Tarantino recurre a una enrevesada mezcla de estilos donde no falta la música de spaghetti westerns y, naturalmente, melodías de films de artes marciales, pero es que hasta podemos escuchar flamenco en la escena del duelo final entre Uma Thurman y Lucy Liu.
Y llegamos al capítulo del reparto donde, como no podía ser menos, la originalidad vuelve a ser patente. El caso más llamativo es la presencia (¿?) de David Carradine, al que más bien intuimos y escuchamos más que ver. Su presencia en el film se debe a que su serie Kung fu de los años 70 era una de las preferidas de Tarantino.
Uma Thurman es la estrella absoluta de la película y debo decir que su actuación no me ha gustado. A parte de alguna escena donde creo que no da con el registro apropiado, Uma no es una actriz que me diga gran cosa y en este caso no llega a trasmitirme esa rabia que se supone que la domina completamente para llevar a cabo semejante venganza. Por el contrario, Lucy Liu si que resulta totalmente creíble y aterradora bajo una apariencia de lo más dulce. El resto del reparto, con una presencia testimonial en su mayoría, está correcto. Quizá lo mejor que se pueda decir es que en las escenas de lucha todos los que intervienen cumplen con su cometido con éxito, logrando que esas escanas, dejando de lado su extrema violencia, resulten un ejercicio de composición y coreografía magníficos.
Como su mismo título indica, esta no es más que la primera parte del film, por lo que algunas preguntas quedan sin resolver, como por ejemplo el motivo por el que Bill pretendía acabar con la Novia. Pero ello no viene sino a remarcar la poca importancia que Tarantino otorga al argumento. Como en los títulos clásicos de los films de lucha orientales, la acción es la verdadera protagonista de la película. 

Kill Bill: Vol. 2



Dirección: Quentin Tarantino.
Guión: Quentin Tarantino.
Música: RZA.
Fotografía: Robert Richardson.
Reparto: Uma Thurman, David Carradine, Lucy Liu, Vivica A. Fox, Michael Madsen, Daryl Hannah, Samuel L. Jackson, Julie Dreyfus, Sonny Chiba.
Segunda parte y final de esta historia de venganza, de muerte, de este ajuste de cuentas sangriento. ¿Sangriento? Pues ya no o, al menos, ya no tanto como en la primera parte.
Si en la primera entrega dominaba la acción pura y dura, la violencia, la orquestación de los duelos en unas coreografías sangrientas y magestuosas, dejando Tarantino gran parte de la trama argumental entre tinieblas, en esta segunda parte el director da un giro total a la historia y deja de lado la acción, sin bien no desaparece totalmente, para adentrarse en los motivos de la venganza y profundizar, al fin, en el interior de los personajes.
El argumento de Kill Bill: Vol. 2 (2004) sigue siendo de una secillez absoluta. Tras culminar con éxito una parte de su venganza (que es lo que pudimos ver en Kill Bill: Vol. 1), La Novia (Uma Thurman) prosigue con la caza de los miembros de su antigua banda, aquellos que quisieron acabar con ella: Budd (Michael Madsen), Elle Driver (Daryl Hannah) y, naturalmente, Bill (David Carradine).
En este sentido, pocas sorpresas nos depara el desarrollo del film, pues nadie duda ni un instante en que La Novia conseguirá su objetivo. Y, al igual que en la primera parte, el film sigue el recorrido vengativo de La Novia hasta el inevitable enfrentamiento final con Bill. Un desarrollo clásico, sin más licencias que algunos flash-backs en los que se nos muestran apuntes del pasado de La Novia, de como se entrenó hasta ser una asesina letal.
Así pues, Tarantino decide sorprendernos dejando de lado las largas peleas y duelos que eran la esencia de la primera parte y apuesta por una historia más introspectiva, donde priman más los diálogos (casi inexistentes en la primera entrega), que pretenden indagar en los motivos, los miedos y los deseos de los protagonistas. Aunque parece imposible que Tarantino renuncie por completo a su "amor" por la sangre o los detalles de cierto mal gusto y nos regala con una escena (cuando Elle Driver pierde el ojo) bastante desagradable.
Así, podemos sentir cierta frustración al comprobar como los combates, tan omnipresentes en el volumen I, quedan reducidos a una mínima expresión. Y si todo el film (incluida la primera parte) nos va conduciendo inevitablemente al enfrentamiento con Bill, podemos casi sentirnos decepcionados por el rápido desenlace del mismo.
Pero es que los tiros ya no van por el mismo camino. Tarantino busca darle profundidad a la historia, justificarla, dotarla de sentido. Noble deseo, pero desde mi punto de vista fallido. ¿Por qué?
En primer lugar, toda la historia parece sacada de un comic. Tarantino, como amante de películas de acción de serie B o de los espagueti westerns, ha creado una historia muy "peliculera", en el sentido que cuesta creérsela, tomársela en serio. Al menos para mi, la primera parte era algo así como ver una película de superhéroes. Podemos amar más o menos el espectáculo, disfrutar o no con las coreografías de los duelos y la música, pero no deja de ser un mero pasatiempo con poco de verídico. Por eso, los intentos de "profundizar" en la historia de esta segunda entrega parecen un tanto absurdos. Es como intentar filosofar sobre un capítulo de Tom y Jerry o un videojuego de SuperMario, cuamdo de lo que se trata es de meros pasatiempos.
Y no pretendo decir que Tarantino nos ofrezca unas justificaciones o unas historias mal trabajadas, pero es que carecen de demasiada importancia en realidad. Porque tanto la acción, como la trama y los mismos personajes arrastran ese aire de comic, de caricaturas, por lo que cualquier explicación que den la vamos a aceptar sin más, porque no interesa realmente.
Eso sí, en una vuelta de tuerca realmente arriesgada, el duelo final entre La Novia y Bill, Tarantino lo resuelve como un duelo verbal. La lucha en sí, la física, dura unos segundos tan solo; no tiene importancia, porque está escrito de antemano el resultado. Lo importante es el "ajuste de cuentas" sobre las razones de cada uno, los porqués de sus actos. Es un final digno, la sorpresa final, el as en la manga que se guardó Tarantino. Y si bien, por lo dicho anteriormente, tampoco es que nos conmueva realmente, al menos tiene cierto aire digno, noble, entre tanta violencia gratuita como sufrimos a lo largo de esta historia, aunque con la historia que arrastra me parece instrascendente a estas alturas del film.
En cuanto a Uma Thurman, pues sigue sin convencerme, no acabo de verla en el papel o no capto lo que supuestamente debería trasmitirme. David Carradine, ausente en toda la primera parte, recuerda al de famosa serie Kung Fu en su primera apararición flauta en mano (supongo que en manifiesto homenage del director a aquella legendaria serie). Está más que correcto como Bill y es de los personajes más creíbles de esta historia.
El resto del reparto está correcto, con una mención especial al caricaturesco profesor de artes marciales interpretado por Gordon Liu y que no hace sino reforzar esa impresión de personajes sacados de un comic.
Sorprendentemente, si yo me lamentaba de la falta de argumento (o al menos de que este quedaba confuso y sin explicar suficientemente) de la primera parte y de su excesiva violencia, ahora que he visto el film al completo, me quedo con el volumen I, pues al menos representa un intento de hacer film de entretenimiento, rindiendo homenage a géneros hoy en desuso, y lograba su cometido largamente, poniéndole como única pega un amor excesivo por los detalles macabros. Pero este intento en la segunda parte de darle sentido y profundidad a un mero pasatiempo, como yo veo este film, acaba por resultar pesado e intrascendente, dejando un film por momentos tedioso y donde las espectativas de acción se ven defraudadas constantemente.

El hombre tranquilo




Dirección: John Ford.

Guión: Frank S. Nugent, John Ford (Historia: Maurice Walsh).

Música: Victor Young.

Fotografía: Winton C. Hoch & Archie Stout.

Reparto: John Wayne, Maureen O'Hara, Barry Fitzgerald, Ward Bond, Victor McLaglen, Jack MacGowran, Arthur Shields, Mildred Natwick.

John Ford se labró su reputación como director de westerns. Yo añadiría que como "el mejor" director de westerns de la historia, un maestro del que han bebido casi todos los directores posteriores (como anécdota, decir que el apellido Ford que aparece en el nombre de Francis "Ford" Coppola es en homenaje a John Ford).
Sin embargo, los cuatro Oscars que ganó como mejor director lo fueron por films que no eran westerns (El delator, Las uvas de la ira, Qué verde era mi valle y esta película), y es que Ford era un gran director, tal vez el mejor, abordase el género que abordase.
La prueba la tenemos con este film, por el que Ford obtuvo un más que merecido Oscar y donde el director, de origen irlandés, rinde un emotivo homenage a la tierra de sus antepasados.
En un tono de comedia cargada de "morriña", Ford cuenta el regreso al hogar de Sean Thornton (John Wayne), boxeador norteamericano de origen irlandés que abandona el ring tras haber causado la muerte a otro pugil. Al llegar a Innisfree, el pueblo donde vivieron sus antepasados, conocerá y se enamorará Mary Kate Danaher (Maureen O'Hara), una hermosa pelirroja con bastante genio.
El problema de Sean vendrá por el enfrentamiento con el hermano de Mary Kate, el tozudo Will Danaher (Victor McLanglen) por la compra de la que fuera la casa de sus padres.
Quizá lo mejor que puede decirse de esta película es que es un film entrañable. Ford consigue encariñarnos con Innisfree y los curiosos personajes que lo pueblan. Y es que quizá uno de los rasgos más admirables de John Ford, esa capacidad que tenía para dotar a sus personajes, a todos, de una profundidad especial y sin necesidad de excesivas explicaciones. Ford le da, con unas breves pinceladas, una personalidad plena a los personajes en sus películas, incluso con lo que nos oculta de ellos (o quizá precisamente por eso).
En este caso, dado el tono nostálgico y cariñoso con que Ford aborda este homenaje a sus raíces, los personajes son especialmente entrañables. Y la película está repleta de ellos. Comenzando con los empleados del ferrocarril del comienzo de la película o los dos pastores (el católico y el protestante, con la escena memorable y conmovedora de la visita del obispo y el engaño del pueblo en apoyo del cura protestante) o el amigo de Sean, que le sirve de guía y protector.
En este sentido, me gustaría destacar la excelente interpretación de todos los actores, secundarios y principales, que intervienen en el film. Es curioso, pero John Wayne (un actor del montón) siempre me ha parecido que cuando realizaba sus mejores interpretaciones era a las órdenes de Ford. Y en esta película, como decía antes, hasta el secundario con menos papel realiza su trabajo a la perfección.
Y un personaje más es el propio pueblo, con su taberna, su iglesia, su río, sus tradiciones (el cortejo del novio, con acompañante, es soberbio) o las rivalidades locales.
Y todo ello filmado de una manera tan sencilla que nos olvidamos con frecuencia que se trata de una mera ficción. Y eso, en apariencia muy fácil, está al alcance de muy pocos.
Pienso que hoy en día es imposible filmar una película como esta. Y entre muchas razones, una decisiva es que ya no se escriben guiones como este. Y es que al analizar lo bien que está contada la historia, la sencillez de la trama y su belleza así como la genialidad de los diálogos... comprobamos que son rasgos propios de otra época, de otra manera de entender no solo el cine, sino también la vida. Y eso se ha perdido definitivamente.
Puede que el mérito de esta película resida un poco en la perfecta mezcla de todos estos factores mencionados: buena dirección, un guión excelente, intérpretes en estado de gracia, una historia hermosa... Aunque yo pienso que, unido a todo ello, hay algo más, algo difícil de cuantificar pero que percibo a lo largo de todo el film y que es, en definitiva, lo que convierte a esta obra en algo entrañable y cautivador. Y es el cariño con que fue hecha; cariño que se percibe en infinidad de detalles y que nos llega de modo inconfundible en diálogos, escenas, planos, miradas...
Pocas veces se puede decir de una película que nos enamora. Este es el caso con El hombre tranquilo (1952). La prueba de que a veces el cine es arte.  

jueves, 29 de abril de 2010

Sed de mal



Decía Truffaut que desde la implantación del cine sonoro, Hollywood no había dado a luz ningún gran temperamento visual, exceptuando a Orson Welles. No sabría decir si tal afirmación es correcta, pero de lo que no dudo es del inmenso talento de Orson Welles para las puestas en escena, siempre innovando, buscando la manera más personal de plasmar en imágenes cualquier historia.
El resultado podrá ser mejor o peor valorado, gustar más o menos, pero no se puede negar la fuerza de las imágenes de los films de Welles.
En Sed de mal (1958) encontramos una excelente prueba de lo dicho. Es un ejemplo excepcional de como una trama sencilla, en manos de este genio, se convierte en una obra maestra, en un pilar del cine negro, un punto y aparte en el género.
Parece ser que la participación de Welles en este proyecto se debió a la insistencia de Charlton Heston de contar con él. Welles rehizo el guión y transformó una novela del montón en una de las cumbres del cine negro.
Rodada en blanco y negro, el film está marcado por un ambiente opresor, en momentos recordando el expresionismo de principios del siglo XX, dentro de esas puestas en escena barrocas y nada convecionales de Welles y una agilidad inusual en los diálogos, de manera que se potencia el realismo absoluto en detrimento, a veces, de la claridad expositiva. Pero no perdemos, sin embargo, ni un ápice del desarrollo de la historia.
Es merecidamente célebre la escena inicial del film, un largo traveling de unos tres minutos en el que la cámara sigue al coche que lleva la bomba en su maletero y alterna el coche con la pareja formada por Vargas (Charlton Heston) y su esposa (Janet Leigh), que cruzan la frontera andando, en un prodigio técnico y expresivo que se ha convertido en parte de la historia del séptimo arte (durante mucho tiempo no se supo como había podido filmar Welles esa soberbia secuencia).
La trama es bastante sencilla de resumir: en un pueblo fronterizo, a caballo entre los Estados Unidos y México, alguien pone una bomba en un coche y mata a los dos ocupantes. El policía corrupto y ex-alcohólico Hank Quinlan (Orson Welles) se hace cargo de la investigación, mientras Miguel Vargas (Charlton Heston), policía mexicano que presenció el atentado, intenta colaborar en la investigación.
Como era habitual en Welles, este se reserva el personaje del malo (como ya hiciera en Ciudadano Kane o El tercer hombre) que es el verdadero protagonista del film. Con un maquillaje que desfiguraba sus rasgos y exagerando su ya natural obesidad, Welles encarna a uno de los personajes con mayor personalidad del género, un policía aborrecible, corrupto, manipulador y grosero que no duda en falsificar pruebas con tal de solucionar los casos.
Junto a la atmósfera sórdida antes mencionada, el film cuenta con la presencia casi obsesiva de una banda sonora basada en ritmos latinos y de rock que llega a cobrar, en algunas escenas, un protagonismo total.
La interpretación de los actores encaja dentro de ese realismo descarnado de la cinta, aunque la presencia poderosa de Welles es el centro absoluto de la cinta. A su lado, Heston conserva el tipo, merced a una contenida interpretación donde controla sus gestos típicos y la convierte en más creíble. Destacar la breve aparición de Marlene Dietrich y su poderosa mirada llena de magnetismo.
Hay una escena curiosa, que es cuando la esposa de Vargas (Janet Leigh) se aloja en un motel donde el recepcionista es un tipo bastante raro. Inmediatamente nos vendrá a la cabeza Psicosis de Hitchcock, a mi me sucedió. Sin embargo, recordemos que este film es de 1958 y Psicosis de 1960. Y atención al final, con sorpresa incluida.
Tocando múltiples facetas sórdidas, como el mundo de las drogas, la prostitución, el lesbianismo, la corrupción política o de la sociedad, el film desmorona sin piedad los estereotipos de muchos films sobre la delicuencia y la labor policial. Excesivamente valiente y moderno para su época, el film sufrió (algo habitual en los films de este genio) la mutilación en el montaje por parte de la Universal.
Sin embargo, en 1998 se presentó una copia del film montada siguiendo las ideas de Welles, recogidas en las notas del director. Se trate de la versión que se trate, el film es una verdadera obra de arte de una riqueza visual y de contenidos inmensa.  

El último tango en París



Cuando vi esta película estaba bajo la inevitable influencia de ese halo de polémica en que estuvo envuelta desde su estreno, prohibido en la España de la época, defensora de no sé que moral trasnochada. No sé si fue entonces mi falta de experiencia, pero recuerdo que la película no me gustó y salí de la sala con un regusto amargo. Lo que no podía saber era que lo que había sucedido, lisa y llanamente, era que había pasado al lado del film, nadando por una superficie fría como el hielo sin haber sabido (o podido) sumergirme en todo lo que esa película llevaba en las entrañas.
No recuerdo los años que han pasado desde entonces. Pero son muchos. Los suficientes para haber madurado y haber acumulado experiencias y fracasos como para, desde el vago recuerdo que conservo del film, poder saborear ahora aquello que en su momento se me escapó.
Conviene, tal vez, antes de continuar con mis elucubraciones, repasar por encima algunos datos objetivos de este film que hoy, por desgracia, se ha quedado en una especie de limbo, semi olvidado tras la evidente caducidad de su sacudida inicial. 

La película, dirigida por Bernardo Bertolucci en 1972 dio a conocer a este joven director a causa del revuelo que produjo con su estreno. Tachada de pornográfica, adelantada a su tiempo y con el impresionante reclamo de todo un Marlon Brando al frente, el film fue como una especie de bofetada a la sociedad burguesa y provocó reacciones encendidas en numerosos paises.
Marlon Brando, un actor por el siento una admiración particular, hace uno de esos papeles que quedan ya para la posteridad como una obra de arte. Gran parte del éxito del film, de que funcione como algo verosímil, radica en la credibilidad y autenticidad que destila la interpretación de Brando. A su lado, la desconocida Maria Schneider logra mantener el tipo sin problemas.
En España, todavía en los últimos años del franquismo, la censura puso freno a algo tan descarado. Como suele suceder, ello despertó aún más curiosidad y una especie de sórdido peregrinaje a las salas de la vecina Francia.
Pero ¿cual era el argumento del film? Pues la relación pasional que surge entre un norteamericano maduro y una joven a punto de casarse que se conocen mientras visitan un piso en alquiler. Nacerá entonces una tórrida relación entre ellos basada exclusivamente en la atracción sexual y en la que deciden ocultarse hasta los nombres.
Aún ahora, cuando el recuerdo del film es borroso por los años trascurridos, la fuerza de la película es tal que sigo percibiendo y entendiendo lo que entonces me limité a ver como quién contempla un lienzo extraño pero poderoso.
Porque por encima de unas escenas fuertes para la época, el film se adentra en algo que nos atañe íntimamente: las relaciones entre un hombre y una mujer, solo que llevadas a unos extremos tales que no podemos permanecer impasibles. Es una sacudida a nuestra conciencia, a los valores tradicionales, incluso es una llamada de atención contra la rutina, contra la voracidad de costumbres y nombres. ¿Se puede amar de otra manera? ¿Podemos seguir siendo los mismos si renunciamos a lo que somos? ¿Se es más libre cuanto menos se posee y cuanto menos nos poseen?
Cada uno tendrá sus respuestas y no es mi meta dar aquí ninguna, casi ni pistas siquiera, porque he comprendido que la vida, la realidad, el amor y yo mismo no somos siempre del mismo color. He ido recorriendo caminos, cerrando puertas o abriendo senderos y en cada momento he visto un paisaje diferente, aquel que mi edad y mis circunstancias me permitían contemplar. Y lo que ahora comprendo tal vez sea un absurdo para mí dentro de un tiempo.
¿Qué busca el personaje de Brando? ¿Huye o persigue? Para mí, ambas cosas a la vez. Al ocultarse mútuamente con la joven sus identidades, él escapa de esa relación convencional que lleva invariablemente a la rutina de compartir esa vida que languidece en cada acera, en cada casa, en los salones confortables, en las tardes repetidas y los gestos. Se trata de escapar a la realidad de un nombre, de un pasado, de una historia de encuentros y adioses, de familias y recuerdos que nos condenan a repetirnos en cada encuentro. Solamente se abre la puerta a las pasiones, al intercambio de caricias y mordiscos, al gritar como animales, a juntarse la carne mientras se cierran las puertas a todo lo demás. ¿Eso nos hace más libres? En todo caso, intenta liberarse de sí mismo y dar sólo aquello más primitivo y más vivo. El personaje de Brando persigue una quimera, pero quizá es que ya no puede creer en nada más.
Sin embargo, ello casi reduce la relación a algo casi animal y si somos lo que hemos vivido, nuestras experiencias, nuestros recuerdos, nuestros fracasos y si renunciamos a ello, si nos despojamos de todo lo que somos ¿qué nos queda por ofrecer?
En todo caso, para ella, la relación comienza lentamente a ser insuficiente. Desea algo más. ¿Por amor, por necesidad de entregarle a ese extraño que es su amante algo más verdadero? ¿Hay algo más sincero que el sexo, menos "contaminado"?
Cada uno tendrá que buscar su camino. El film nos plantea uno, el del drama, el de una relación extraña que no puede superarse a sí misma. El de dos soledades que terminan por naufragar.
Sin embargo, se trata para mí de un film hermoso. Cualquiera que se haya enamorado y haya perdido se siente identificado con alguna frase o con una mirada ... y buscará la explicación que no aparece, porque no hay salida. Porque somos un enigma.
Y aún hay más. 

La hija de Ryan



David Lean es uno de mis cineastas favoritos. Si bien su fama mundial se debe a tres superproducciones espectaculares (El puente sobre el río KwaiLawrence de Arabia Doctor Zhivago), solamente por Breve encuentro ya merecería figurar entre los mejores realizadores de la historia.
Quizá lo que distingue a Lean de otros directores es el toque personal que confiere a cualquier film y que podría resumirse en dotar a sus personajes de tal grado de profundidad sicológica que los convierte en seres extraños, complejos, nunca sencillos de valorar o clasificar. Y esto se encuentra, como no, en La hija de Ryan (1970).
La historia trascurre en Irlanda durante la Primera Guerra Mundial. Charles Shaughnessy, maestro de pueblo maduro y viudo, se casa con la joven Rossie, inquieta y curiosa jovencita que se siente atraída por el saber y el porte de Charles. Sin embargo, pronto comprobará el abismo que se extiende entre ambos, a causa de la edad, y comenzará a sentirse atrapada en una vida que no es la que desea.
Aparentemente, la película parece narrar una historia de amor más, una historia de pasiones y traiciones, pero con David Lean las cosas nunca son tan sencillas y siempre, rascando un poco, se van rebelando más y más estratos, casi hasta el infinito. Así, la trama se va enriqueciendo con la aparición de una serie de personajes extraños (el loco del pueblo, el amante de Rossie, el señor Ryan, ...), con la presencia constante y poderosa del cura del pueblo (un soberbio Trevor Howard) y el transfondo político de la resistencia irlandesa a la ocupación británica.
Como vemos, Lean repite aquí algunos de los temas recurrentes de su filmografía: un amor nada convencional y contra corriente (tema aparecido en Breve encuentro y en Doctor Zhivago); una trama política llena de aristas y siempre ofreciendo varios puntos de vista contradictorios (Doctor Zhivago y Lawrence de Arabia contaban con esta temática); protagonistas atormentados (aquí sería el oficial amante de Rossie, que nos lleva a pensar inmediatamente en Lawrence de Arabia). Con todo ello, Lean confecciona un film denso, repleto de detalles, frases, secuencias que no dejan indiferente. Por momentos el film se hace lento, tal vez porque David Lean quiere contar la historia a su ritmo, a su manera. Y eso es lo que le da la personalidad única a la película, lo que revela que se trata de un film de autor. Tal vez por ello el film no tuvo demasiado éxito, porque no pretende hacer concesiones al gran público. Estamos ante una obra personal, ante una serie de declaraciones o de caminos insinuados para que el espectador curioso vaya desbrozando con calma.
Sin embargo, mi impresión es que se trata de un Lean cansado o quizá sin la chispa que elevaba sus anteriores creaciones a la categoría de obras de arte, películas de culto. Aquí estamos lejos de ello. Ni los personajes ni los actores ni la historia, con ser todos ellos elementos válidos, llegan a alcanzar la cima, la excelencia. Hay momentos, es cierto, sublimes, pero son escasos y se pierden en un conjunto en general de alto nivel pero sin genio. Percibo calidad por los cuatro costados, pero como descolorida, casi cansina. Por ejemplo, la personalidad de algunos personajes queda algo desdibujada, se echa de menos una profundización mayor (estoy pensando en el cura o el amante de Rossie) y parece que Lean se pierde un poco entre la estética y la historia. Se puede tener la impresión que roza la superficie en muchos momentos y deja sin explotar todas las posibilidades de algunas situaciones. Incluso la relación de Charles y Rossie, eje de la trama, se muestra de manera un tanto fría, no sé si por la labor de Robert Mitchum (demasiado hierático para mi gusto) o por estar así pensado en el guión.
Un claro ejemplo de lo que comento estaría en la banda sonora. En los films antes mencionados (Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago y El puente sobre el río Kwai) la música era sublime y contribuía a realzar el resto de elementos del film hasta lo excepcional. Aquí, la banda sonora llega a ser repetitiva y por momentos hasta tenemos la impresión de estar de más.
Con todo, el film está un paso por delante de la media. Porque se trata de la obra de un genio y, por defectos que pueda tener, eso se nota.
La película obtuvo dos Oscar, uno para John Mills como mejor secundario por su papel de tonto del pueblo, y otro a la mejor fotografía. A pesar de ello, la película no funcionó bien en taquilla y Lean pasó 14 años en blanco, hasta Pasaje a la India.

Alatriste


 
Dirección: Agustín Díaz Yanes.

Guión: Agustín Díaz Yanes (Novela: Arturo Pérez-Reverte).

Música: Roque Baños.

Fotografía: Paco Femenía.

Reparto: Viggo Mortensen, Elena Anaya, Unax Ugalde, Eduard Fernández, Enrico Lo Verso, Eduardo Noriega, Juan Echanove, Ariadna Gil, Antonio Dechent, Javier Cámara, Blanca Portillo, Pilar López de Ayala, Pilar Bardem, Cristina Marcos, Francesc Garrido, Nadia de Santiago, Alex O'Dogherty, Carlos Bardem, Nicolás Belmonte, Nacho Pérez, Paco Tous.

Una de las características más reseñables del cine americano consiste en haber sabido crear géneros cinematográficos de momentos concretos de su historia y lograr que resulten atractivos para un espectador de cualquier parte del planeta. Me refiero, por ejemplo, al western o a las películas ambientadas en la época de la Ley Seca.
En el caso del western es curioso como de unos pocos años de historia han sabido generar infinidad de films que vuelven una y otra vez a los mismos escenarios y personajes logrando muchas veces films excepcionales de diferentes directores y filmados en décadas muy divergentes.
En España, con un pasado ciertamente rico en gestas (pensemos nada más en la Reconquista o el descubrimiento de América) no se ha generado nada similar. Tal vez, recientemente, la serie de películas que se ambientan el la Guerra Civil podrían remitirnos a algo que se aproxima al ejemplo americano; pero falta algo de todos modos.
Con Alatriste (2006) tenía el cine español la ocasión ideal para crear un film épico. Se partía de una base, las novelas de Arturo Pérez-Reverte, sólida, asentada en un éxito editorial significativo. El problema mayor de estos proyectos es que necesitan una inversión importante de dinero y si los resultados en taquilla no acompañan .... así que asumir y embarcarse en una aventura como la de Alatriste no es sencillo. Los riesgos son numerosos.
Para el guión se recurrió a un compendio de las novelas de Pérez-Reverte sobre Alatriste y aquí empiezan los problemas. Porque el film dura 147 minutos que son pocos y, al mismo tiempo, finalmente resultan excesivos. Me explico.
Abordar tanto como aborda la película, en años y en acontecimientos, hubiera necesitado de muchos más minutos de película para poder hilvanar mínimamente las escenas y dar cierta continuidad al devenir de los personajes. No se hace así y el resultado es un film hecho como de retales, como esas mantas de cuadritos de colores cosidos unos a otros. Lo que se deriva de todo ello es que algunos pasajes del film resulten algo confusos; otros parece que sobran, pues no parecen aportar nada sustancial a la historia y, en general, la sensación es que hubiera hecho falta mucho más tiempo de película para llevar a la pantalla la idea original. Es como si a base de tijeretazos se hubiera intentado meter a la fuerza todo el film en un formato conveniente para su exibición en los cines. Y de ahí que al final la duración del film resulte excesiva, pues hay momentos en que nos vemos como expulsados de la trama por sus saltos y sus cambios repentinos. Algunas secuencias quedan sin explicación (como el arresto de Iñigo y su condena a galeras), otras están sencillamente de más pues no contribuyen a hacer avanzar la narración (la entrega de la espada por la viuda de Malatesta a Alatriste) o no tienen mucho interés, mientras el grueso de la historia carece de una armazón mínima que la cohesione.
Y ello añade un problema más: los personajes no adquieren peso, se quedan desdibujados y, por lo tanto, sin fuerza para conmover o para involucrarnos en sus aventuras. Sólo Alatriste aparece más definido, al ser el eje indiscutible del film. Pero el problema, al menos para mi, es que si bien la presencia de Viggo Mortensen me convence, su voz me saca una y otra vez del personaje. Me resulta una voz casi infantil y en todo caso no me cuadra con la presencia física del actor. Esto es ya un lastre casi definitivo del que es difícil recuperarse.
¿El resto de actores? Pues en la línea del cine español (y las series de televisión, que el flujo de actores de un medio a otro es constante): no me gustan. No soy un experto en la materia, así que solamente hablo de lo que a mi me trasmiten las actuaciones de los actores patrios y es una artificialidad total. Es como si presenciaras el ensayo de una obra de teatro para el festival de fin de curso de un colegio. Ponen empeño, pero me resultan interpretaciones forzadas, como si deletreasen los textos. Me cuesta verlos como aguerridos soldados de los Tercios de Flandes o intrigantes damiselas de la corte. Y lo que no entiendo es como eligieron para el papel de general de la Inquisición a una mujer (Blanca Portillo como Bocanegra); ya su primera aparición desconcierta y estás más pendiente de comprobar si tus sospechas son ciertas que de seguir el hilo de la escena. Algún motivo tendrían, por supuesto, pero me parece un error.
No todo es malo en el film y sería injusto no poner al otro lado de la balanza los haberes de la película. Y se trata de los aspectos técnicos del film.
En primer lugar, la ambientación: es de las mejores que he visto en el cine español. Y no es sencillo pues no se trata solo de medios materiales (a veces se cree que con mucho dinero se resuelve el tema), sino de saber usarlos con cabeza para hacer que algo artificial, como es la reconstrucción de algo inexistente, resulte creíble. En este aspecto, la película lo borda. Junto a esto, destacar también la excelente fotografía de Paco Femenía.
También me ha gustado la banda sonora de Roque Baños. No es obsesiva, sino más bien discreta, lo cual creo que es lo correcto siempre (pienso que los elementos secundarios de todo film deben ser eso, secundarios) y es siempre bien recibida cuando aparece.
Otro punto a favor son las escenas de lucha. En general me parecen bastante realistas (incluso a veces demasiado realistas por la excesiva presencia de sangre en algunos momentos) y al menos se ha evitado la tentación de caer en la exageración cuasi circense de muchos films actuales en que los duelos parecen coreografías de Gene Kelly (pienso, a bote pronto, en Piratas del Caribe, pero la lista sería interminable).
La película nos lleva a la España del siglo XVII, cuando comienza a ser patente el declive del Imperio español (declive forjado mucho tiempo atrás, pero ese es otro tema). Reina Felipe IV, pero gobierna el Conde Duque de Olivares. España mantiene una guerra interminable con Flandes donde se sepultan soldados y dineros. Y allí encontramos a nuestro Alatriste, asaltando furtivamente un campamento protestante para sabotear sus cañones. La muerte de un amigo en esa escaramuza hace que Alatriste se comprometa a cuidar del hijo de éste, Iñigo, a su vuelta a España.
Y llegamos a otro aspecto de la película que tampoco me agradó demasiado. Se trata de ciertos personajes o situaciones de la película que personalmente no me gustan. La presencia de Quevedo, por ejemplo; o que Alatriste, un personaje más bien insignificante en la España de la época, esté contínuamente codeándose con el Rey, Olivares, los grandes de España .... o la aparición de cuadros como la Rendición de Breda (con la lamentable recreación filmada de la escena del cuadro) o El Aguador de Sevilla. Es como si alguien pensara que para "demostrar" de alguna manera que se trata de aquella época fuera imprescindible codear al protagonista con lo más granado del momento y hacerlo partícipe de todos los grandes acontecimientos. No sé, pero no me resulta del todo creíble.
Y a ello podría añadir el recurso constante a tópicos dentro del argumento, como un personaje perdedor del que sabemos de antemano prácticamente lo que le va a suceder y que se va cumpliendo con una exactitud pasmosa. Al final, dado lo predecible de la historia (siempre sosopechamos que ni Alatriste ni Diego lograrán el amor de su vida; que nunca tendrán el golpe de fortuna que los redima y el final heróico está más que cantado), perdemos el elemento sorpresa. Todo el film, desde el comienzo, destila un tufillo a "deja vu", a tópico, a cierta corriente moralista muy del gusto patrio.
En resumen, pues un film en general fallido por un guión sin trabazón que resulta confuso o sin alma por momentos, unas interpretaciones muy justitas y un desarrollo previsible y ciertamente tendencioso (para conmover, junta desamor y muerte y el que no sufra con ello...). 

miércoles, 28 de abril de 2010

Cinderella man: el hombre que no se dejó tumbar




Dirección: Ron Howard
Guión: Cliff Hollingsworth y Akiva Goldsman (Historia: Cliff Hollingsworth)
Música: Thomas Newman
Fotografía: Salvatore Totino
Reparto: Russell Crowe, Renée Zellweger, Paul Giamatti, Paddy Considine, Bruce McGill, Connor Price
¿Qué atractivo tiene el cine sobre el boxeo? Supongo que es un deporte que se presta a relatos épicos, al drama, a la tensión... De una manera u otra, la violencia nos atrapa, nos toca una fibra morbosa y nos retiene delante la pantalla en medio de un sufrimiento "gratificante". Además, los films de época poseen el encanto de la ambientación (si esta es buena) y otorgan un plus estético nada desdeñable a la historia.
Así, en Cinderella man: el hombre que no se dejó tumbar (2005) tenemos reunidos ambos elementos, boxeo y años 30, en algo más de dos horas que pueden ser excesivas por momentos, para hacer de esta historia un film atractivo que se deja ver sin mucho esfuerzo.
La historia de Jim Braddock tiene todos los alicientes para atraparnos: un joven boxeador con un buen futuro por delante que ve truncada su carrera y, en medio de la tremenda crisis económica que siguió al crac de la bolsa de Nueva York de 1929, malvive a base de combates de tercera y como estibador en los muelles y que de pronto, por una casualidad del destino, ve como se le presenta una segunda oportunidad en su vida y reanuda su carrera deportiva entre el asombro de propios y extraños.
Con estos mimbres, Ron Howard, director más que correcto, va tejiendo una historia dentro del buen hacer al que nos tienen acostumbrados los norteamericanos: buen reparto, puesta en escena perfecta, buenas dosis de ternura y unos combates que son, sin duda alguna, lo mejor del film. Porque a pesar de todos los elementos para conseguir una película excepcional, Howard se queda en un film digno, pero sin alma. No ayuda el excesivo metraje o tal vez se hace excesivo por carecer en ocasiones de tensión narrativa y trascurrir desangelado. Nada que ver con Más dura será la caída (Mark Robson, 1956), Toro salvaje (Martin Scorsese, 1980) o la reciente Million Dolar Baby (Clint Eastwood, 2004), los grandes títulos del género. Se nota que a Howard le sobra academicismo y le falta talento. 

El guión recurre a los más que trillados truquitos efectistas tan vistos y aunque siguen funcionando, nada resulta sorprendente. Algunas escenas pueden anticiparse fácilmente y otras parecen supérfluas, sin aportar nada realmente al film. Algunos personajes, por ejemplo, se quedan en un retrato en penumbra, de trazos rápidos y superficiales, cuando precisamente lo que acaba por realzar un film es el cuidado y mimo del más mínimo detalle. Aquí hay muchos elementos tratados con corrección, pero sin profundidad y eso deja algunos momentos del film muy poco trabajados.
Sin embargo, cuando llegamos a las escenas de combates, la película logra rozar la emoción absoluta. Técnicamente son perfectas. Parece que estamos ante una pelea real y casi sentimos los golpes en nuestra carne. El director, con acierto, evita caer en lo truculento o el efectismo barato (algo muy en boga, desgraciadamente) y se limita a filmar de la mejor manera los combates, que sin duda es lo que salva el film y lo que consigue sacarnos de la modorra general en que nos va sumiendo la historia.
Y si no sabemos de antemano el resultado del combate final (para el que se nos va preparando de manera sistemática durante el tramo final de la cinta), la emoción de los últimos minutos está más que garantizada.
A mi los actores me han gustado. Todos. Russell Crowe (que repite con el director tras Una mente maravillosa) es un actor que me gusta desde siempre. Me parece creible en todo lo que le he visto y trasmite normalidad por los cuatro costados. Paul Giamatti está soberbio también y Renée Zellweger me gusta bastante también. En general, los actores creo que son también de lo mejorcito de la película. También la ambientación está más que lograda. Todo ello corroborra que Howard sabe lo que se trae entre manos y saca partido de ello hasta donde puede.

Banderas de nuestros padres



Cuando era pequeño, las pelis de guerra eran pelis de héroes. Uno iba al cine y sabía lo que iba a ver y que saldría de la sala inflado de orgullo, como si las batallas de la pantalla las ganáramos también nosotros desde la butaca. Eran, sin duda, otros tiempos y la propaganda se distribuía sin pudor ni remordimientos. Los malos eran los malos y los buenos ... los de siempre.
Por fortuna, una de las cosas que nos ha traído nuestra era es un sentido del heroísmo, de la justicia y del patriotismo diferentes. Y en los films de guerra (que atravesaron su particular desierto por causa precisamente del cambio de mentalidades) se fueron abriendo a diferentes planteamientos donde el honor, la valentía y el deber eran enfocados (y cuestionados) desde perspectivas más realistas. Imagino que la Guerra de Vietnam tuvo mucho que ver en todo ésto. Y es que en el momento en que las guerras pudieron ser retrasmitidas casi en directo por las televisiones, ciertos discursos perdieron su asiento.
Y si dentro del cine norteamericano actual hay alguien que identifico con la rectitud y el talento ese es Clint Eastwood. Por lo tanto, no puedo hablar de sorpresa ante un film como el que me ocupa. Pero siempre gente como Eastwood guardan un elemento sorpresa, por pequeño que pueda ser.
Partiendo de la famosa fotografía de unos soldados norteamericanos izando su bandera en la isla de Iwo Jima, casi una anécdota, Eastwood se adentra en las vidas de esos supuestos héroes, tal y como son vistos y "vendidos" en su país por intereses fundamentalmente económicos, para echar por tierra mitos y heroicidades.
El film es la visión de la batalla de Iwo Jima vista desde el lado de los vencedores. En Cartas desde Iwo Jima (2006) completa la historia con la visión desde el punto de vista de los japoneses. Inevitable comparar ambas visiones del mismo episodio y yo me inclino por la segunda, a pesar de estar en japonés con subtítulos, lo que no resulta sencillo para concentrarnos enteramente en la historia.
¿Porqué Iwo Jima? Seguramente por tratarse de una de las batallas más duras y sangrientas de los norteamericanos en su particular duelo con el Imperio japonés. La batalla tiene lugar en marzo de 1945, cuando Japón era consciente ya de que tenía perdida la guerra. Sin embargo, su determinación para luchar hasta el límite y el orgullo extremo de defender el suelo patrio llevaron al ejército nipón a extremos de resistencia absurdos. Iwo Jima es, tal vez, el ejemplo más llamativo. Con una guarnición de 21.000 soldados en la isla, al término de la batalla solo quedaban 216 supervivientes. Pero lo peor es que los japoneses sabían, antes de comenzar la lucha, que la isla sería la tumba de todos ellos. Los americanos sufrieron más de 24.000 bajas, entre muertos y heridos. Y todo por capturar un islote volcánico de 20 Km cuadrados.
Decía antes que prefería el film que narra la batalla desde el punto de vista japonés y es que en Banderas de nuestros padres (2006) el relato es algo confuso por momentos y diluye la carga dramática. Dentro de la seriedad y el talento del director, quizá posea demasiados cambios en el orden del relato que no favorecen un seguimiento que nos conmueva e implique de manera más contundente. Por otra parte, el destino de los soldados que colocaron la bandera es mucho menos atractivo que el de los desesperados soldados japoneses luchando sin esperanza alguna.
Se aprecia sin duda la mano del director en que narrar la película de un modo poco convencional, comprometido con su intención desmitificadora y de denuncia de las manipulaciones políticas de la guerra. Sin embargo, el resultado final no termina de cuajar del todo.
Nada que ver con los films épicos de mi admirado Errol Flint. La guerra, por fin, no es presentada como algo hermoso. La miseria, el miedo, el desconcierto, la mentira y la manipulación salen a relucir y poco espacio queda para gloriosas medallas o adornadas escenas bélicas de dudosa belleza. La muerte y la crueldad nunca son hermosas.