El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

martes, 28 de agosto de 2012

Gallipoli



Dirección: Peter Weir.
Guión: David Williamson (Novel: Ernest Raymond).
Música: Brian May.
Fotografía: Russell Boyd.
Reparto: Mel Gibson, Mark Lee, Bill Hunter, Robert Grubb, Tim McKenzie, David Argue, Ron Graham, Bill Kerr.

Durante la Primera Guerra Mundial, dos amigos atletas australianos, Archy Hamilton (Mark Lee) y Frank Dunne (Mel Gibson), deciden alistarse en el ejército para luchar en la contienda. Serán destinados a la Península de Gallipoli, donde le libra una feroz batalla contra los turcos.

Gallipoli (1981) es la contribución australiana al cine bélico o casi mejor debería decir al cine antibélico. Porque Peter Weir se pone del lado de los pacifistas en esta cinta que nos va a recordar necesariamente a la magnífica Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957), pero no para establecer comparaciones entre ambas, pues son bastante diferentes en el fondo, sino porque en las dos se plantea una misma situación en la que la tozudez y la estupidez de los altos mandos va a provocar la muerte inútil de miles de soldados.

Sin embargo, Gallipoli no es un film que se centre exclusivamente en la guerra como argumento central. Más bien la utiliza como telón de fondo para presentarnos la amistad que nace entre dos corredores con modos de ver la vida muy diferentes, pero a los que esa afición por el deporte le va a llevar a convertirse en inseparables, hasta el punto que el deseo de Archy por alistarse, con una visión muy romántica e idealizada de la guerra, termina por hacer que Frank se decida a acompañarle en esa aventura, aún con muchas reticencias por su parte.

Weir se sirve, entonces, de esa amistad para hacer un retrato muy amable de la juventud aún bastante inocente o ingenua que se toma el ir a la guerra de un modo bastante superficial, sin ver realmente los peligros, sino más bien el atractivo de los uniformes, la camaradería o la aventura. Solamente en el último instante, cuando ya se encuentren en el frente y convivan con las bombas, el miedo y la muerte, empezarán a darse cuenta de la verdadera naturaleza de la guerra. Y para colmo de males, se verán abocados a realizar un ataque suicida, sin ninguna posibilidad de éxito, en medio de un caos de órdenes y contraórdenes del que se sirve Weir para remarcar lo absurdo de la situación y la inutilidad de ese sacrificio humano.

Sin embargo, no todo en Gallipoli me gustó. Es verdad que el trabajo de Peter Weir como director es magnífico. Sabe cuidar los detalles y eso se disfruta desde el primer instante con una fotografía perfecta y una puesta en escena elegante. También me gustó el ritmo de la película, midiendo la duración de cada secuencia y no dejando lugar a tiempos muertos. Además, Peter Weir nos demuestra su buen gusto musical, que será una constante a lo largo de su obra, y nos sorprende con una banda sonora espectacular donde casan de maravilla con las imágenes temas tan dispares como Oxygene de Jean-Michel Jarre o el Adagio de Albinoni. Pero hecho en falta algo más de nervio en la historia, más profundidad a la hora de narrar la amistad entre los dos protagonistas, más hondura en sus retratos. Por momentos, me parecía que Weir se limitaba a jugar con ciertos recursos de manera inteligente pero sin aportar realmente nada propio. Algunas escenas estaban muy bien filmadas, pero quedaban un poco frías.

A pesar de ello, hay momentos muy hermosos, donde Weir sí que parece estar más inspirado y donde logra resultar conmovedor. Por ejemplo, la escena en que el oficial escucha un disco de ópera en su tienda, la víspera de la ofensiva de su regimiento, y donde sentimos cómo se aferra a la belleza de la música como una manera de sentir que no todo lo bello ha muerto, ni siquiera allí. Otro momento muy bueno es la conversación de los dos atletas en el desierto con el viajero que no sabe que ha estallado una guerra; cuando Archy le dice que deben luchar porque si no les detenemos allí acabarían aquí, la respuesta del viejo es la mejor explicación de lo absurdo de esa lucha: Pues si llegan aquí, les compadezco, dice mirando el desolador paisaje que los rodea, donde no hay nada por lo que merezca la pena luchar.

Quizá la parte más floja de la película sea la elección de los protagonistas. Evidentemente, parece que han sido elegidos por su atractivo físico, pero no terminande convencerme, en especial Mel Gibson, al que encuentro demasiado sobreactuado.

Sin duda, Gallipoli es un film muy recomendable, tanto por el mensaje antibelicista que promueve como por el bonito retrato de la juventud, idealista, ingenua y llena de vida. Una obra aún con ciertos detalles que pulir pero donde ya se vislumbran las claves del cine de este gran director.

domingo, 26 de agosto de 2012

Very Bad Things



Dirección: Peter Berg.
Guión: Peter Berg.
Música: Stewart Copeland.
Fotografía: David Hennings.
Reparto: Cameron Díaz, Christian Slater, Jon Favreau, Daniel Stern, Carla Scott, Tyler Cole Malinger, Leland Orser, Jeremy Piven, Jeanne Tripplehorn.

Kyle Fisher (Jon Favreau) está a punto de casarse con Laura (Cameron Díaz), la mujer de sus sueños. Sus amigos deciden organizarle en Las Vegas una inolvidable despedida de soltero. Pero las cosas no salen como pensaban.

Debut de Peter Berg como director con un film cuyo guión también es suyo. Se ha etiquetado este film como comedia de humor negro. Desde mi punto de vista, Very Bad Things (1998) es muy negra, sí, pero carece enteramente de humor.

La verdad es que la historia no arranca mal: un grupo de amigos se van a Las Vegas para celebrar la despedida de soltero de uno de ellos y, por culpa de un desgraciado accidente, muere la prostituta que habían contratado para animar la fiesta. Hasta aquí, todo normal: un accidente que lo cambia todo; cinco amigos, personas normales de clase media, enfrentados a una difícil decisión: llamar a la policía u ocultar lo sucedido. Sin embargo, Peter Berg parece no estar conforme con seguir adelante por un camino normal y decide, y quizá aquí esté el humor que yo no he captado, enredar más la cosa con otra muerte, esta vez no accidental, bastante brutal y despiadada. Ahora ya no hay marcha atrás y nuestros cinco amigos normales se transforman en sádicos carniceros, en un giro tan macabro como ilógico. Sólo uno de los cinco, un judío de firmes creencias interpretado por Daniel Stern, al que conocíamos en otra faceta menos dramática en Solo en casa (Chris Columbus, 1990) y Solo en casa 2: Perdido en Nueva York (Chris Columbus, 1992), parece tener remordimientos de conciencia y por ahí adivinamos que las cosas van a torcerse para estos asesinos.

Lo que nadie puede imaginar es la sucesión de acontecimientos que siguen, en un giro hacia lo absurdo, lo grotesco y lo exagerado que termina por arruinar completamente la película. Porque una cosa es centrarse en lo macabro y buscar la manera en que nuestros protagonistas terminen pagando por lo que han hecho, al estilo de El quinteto de la muerte (Alexander MacKendrick, 1955) o Ladykillers (Joel Coen y Ethan Coen, 2004), con las que se le puede buscar cierta similitud, aunque muy lejana en calidad, y otra muy distinta caer en una serie de giros que parecen el más difícil todavía de un circo que ha perdido el norte. Con ello, los personajes resultan al final completamente increíbles y cualquier asomo de crítica hacia la sociedad o los convencionalismos, como algunos han querido ver, carece de sentido, porque no estamos ante personas normales cuyo comportamiento, en un momento dado, se vuelva extraño, sino que estamos ante caricaturas, títeres a los el director maneja a su antojo creando un delirio tan inútil como vacío.

Y no quiero olvidarme del histerismo general de los protagonistas que se entiende bien al principio, en la fiesta, bajo los efectos de las drogas y el alcohol, pero que termina por cansar al estar presente desde entonces en casi todas las escenas. Se ve que el director temía quedarse corto en emociones, pero el recurso constante a los gritos no es la mejor ni la más elaborada decisión.

En lo que sí que apoyo a Berg es su puesta en escena. La verdad que para ser un debutante demuestra una gran soltura tras la cámara al tiempo que mantiene el ritmo, de manera que, a pesar de no gustarme la historia, reconozco que está bien filmada y no se hace pesada o lenta en ningún momento.

También el reparto está sobresaliente. En especial Christian Slater, sobre el recae buena parte del peso de la acción y que demuestra que como malo puede ser tan bueno que como monje. Cameron Díaz, además de guapísima, da la talla como novia pijita, caprichosa y dominante, aunque, como decía antes, los giros argumentales finales terminen por destrozar su personaje hasta hacerla irreconocible como modelo de chica de clase media superficila y materialista.

En definitiva, una película de la que esperaba bastante más. No dudo que pueda tener su encanto para cierto público, pero desde mi punto de vista los giros del argumento, absurdos y radicales, terminan por hacer de Very Bad Things un film sin pies ni cabeza. Terminé de verla con la impresión de que la historia se le acabó yendo de las manos a Peter Berg.

jueves, 23 de agosto de 2012

Dies irae



Dirección: Carl Theodor Dreyer.
Guión: Carl Theodor Dreyer, Poul Knudsen, Mogens Skot-Hansen (Obra: Hans Wiers Jenssen).
Música: Poul Schierbeck.
Fotografía: Carl Andersson (B&W).
Reparto: Thorkild Roose, Lisbeth Movin, Sigrid Neiiendam, Preben Lerdorff Rye, Anna Svierkier, Albert Hoeberg.

Dinamarca, 1623. En plena caza de brujas, una anciana acusada de brujería, Herlofs Marte (Anna Svierkier), acude al reverendo Absalon (Thorkild Roose) pidiéndole que la salve de la hoguera como salvó, en su día, a la madre de su segunda esposa Anne (Lisbeth Movin), una mujer mucho más joven que él y que no lo ama. Cuando Martin (Preben Lerdorff Rye), el hijo de Absalon y su difunta primera esposa, regresa a casa, él y Anne se enamorarán y comenzarán una relación prohibida que tendrá inesperadas consecuencias.

Dies irae (1943) es una de la cinco películas sonoras de Carl Theodor Dreyer, una de las máximas figuras del cine danés. Dreyer, cuyo anterior film Vampyr (1932) había sido un fracaso económico, lo que le mantuvo alejado de los platós durante diez años, fija con este film sus señas de identidad futuras: largos planos secuencias, ritmo sosegado, exquisita puesta en escena y una expresiva fotografía en blanco y negro.

Dies irae es una dura crítica a la intransigencia, el miedo y la beatitud extremas. No sólo resultan ridículas las bases en que se asientan las acusaciones de brujería, sino que en la búsqueda de la verdad, los inquisidores recurren a la tortura para lograr la confesión de las acusadas; lo que para ellos es una confesión definitiva, no es más que el miedo, el cansancio y la resignación de la víctimas, enfrentadas a juicios carentes de cualquier lógica y sentido. Pero además, la película cuestiona abiertamente el amparo en la religión y en la rectitud bajo la que se ocultan envidias, odios y venganzas. Pero incluso los supuestos comportamientos más rectos, como podrían ser los del reverendo Absalon, no traen más que la infelicidad a los que lo rodean, como es el caso de su esposa Anne, casada a la fuerza con él, con lo que ha perdido su juventud y su alegría junto a un hombre que ni la ama ni la comprende.

Al final, tenemos un cambio de roles muy significativo: los personajes supuestamente virtuosos resultan ser los que más rechazo nos producen, teniendo el mejor ejemplo en la madre de Absalon, Merete (Sigrid Neiiendam), el personaje más odioso con diferencia; mientras que Herlofs Marte sólo nos inspira pena o la propia Anne, llena de resentimientos hacia su bienintencionado esposo, pero la única con ganas de ser feliz, por la sentimos compasión. Y es que lo que Dies irae pone en tela de juicio es la intransigencia de aquellos que se consideran en posesión de la verdad y la virtud, personas de apariencia y vidas inmaculadas que despiertan miedo precisamente por considerarse superiores. De ahí que se vincule el film con una crítica al nazismo y su crueldad amparada en una supuesta superioridad de raza.

Sin embargo, lo que más llama la atención en Dies irae es la meticulosa, esquisita y preciosa puesta en escena. Dreyer muestra un gusto excelente con unos planos elegantes y con el uso tan eficaz de la fotografía en blanco y negro, utilizando las luces y las sombras para realzar situaciones, miradas o silencios. El ritmo que se impone es ceremonioso, Dreyer mueve la cámara lentamente, recreándose en la escena, resaltando a los personajes, a menudo dispuestos con cierto carácter pictórico en la escena, lo que es muy evidente en la escena en que es torturada  Herlofs Marte. De hecho, parece ser que Dreyer utilizó algunos cuadros de Vermeer o Frans Hals como fuente de inspiración.

También la ambientación es soberbia, tanto en lo que se refiere al mobiliario como a las vestimentas, dentro siempre de una sobriedad compositiva extrema. Pero quizá lo que más destacan son los diálogos, llenos de fuerza, de belleza, rotundos y hermosos, siempre apropiados, siempre cautivadores. Hay algo de poético en ellos, especialmente en el romance de Anne y Martin, que destaca entre la tristeza y seriedad de la historia como un oasis en el desierto. Y sin embargo, intuimos que esa felicidad ha de pagar un precio, porque en ese mundo dominado por una religión represiva y castradora no hay lugar para la felicidad. Y no muy lejos del gran nivel de los diálogos situaría la interpretación de unos actores poco conocidos del gran público pero que hacen un trabajo grandioso. Es injusto destacar a uno sobre los demás, pues todos hacen un trabajo tan genuino que nos olvidamos enseguida que se trata de actores, pero me encantó el trabajo de Anna Svierkier, realmente conmovedora, y también el de Lisbeth Movin, que compone a una mujer amargada y triste y, de repente, se transforma en una mujer enamorada llena de vida y esperanzas, para culminar su excelente trabajo en un final desgarrador y sorprendente.

Dies irae no es film fácil de ver para quién está acostumbrado al ritmo de los film actuales. Requiere cierta predisposición por nuestra parte. Pero vale la pena disfrutarlo sin prisa, deleitarse en las preciosas imágenes que nos regala Dreyer, disfrutar de unos diálogos excepcionales y reflexionar sobre la virtud, la verdad o la maldad del alma humana.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Maridos y mujeres



Dirección: Woody Allen.
Guión: Woody Allen.
Fotografía: Carlo Di Palma.
Reparto: Woody Allen, Mia Farrow, Sydney Pollack, Juliette Lewis, Judy Davis, Blythe Danner, Liam Neeson, Lysette Anthony, Ron Rifkin, Blythe Danner.

Jack (Sydney Pollack) y Sally (Judy Davis) sorprenden a Gabe (Woody Allen) y a Judy (Mia Farrow), dos de sus mejores amigos, anunciándoles su intención de separarse. Esta noticia hace que Gabe y Judy empiecen a plantearse si su matrimonio se basa en una relación realmente sólida. Mientras Jack y Sally tratan de rehacer sus vidas al lado de otras personas, Gabe comienza a flirtear con una de sus alumnas de la universidad (Juliette Lewis), y Judy empieza a sentirse atraída por el nuevo compañero de trabajo (Liam Neeson).

Maridos y mujeres (1992), para los habituales seguidores de Woody Allen, vuelve a reincidir en uno de los temas predilectos del director: las relaciones de pareja, que se convierte en el único argumento del film. En esta ocasión, tanto la religión como la muerte se quedan en el tintero. Como también deja un tanto de lado el tono ligero y las pinceladas de humor para hacer de Maridos y mujeres un film más serio de lo normal.

No se si es esa ausencia del genial humor de Allen o que se trata un poco más de lo mismo, el caso es que Maridos y mujeres no es de las películas más logradas del director. Para empezar, los nerviosos movimientos de la cámara con que arranca la película, quizá con la intención de darle un aire más informal a la puesta en escena, me resultaron algo mareantes y, en el fondo, distraían la atención de lo verdaderamente importante. Entre ángulos forzados y movimientos, el caso es que no me sentí a gusto durante los primeros minutos de la película.

Afortunadamente, poco a poco el director va conteniendo los movimientos y logra un mejor equilibrio entre forma y contenido, lo que mejora el disfrute y seguimiento del argumento de la cinta.

Y el argumento, como decía anteriormente, se centra por completo en analizar las complicadas relaciones de pareja, en especial de parejas ya con unos años de convivencia juntos que empiezan a sentir el peso de los años. Se trata, también, de la crisis de madurez, cuando tanto el marido como la esposa se plantean si la vida no puede ofrecerles algo mejor. Y como es habitual en Woody Allen, el enfoque que hace del tema es serio, profundo y muy acertado. Pero, sin negarle méritos al planteamiento de Allen, me parece que el resultado final no es todo lo bueno que cabría esperar. Tal vez porque el argumento se vuelve enseguida  bastante previsible, con lo que siempre vamos un paso por delante, sabiendo de antemano los giros que va a sufrir la trama. O tal vez por el recurso que utiliza Woody Allen, como una especie de psicoanálisis en directo al que somente a los protagonistas y que nos remite, por ejemplo, a Toma el dinero y corre (1969), aunque ahora sin la frescura y el humor de entonces, por lo que tampoco aporta nada extra a la historia. Y es que también se echa en falta la chispa genial de los diálogos del director, que en esta ocasión se muestra mucho más serio, más reflexivo y menos brillante.

El resultado es un film intimista, pero excesivamente largo. O puede que se deba a que en algunos momentos me cansó, a que determinadas escenas me resultaron poco convincentes, a que algunas reacciones de los personajes me parecían un tanto forzadas. Creo que el tema de la crisis matrimonial, de las dudas que nacen en la pareja, del estancamiento de una relación está bien planteado en líneas generales, pero quizá sin el talento que desborda en otros film de Allen y con algunos momentos en que se pierde el rigor y se cae en situaciones un tanto forzadas. A la vez, tenía la sensación de que estaba viendo un film, cuando de lo que se trataba era de mostrar unas relaciones reales, o al menos eso pienso, y en cambio se tenía la impresión de algo orquestado, bien orquestado pero algo artificial.

En cambio, el reparto me gustó mucho. Mia Farrow está preciosa, Sydney Pollack vuelve a demostrar el gran actor que llevaba dentro y también me gustó bastante el trabajo de Judy Davis, a la que desconocía. En cuanto a Allen, pues en su tónica habitual, aunque algo más comedido que en otras ocasiones. Y a la que destaco por encima de todos es a Juliette Lewis, encantadora, sexy, interesante y cautivadora.

Sin ser de las mejores películas de Allen, Maridos y mujeres (título bastante penoso) está dentro de la línea habitual de los films más personales del director. Quizá un peldaño por debajo de otras de sus obras más redondas, es una buena película que invita a la reflexión y donde se vuelve a analizar el pantanoso tema de las relaciones amorosas bajo la mirada crítica y también romántica, a su manera, de Woody Allen. Además, Woody Allen aprovecha la ocasión de nuevo para rendir un pequeño homenaje a Ingmar Bergman, citando por ejemplo su film Fresas salvajes (1957).

El film fue nominado en dos apartados: mejor guión y mejor actriz de reparto (Judy Davis), si bien no se hizo con ninguna de las estatuillas.

martes, 14 de agosto de 2012

La vida privada de Sherlock Holmes



Dirección: Billy Wilder.
Guión: Billy Wilder, I.A.L. Diamond (Personaje: Arthur Conan Doyle).
Música: Miklós Rózsa.
Fotografía: Christopher Challis.
Reparto: Robert Stephens, Colin Blakely, Geneviéve Page, Irene Handl, Christopher Lee, Tamara Toumanova, Catherine Lacey, Stanley Holloway, Clive Revill.

Sherlock Holmes (Robert Stephens) y el doctor Watson (Colin Blakely) reciben una inesperada visita en su apartamento de Baker Street: un cochero llega con una mujer que sufre de amnesia, a la que ha rescatado del río y que lleva un papel con la dirección de Holmes. Una vez recuperada la memoria, la mujer, belga y de nombre Gabrielle Valladon (Geneviève Page), les cuenta que está buscando a su esposo desaparecido.

Lo primero que cabría aclarar de La vida privada de Sherlock Holmes (1970) es que la película que nos ha llegado a los espectadores no es la que Billy Wilder había pensado. Wilder era mucho más ambicioso y su obra iba a tener una duración superior a las tres horas. Sin embargo, los productores no parecían compartir los criterios del director y éste, al regresar de la localización de exteriores de su siguiente película, ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre? (1972), se encontró que su film había sido mutilado y las cinco historias o episodios que había preparado se habían quedado reducidas a dos: la de la bailarina rusa y la del submarino.

La idea de hacer un film sobre Sherlock Holmes era un buen desafío para Wilder. Y desde el comienzo del film nos vamos a encontrar con que el acercamiento del director y su fiel guionista I.A.L. Diamond a la figura del detective inglés dista mucho de lo que había sido habitual hasta entonces. Wilder no quiere ofrecernos de nuevo la imagen clásica de Holmes, sino que nos mostrará a un detective mucho más humano y, por lo tanto, falible; de ahí sin duda el título, de ahí que la voz en off del comienzo nos aclare que no vamos a presenciar el típico caso de Holmes, sino algo muy diferente.

Para dejar las cosas bien asentadas, Billy Wilder hace una primera desmitificación por boca del propio Sherlock Holmes, cuando éste achaca a la imaginación y a las licencias literarias de Watson la imagen que el público tiene de él y que considera falsa.

Puestas las bases, Wilder prosigue la desmitificación de Holmes en clave de humor, tono que domina por completo el primer episodio del film, cuando la famosa bailarina rusa le pide a Holmes que sea el padre del hijo que quiere engendrar. Aprovecha Wilder el tono jocoso para pasar revista a ciertas ideas que no pocos se habían formulado a propósito de Holmes, Watson y la soltería. El detective se hace pasar por homosexual con una alegría que le sirve al director para mofarse de los estériles rumores hacia la orientación sexual del personaje y, al tiempo, para romper una lanza en defensa de la libertad sexual de todo el mundo. Wilder también toca el tema de las adicciones de Holmes, siempre en un tono distendido, rompiendo moldes, humanizando al mito hasta dejarlo a nuestra altura.

Pero en poca cosa se hubiera quedado La vida privada de Sherlock Holmes sin la grandiosa segunda parte del film. Si en el primer episodio, Billy Wilder parece querer simplemente una declaración de intenciones, es en este segundo episodio donde nos sorprende verdaderamente con una historia hermosa donde expone con rotundidad y mucha ternura su visión personal del detective. El humor tan dominante en el primer episodio va dejando paso progresivamente a una mirada mucho más tierna, más íntima y hasta dolorida.

Si ya en El secreto de la pirámide (1985), Barry Levinson aprovechaba el situar la acción en los años juveniles del detective para dar su particular explicación a la soltería del Holmes adulto, Wilder aquí incide de nuevo en el tema de la relación de Holmes con las mujeres. Y es entonces cuando Sherlock Holmes se humaniza definitivamente, cuando deja de ser esa mente infalible y privilegiada y comente un error capital al colaborar, involuntariamente, con el enemigo. Y todo ello fruto del amor, de la atracción por una mujer hermosa que parece nublar su intelecto. Además, Sherlock reconocerá sin problema su fracaso, dejando al descubierto una vez más su lado más humano. Sin duda, es la parte más hermosa y fascinante del film y la que justifica y explica el porqué de este proyecto de Billy Wilder y de su ambición fatalmente truncada.

Si se había pensado en un primer momento en un reparto de actores famosos, fue el propio director el que prefirió recurrir a actores práctimente desconocidos. Y la verdad es que el resultado parece darle la razón. Tanto Robert Stephens como Geneviéve Page hacen un trabajo excelente, aunque del trío protagonista yo me quedo con la genial interpretación de Colin Blakely en la piel de Watson, está relamente espléndido. Y tampoco quiero olvidarme del gran Christopher Lee, en la piel de Mycroft Holmes, el hermano del detective, y que había encarnado con anterioridad a Sherlock, trabajando también en El perro de los Baskerville (Terence Fisher, 1959) junto a Peter Cushing, que era en esa ocasión Sherlock Holmes.

La vida secreta de Sherlock Holmes es un film  muy personal y muy hermoso. Con un comienzo ligero y casi insustancial, la película va ganando peso lentamente hasta ese final tan delicado y rotundo, logrando Billy Wilder una extraña mezcla entre comedia y drama romántico con una buena dosis de intriga. Aunque lo más importante es cómo logra desmontar la imagen tópica de Sherlock Holmes desde el respeto y la admiración, convirtiéndolo en una persona mucho más interesante que el frío detective perfecto al que estábamos acostumbrados.

lunes, 13 de agosto de 2012

Get Carter (Asesino implacable)



Dirección: Stephen T. Kay.
Guión: David McKenna, Stephen T. Kay (Novela: Ted Lewis).
Música: Tyler Bates.
Fotografía: Mauro Fiore.
Reparto: Sylvester Stallone, Mickey Rourke, Michael Caine, Miranda Richardson, Rachael Leigh Cook, Alan Cumming, Rhona Mitra.

Jack Carter (Sylvester Stallone) es un matón a sueldo de Las Vegas. Su trabajo consiste en ajustar las cuentas a aquellas personas que deben dinero y no pagan. Un día recibe la noticia de que su hermano menor ha muerto en un accidente de tráfico y viaja hasta Seattle para acudir al entierro. Una vez allí, decide averiguar algo más sobre la muerte de su hermano. Cuanto más indaga, menos le gusta lo que empieza a vislumbrar.

Hay veces que uno no tiene muchas ganas de pensar y le apetece ver un film libre de complicaciones. Un film de acción, simple y llanamente. Get Carter (Asesino implacable) (2000) es un film de esas características, no promete nada más que hacer pasar el rato. ¿Y lo consigue?

Para empezar, hay que explicar que esta película es un remake de Asesino implacable de Mike Hodges (1971), con la curiosidad añadida que el papel de Jack Carter lo interpretaba entonces Michael Caine, que aquí encarna a uno de los malos de turno. No he visto la película de Hodges, así que quizá salga ganando al no poder caer en la tentación de las comparaciones. Solo podré hablar de la nueva versión y punto.

Y hay que decir que Get Carter (Asesino implacable) arranca de un modo más que aceptable. La presentación de Jack, en una muy breve escena en la que nos demuestra sus métodos de trabajo, nos pone ya sobre la pista de lo que nos espera y pronto la película se deja de rodeos para meternos de lleno en la intriga: Jack sospecha que la muerte de su hermano menor no fue accidental y empieza a interrogar a las personas que lo conocieron o trabajaron con él. La verdad es que el argumento no va a sorprendernos por su originalidad. Hay muchos elementos ya vistos mil veces, como el tema de las drogas o la pornografía. Así que por ahí no vamos a sentirnos muy seducidos. Pero el tono es bastante correcto, la puesta en escena, salvo excepciones que veremos luego, es eficaz y Stallone creo que encarna de modo perfecto a Jack Carter. No es que sea un gran actor, naturalmente, pero ha ido ganando cierto aplomo con los años, sabe estar delante de la cámara y sabe aprovechar su peculiar rostro y su hieratismo para componer, al menos en esta ocasión, un matón muy creible, que asusta sólo con su presencia pétrea. En este sentido, la madurez de Stallone no es un lastre, sino más bien hasta un elemento a su favor.

Otro punto positivo de la historia es que Jack Carter no es un héroe, no es alguien a quién admirar. Es un matón, un tipo sin conciencia, aparentemente. Pero poco a poco, a medida que el film avanza, se va humanizando. Aparece su amor por la familia y hasta llegamos a compadecernos de él en algún momento. En este sentido, y salvando todas las distancias, encontré un cierto hermanamiento con  el Ethan de Centauros del desierto (John Ford, 1956). Como él, es un solitario, ha pasado muchos años lejos de su hogar y de su familia y tiene un pasado que le pesa y le arrastra. Y como Ethan, Jack es un antihéroe que se redimirá gracias al peso de la sangre, de la familia.

Pero Get Carter (Asesino implacable) peca también de errores importantes que acaban perjudicándola seriamente y dejan un film con ciertas posibilidades en un mero pasatiempo del montón.

Por un lado, creo que la película hubiera ganado muchísimo si el guión se hubiera esmerado un poco más en dibujar con algo más de esmero a los personajes secundarios. Tanto Cliff Brumby (Michael Caine) como Cyrus Paice (Mickey Rourke), y en menor medida Jeremy Kinnear (Alan Cumming), se quedan en las sombras. Lo mismo podríamos decir del personaje de la cuñada de Jack, Gloria (Miranda Richardson), del que hubiéramos querido saber algo más. Lo que en John Ford era un acierto, en manos de Stephen T. Kay sólo son lagunas.

Y tampoco los diálogos tienen la fuerza y la brillantez que me hubiera gustado. Hay escenas con un gran potencial, especialmente las de Jack con su sobrina Doreen (Rachael Leigh Cook), que se quedan un tanto a medias y da pena ver que no se han aprovechado en todo su potencial. Porque la parte de las relaciones familiares de Jack es sin duda la que más posibilidades dramáticas ofrecía y la que podía elevar este film de mero pasatiempo a algo de mayor calado.

Pero como decía antes, la película parece querer ofrecernos un mero entretenimiento sin más. Es algo legítimo y no hay porqué avergonzarse si es lo que se pretende. Sin embargo, creo que el director fuerza un poco de más en algunos momentos y el resultado no termina de convencerme. Me refiero a las escenas en que decide agitar la cámara para, se supone, agilizar algunas secuencias, como una persecución en coche, por ejemplo. La verdad es el resultado es dinámico, pero me marea a veces y resulta muy visto a estas alturas como para sorprender o impactar. Otras veces busca cierta expresividad a base de girar la cámara o quiere descolocarnos filmando una escena con diferentes acciones (la del ascensor es la mejor para ilustrar lo que quiero decir). Al final, nos despista un poco, nos descoloca, nos descentra y no creo que ello beneficie al desarrollo de la intriga.

Quizá lo más flojo de la película sea el final. Jack es un matón, no es un buen tipo ni lo pretende. Pero es un film de Hollywood y puede que necesite un final feliz. Así que Jack termina siendo un gran tipo que nos libra de los malos de verdad, los que se merecen morir, perdona a los medio malos y se reconcilia con su familia y consigo mismo. Hay una carga de moralidad barata que me disgusta un poco. No es que chirrie el desenlace, pues vamos viendo la evolución de Jack a lo largo de todo el metraje, pero sí que peca de demasiado blando, lo que no termina de casar del todo con el tono malote de la historia.

En el lado positivo pondría sin embargo el reparto. Y eso que Sylvester Stallone se llevó una nominación al Premio Razzie al peor actor. Sinceramente, creo no es para tanto. A mí me resultaba un matón muy convincente y con la suficiente presencia física para imponer respeto. Sin devolverle a Stallone los galones pasados, creo que es un papel digno y mucho mejor que otros por los que había deambulado antes. A su lado, muy bien Michael Caine, si bien su papel es bastante secundario y su personaje termina por ser de los peores definidos de todos. Me gustó Mickey Rourke, otro que impone con una musculatura impresionante. Y tampoco desentonan para nada Rachael Leigh Cook, Miranda Richardson o la hermosa Rhona Mitra. Pero si tuviera que quedarme con un actor, me quedaría sin duda ninguna con Alan Cumming, quizá con un perfíl algo exagerado, pero con una interpretación sobresaliente.

Y creo que ya queda todo dicho. Get Carter (Asesino implacable) no es un film tan malo como uno podría temerse. No puedo opinar sobre la otra nominación del film al Premio Razzie al peor remake, pues como dije no he visto el original. Tan sólo tengo que reconcer que me resultó un film entretenido, con una buena dosis de intriga y una puesta en escena más que aceptable. ¿Que podía haber dado más de sí?, pues evidentemente. Pero cumple con holgura como pasatiempo. Y en este caso, con eso me quedo.