El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

domingo, 27 de agosto de 2017

Un puente lejano



Dirección: Richard Attenborough.
Guión: William Goldman (Novela: Cornelius Ryan).
Música: John Addison.
Fotografía: Geoffrey Unsworth.
Reparto: Sean Connery, Edward Fox, James Caan, Dirk Bogarde, Michael Caine, Robert Redford, Anthony Hopkins, Liv Ullmann, Maximilian Schell, Gene Hackman, Ryan O'Neal, Lawrence Olivier, Elliott Gould, Hardy Krüger.

En septiembre de 1944, los aliados planean una invasión de Alemania a través de Holanda que, de tener éxito, podría acortar la guerra un año. Denominan a esa operación "Market Garden".

Dentro de los films sobre la Segunda Guerra Mundial, que son muy abundantes, casi siempre nos encontramos con actos heroicos que dan lugar a gloriosas victorias de los aliados contra los nazis o los japoneses. La historia, como es bien sabido, la escriben los vencedores. Por eso, la primera sorpresa de Un puente lejano (1977) es que cuenta una derrota aliada, una de las más sonadas de aquel conflicto. Sin embargo, a pesar de la derrota, los verdaderos héroes de esta historia son los derrotados, pues la película está vista desde su punto de vista y, a pesar de reconocer los numerosos errores cometidos en la operación "Market Garden", el esfuerzo y el valor de los aliados queda fuera de toda duda. Si no lograron culminar con éxito la misión, fue por causas ajenas a su voluntad, un cúmulo de desgracias y errores que no pudieron subsanar. Eso sí, otro detalle que hay que agradecer es que los alemanes no son presentados como uno despiadados sin corazón. Salvo algún alto mando un tanto inútil, el resto son soldados que defienden su causa, pero también saben ser magnánimos y compasivos con los vencidos.

Quizá lo más destacable de la película, a parte de ese reparto plagado de estrellas, recurso muy al uso en la época para garantizar un buen tirón en taquilla, sea lo fiel que sigue el guión el magnífico libro de Cornelius Ryan, con lo que la película refleja con bastante exactitud y una magnífica puesta en escena, cuidada en cada pequeño detalle, los hechos históricos que describe. Y si eso es una de las virtudes de la película, también es la causa de uno de sus mayores defectos: el film intenta abarcar demasiado y además con la máxima fidelidad posible, por lo que resulta demasiado largo y se pierde dramatismo. La búsqueda de fidelidad hace que la película sea un tanto fría, no da tiempo de profundizar en los personajes ni los detalles y a veces incluso puede resultar algo confusa. Incluso se perciben algunos saltos en el montaje, buscando concentrar la acción a los hechos fundamentales y teniendo que despreciar sin duda mucho metraje.

Sin embargo, hay que reconocer que algunas escenas de lucha están filmadas con gran acierto por Richard Attenborough, un director muy correcto, amante del cine espectáculo, pero un tanto frío, que aceptó el encargo de dirigir esta historia a cambio de garantizarse el dinero necesario para rodar Gandhi (1982). A pesar de su encomiable trabajo, buscando un cierto equilibrio entre la fidelidad histórica y el dramatismo necesario, Attenborough no es David Lean, y su grandiosidad es muy ortodoxa pero sin la genialidad del segundo.

En cuanto al reparto, creo que sobra aclarar que muchas de las estrellas tienen apariciones bastante breves, lo que viene a reforzar la idea de que un reparto así está justificado solamente a efectos de taquilla.

En definitiva, un intento bastante serio de contar un momento crucial de la Segunda Guerra Mundial, con algunos momentos muy logrados, pero que no alcanza a ser un film redondo. Se deja ver, pero no emociona.

jueves, 17 de agosto de 2017

Caminando entre las tumbas



Dirección: Scott Frank.
Guión: Scott Frank (Novela: Lawrence Block).
Música: Carlos Rafael Rivera.
Fotografía: Mihai Malaimare Jr.
Reparto: Liam Neeson, Brian "Astro" Bradley, Dan Stevens, Boyd Holbrook, David Harbour, Adam David Thompson, Sebastian Roché, Laura Birn.

Matt Scudder (Liam Neeson), un ex policía que trabaja por su cuenta como detective privado, sin licencia, acepta investigar el secuestro y asesinato de la esposa de un traficante de drogas. Pronto descubre que los culpables ya han cometido antes crímenes parecidos.

Parece que la carrera de Liam Neeson se va orientando hacia los papeles de tipo duro. Tras el éxito de Venganza (Pierre Morel, 2008), ahora encarna al detective Matt Scudder, personaje creado por Lawrence Block y protagonista de unas cuantas novelas de detectives, al estilo del famoso Sam Spade.

Sin embargo, Caminando entre las tumbas (2014) está más orientada hacia las investigaciones del protagonista que en convertirse en un film de acción pura y dura, como era el caso de Venganza. Por lo tanto, tenemos un film más pausado, donde Scott Frank se recrea más en los tiempos, en dotar a la historia del ritmo adecuado y, sobre todo, en adentrarse en la personalidad de los protagonistas, lo que le confiere una dimensión más humana a la película, con lo que es mucho más interesante.

Así, al tiempo que acompañamos a Scudder en sus investigaciones, vamos conociéndolo mejor y descubrimos a un hombre con una pesada carga que le llevó a abandonar la policía y a intentar reconducir su vida, dejando la bebida. Scudder es un hombre atormentado que de alguna manera intenta sobrevivir y redimirse de su pasado. Por eso su interés por ayudar a TJ (Brian "Astro" Bradley), el niño sin hogar que encuentra en la biblioteca.

La primera parte de la película, centrada en las investigaciones del detective, es sin duda la más lograda, tanto por la tensión y la intriga como por la carga emocional que acompaña a Strudder y a TJ, pero sin caer en lo sensiblero, siempre con una cierta distancia. Sin embargo, el desenlace, que es cuando la película se vuelve más violenta, aunque sin caer nunca en lo morboso o el mal gusto, resulta en comparación mucho más rutinario, sin demasiada imaginación, con detalles incluso un poco estereotipados. Es el punto menos convincente de la película y nos deja con un pequeño aire de desencanto.

En cuanto al reparto, parece que la elección de Liam Neeson para el papel del atormentado detective es todo un acierto. A la solvencia del actor se suma un físico que le va al pelo a su personaje. También hay que destacar el buen trabajo del joven "Astro", sin duda muy convincente en todo momento.

Caminando entre las tumbas, sin ser una película especialmente interesante, sí que tiene algunos detalles que elevan el nivel de lo que habitualmente suelen ofrecer este tipo de historias, más centradas en la acción y la violencia y menos proclives a ahondar en la psicología de los personajes.


miércoles, 16 de agosto de 2017

M, el vampiro de Düsseldorf



Dirección: Fritz Lang.
Guión: Thea von Harbou y Fritz Lang.
Música: Edvard Grieg.
Fotografía: Fritz Arno Wagner.
Reparto: Peter Lorre, Otto Wernicke, Gustav Gründgens, Theo Lingen, Theodor Loos, Georg John, Ellen Widman, Inge Landgut.

Un asesino de niñas tiene atemorizada a toda la ciudad de Düsseldorf. La policía está desesperada, pues no tiene ninguna pista sobre su identidad. Hasta el crimen organizado, agobiado por la presión policial, decide intentar capturarlo.

M, el asesino de Düsseldorf (1931) es la primera película sonora de Fritz Lang, que buscaba resarcirse de sus anteriores fracasos comerciales con Metrópolis (1927) y La mujer en la luna (1928). Lang escribió el guión junto a su esposa Thea y, a pesar de que se suele interpretar que la película es una especie de recreación de los crímenes de un famoso asesino en serie de la época, Peter Kürten, conocido como el vampiro de Düsseldorf, el propio director afirmó que se había inspirado en varios asesinos, entre ellos el propio Kürten, que no sólo asesinaba a niñas, como es el caso del protagonista del film. También se ha afirmado que el cambio del título inicialmente previsto para la película, M. Asesino entre nosotros, por el definitivo fue motivado para evitar que se interpretara como alusivo al partido nazi, algo que no parece del todo cierto.

Dejando de lado estas suposiciones, lo que es evidente es que con este film Fritz Lang consigue uno de sus mayores logros en su etapa europea, consiguiendo que la película haya pasado a formar parte de cualquier historia del cine como uno de sus hitos.

Técnicamente, Lang se muestra deudor del expresionismo alemán, con una importancia crucial de la fotografía en toda la película, jugando con las luces y las sombras, de manera que se crea un clima claustrofóbico y peligroso, además de servir el uso de las sombras como un elemento narrativo más, como cuando aparece la sombra del asesino sobre el cartel que anuncia la recompensa ofrecida por capturarle, antes de asesinar a una nueva niña.

Paralelamente al uso expresivo de la iluminación, Lang juega con los ángulos forzados de la cámara, con picados y contrapicados extremos, algunos más eficaces que otros, y un montaje que utiliza las imágenes como apoyo narrativo, recurso claramente proveniente del cine mudo, del cuál la película es claramente deudora, como no podía ser de otra manera.

Pero si el uso de la fotografía no era en sí una novedad, sí que lo era el uso del sonido y aquí Lang vuelve a tener un toque de genialidad cuando asocia la figura del asesino con la melodía que silba obsesivamente y por la que además será identificado por el ciego, lo que provocará su detención. Por cierto, la melodía es "En el salón del rey de la montaña" de la obra de Grieg Peer Gynt. No solo este recurso resulta tremendamente eficaz y con una gran carga dramática, sino que es la única pieza musical que se escucha en toda la película, lo que resalta aún más su trascendencia.

Eso sí, fiel al estilo elíptico de la época, amén de responder también a criterios morales, el director utiliza las señales indirectas en los momentos claves. Así, nunca vemos ningún asesinato de una niña, sino que en su lugar vemos rodar una pelota o perderse en el aire un globo sin dueño. Es sin duda un estilo mucho más expresivo, rico y respetuoso que la tendencia actual de mostrarlo todo, recreándose incluso muchas veces en los detalles más escabrosos.

Sin embargo, el interés de M, el vampiro de Düsseldorf no se limita a estos aspectos técnicos. La fuerza de la película reside también en la denuncia social evidente, con la policía y el crimen organizado compartiendo un mismo objetivo, en una secuencia realmente lograda, con el montaje paralelo de las deliberaciones policiales y las del hampa; o las presiones políticas sobre la labor policial o también el peligro del clima de histeria colectiva que se genera, capaz de comprometer a cualquier ciudadano inocente por culpa de la paranoia de sus vecinos.

Y por último, está el momento final, cuando los delincuentes que han apresado a Hans Beckert (Peter Lorre) lo juzgan. En realidad, está condenado de antemano y aquello no es ni un simulacro de juicio, sino un linchamiento en toda regla. En vano, el defensor asignado a Beckert intenta convencer a sus camaradas que tiene que ser el Estado el que se ocupe de él, un perturbado mental. En una escena desgarradora, un genial Peter Lorre clama clemencia y explica el tormento que sufre en su interior, con una voz que le grita constantemente y que solo logra aplacar asesinando a niñas. Se plantea así un intenso dilema: ¿qué se debe hacer para proteger la vida de niños inocentes?, ¿es lícito matar al enfermo para impedir que reincida?, ¿debe el Estado cuidar a un asesino así?. Más allá de interpretaciones políticas, debido a la situación de Alemania en esa época, de dudosa credibilidad, el dilema planteado en sí mismo en torno a la figura de enfermos peligrosos es ya de por sí suficientemente interesante.

La película tampoco nos ofrecerá respuestas, más allá de la inquietante advertencia de una de las madres que han pedido a su hija: debemos vigilar a nuestros hijos. Cada cuál interpretará este final según sus convicciones.

Queda para la historia la soberbia interpretación de todo el reparto, deudor también de la expresividad gesticulante del cine mudo, naturalmente. Pero por encima de todos, destacar a un espectacular Peter Lorre, quizá en el papel de su vida, realmente soberbio y hasta conmovedor en su papel de enfermo mental, atormentado y frágil, desesperado, que termina por resultar hasta digno de lástima. a pesar de la repulsión que producen sus actos.

Sin duda, un film clave en la historia del cine, ejemplo y modelo para muchos directores y donde Fritz Lang consigue crear una pequeña obra de arte que sigue vigente después de más de ochenta años.

martes, 15 de agosto de 2017

La mujer del cuadro



Dirección: Fritz Lang.
Guión: Nunnally Johnson (Novela: J.H. Wallis).
Música: Arthur Lange.
Fotografía: Milton Krasner.
Reparto: Edward G. Robinson, Joan Bennett, Raymond Massey, Edmund Breon, Dan Duryea, Thomas E. Jackson, Dorothy Peterson, Arthur Loft, Frank Dawson.

El profesor Wanley (Edward G. Robinson) regresa a casa tras una cena con sus amigos. Pero antes se detiene a admirar una vez más el cuadro de una hermosa mujer que le ha fascinado. En ese momento, la modelo se detiene junto a él. Comienza así una noche que traerá nefastas consecuencias para el profesor.

La década de los años cuarenta de Hollywood del siglo pasado nos ha dejado algunas de las mejores películas de cine negro de la historia. Y La mujer del cuadro (1944) es un magnífico ejemplo de la calidad de las películas de entonces.

La historia nos cuenta como una persona honrada, de clase media, con una vida tranquila y sencilla, se va a ver envuelto, quizá por un capricho del destino, en una terrible pesadilla que le arruinará la vida. Y todo por culpa de una mujer, una mujer hermosa; pero también por una vida aburrida que, de repente, parece ofrecerle la oportunidad de pasar una noche diferente. Como vaticinaba el fiscal Calor (Raymond Massey), el amigo del profesor: una tragedia puede estar originada por cualquier descuido, como una aventurilla o una copa de más, pero también por una tendencia latente. Esta es la advertencia de La mujer del cuadro: todo puede pasar cuando menos se espera, no solo por el destino, sino porque queremos que algo suceda, porque forzamos de alguna manera ese destino.

Y la tragedia en que se ve envuelto el profesor parece prevenirnos de cualquier intento de buscar alguna emoción nueva en nuestra vida, sobre todo si somos respetables miembros de la sociedad, casados y de mediana edad. La moraleja del film es un tanto conservadora y mojigata, es cierto, pero estamos ante una película de 1944 y encima norteamericana.

Sin embargo, el principal problema de La mujer del cuadro es el final, un desenlace que resulta un tanto forzado, una especie de arreglo un tanto tramposo para resolver el drama del profesor y ofrecernos el típico final feliz. Y es que según la moral de Hollywood, alguien que cometa un crimen debe pagar por ello y así sería imposible salvar al profesor, cuyos actos lo condenan de inmediato, a pesar de que la muerte del magnate Mazard (Arthur Loft) fuera en defensa propia. La única solución posible para la moral de la época parece ser esa componenda final que, más que otra cosa, estropea un tanto la película.

Hay que señalar que, desde el principio, el espectador se solidariza con Wanley, a pesar de su crimen, pues comprendemos que fue un acto instintivo para salvar su vida pero que, por encima de todo, es una buena persona, víctima de la mala suerte. Quizá por eso, el guión busca una salida para él, consciente de que no merece un desenlace fatal.

A pesar de ello, lo importante de La mujer del cuadro es el clima de intriga que desarrolla, como nos vamos contagiando del miedo del profesor, sintiendo su angustia al ver como las cosas se van torciendo poco a poco. Es importante destacar como Fritz Lang consigue crear ese clima de tensión con unos pocos elementos: jugando con los tiempos, la noche, las luces de un coche o una pequeña herida en la muñeca. Pequeños detalles que el director y el magnífico guión de Nunnally Johnson saben explotar al máximo para contagiarnos la tensión que padece el profesor, interpretado con maestría por el genial E. G. Robinson, todo un gigante del cine negro.

El reparto, uno de los grandes aciertos del film, lo completan Joan Bennett, Raymond Massey o el inquietante Dan Duryea. Como curiosidad, señalar que al año siguiente, Lang dirige otro film negro, Perversidad, contando de nuevo con Edward G. Robinson, Joan Bennett y Dan Duryea.

La mujer del cuadro puede que no sea la película perfecta, pero aún así reúne cualidades más que suficientes para poder considerarla todo un clásico del género. Un film con un poderoso encanto que crece con el paso del tiempo.

miércoles, 9 de agosto de 2017

Laura



Dirección: Otto Preminger.
Guión: Jay Dratler, Samuel Hoffenstein y Betty Reinhardt (Novela: Vera Caspary).
Música: David Raksin.
Fotografía: Joseph LaShelle.
Reparto: Gene Tierney, Dana Andrews, Clifton Webb, Judith Anderson, Vincent Price, Dorothy Adams.

Laura Hunt (Gene Tierney), una exitosa publicista, es asesinada en su apartamento. El detective Mark McPherson (Dana Andrews) es el encargado de dirigir la investigación, para lo cuál contacta con los amigos más íntimos de la difunta.

Laura (1944) es una de las grandes cimas del cine negro americano, lo que equivale a decir del cine negro, a secas. Y, sin embargo, es un film un tanto atípico, de ahí quizá su grandeza y su belleza.

Para empezar, Laura nos habla de un crimen que no se cometió. Ha habido una víctima, una mujer joven, pero no es quién todos piensan. A pesar de esta argucia, el espectador no se siente engañado. No es un mero juego argumental, sino la base de una historia fascinante por la que vamos conociendo a Laura Hunt a través del relato de Waldo Lydecker (Clifton Webb), su más ferviente admirador, enamorado incondicional de Laura, su descubridor, el gran escritor y periodista que vio en ella algo único que despierta en este hombre pagado de sí mismo un fervor casi impropio de su edad y su condición.

Y Laura va tomando cuerpo ante nuestros ojos y ante los de McPherson, que poco a poco se va enamorando de ella, de una muerta, embelesado por su personalidad y cegado por la belleza de su retrato.

Y así tenemos la clave última de Laura que, con la disculpa de una investigación criminal, se va transformando en una historia de amores, de pasiones irrefrenables, de deseos, de celos... en definitiva, un relato sobre el amor, la pasión y la obsesión. Esta es la belleza de Laura, lo que hace de esta historia algo mucho más grande y más profundo que el mero film negro típico, que el relato policíaco. Y es que la película se convierte en un estudio del alma humana, de lo que puede provocar un amor desenfrenado y donde no hay malos, sino ejemplos de la debilidad de la condición humana y, por lo tanto, personajes dignos de compasión. Y tampoco Laura es una mujer fatal, sino alguien tan encantador que provoca la admiración y el enamoramiento de cuantos se acercan a ella.

Y como no es un film negro al uso, tampoco la puesta en escena es la típica del género. No estamos en los típicos ambientes lúgubres, entre los desheredados y perdedores del mundo. Al contrario, los personajes pertenecen a la alta sociedad, viven en hermosos apartamentos, rodeados de arte y de lujo. Y la fotografía, ganadora de un Oscar, es diáfana, clara, sin recurrir a los grandes contrastes del género. Lo mismo que la dirección de Preminger, que afortunadamente consiguió que despidieran a Rouben Mamoulian, primer director del film, cuyas ideas sobre la película no eran las mejores. Dirección elegante, clara y fluida, recreándose en la belleza fascinante de Gene Tierney, una Laura delicada y fuerte a la vez, lejos de la mera belleza decorativa.

Sin embargo, a pesar del título, creo que quizá el personaje clave de la historia es Waldo, interpretado con maestría por Clifton Webb. El personaje que lleva las riendas del relato, a través de cuya mirada descubrimos un dibujo subjetivo y fascinante de Laura, que es en parte culpable del enamoramiento de McPherson, y cuya personalidad resulta tan fascinante o más que la de la propia Laura.

Laura es un film prodigioso, complejo, cautivador y hermoso. Sin duda, una de las obras claves del cine clásico. Imprescindible.

lunes, 7 de agosto de 2017

Ocho sentencias de muerte



Dirección: Robert Hamer.
Guión: Robert Hamer y John Dighton (Novela: Roy Horniman).
Música: W.A. Mozart.
Fotografía: Douglas Slocombe.
Reparto: Dennis Price, Valerie Hobson, Joan Greenwood, Alec Guinness, Audrey Fildes, Miles Malleson, Clive Morton, John Penrose, Cecil Ramage, Hugh Griffith.

El joven Louis Mazzini (Dennis Price) decide vengar a su madre el día de su muerte, tras haber sufrido toda su vida el desprecio de su noble familia por haberse casado por amor en contra de sus deseos. Uno tras otro, Louis se irá deshaciendo de todos los que le preceden en la línea sucesoria del título ducal.

Tras la Segunda Guerra Mundial, el cine británico renació de la mano de grandes cineastas (Carol Reed y David Lean) y también con las producciones de los estudios Ealing, nombre legendario en la historia del cine. De estos estudios saldría esta comedia negra, Ocho sentencias de muerte (1949), que podemos situar sin ninguna duda entre las mejores de todo el cine británico.

Ocho sentencias de muerte es un film tremendamente irreverente, amoral y muy divertido, con unos diálogos impagables y donde se hace un análisis implacable de la sociedad de principios del siglo XX, poniendo en evidencia sus míseras reglas sociales, con sus graves consecuencias para el individuo, especialmente para la mujer, referentes a todos los aspectos de la vida: matrimonio, posición social, trabajo, aspiraciones, herencia, religión y hasta la muerte. Nada se escapa al agudo análisis y precisa crítica de un guión cargado de maldad y también de lucidez a la hora de analizar las lacras sociales. Y lo mejor de todo es que la historia derrocha un humor sumamente inteligente y muy, muy negro que nos sorprende a cada instante.

A través de sus memorias, escritas mientras espera ser ejecutado, Louis Mazzini, genialmente interpretado por Dennis Price, nos cuenta en flashback la historia de su vida, narrando en primera persona los principales acontecimientos y el porqué se encuentra a punto de morir. Lejos de ser un inconveniente, esta elección narrativa aporta sin duda un punto elegante y un toque pedante que cuadran perfectamente con la historia. Además, nos sirve también para conocer de primera mano la curiosa personalidad de Louis, un tipo egoísta y sin escrúpulos que asume su tarea como algo casi noble, justificado y obligatorio.

A destacar la presencia de Alec Guinness que da vida, en un prodigio de caracterizaciones, a los ocho primos de Louis que irán muriendo en su macabro plan para heredar el título nobiliario familiar. Ocho personajes grotescos todo ellos a los que da vida con su maravilloso talento.

Sin duda alguna, estamos ante una pequeña obra de arte, la cumbre del humor negro. Un film maravilloso que se mantiene a lo largo del tiempo como una de las mejores comedias del cine británico de todos los tiempos.

viernes, 4 de agosto de 2017

El fantasma y la señora Muir



Dirección: Joseph L. Mankiewicz.
Guión: Philip Dunne (Novela: R.A. Dick).
Música: Bernard Herrmann.
Fotografía: Charles Lang Jr.
Reparto: Gene Tierney, Rex Harrison, George Sanders, Edna Best, Vanessa Brown, Anna Lee, Robert Coote, Natalie Wood.

Lucy Muir (Gene Tierney), una joven viuda, decide marcharse del hogar de su difunto marido, escapando de su suegra y su cuñada, y buscar una casa cerca del mar. Cuando encuentra la casa de su sueños, decide alquilarla, a pesar de las advertencias de la presencia en ella del fantasma de su antiguo dueño.

Cuando tengo el placer de disfrutar de una película como El fantasma y la señora Muir (1947) siento algo de pena al ver en qué se ha convertido en la actualidad la industria del cine. Afortunadamente, el cine clásico nos permite poder disfrutar de un cine ya perdido para siempre, pero  que aún posee la fuerza y la belleza del trabajo bien hecho.

La película es una hermosa historia de amor imposible, un cuento enternecedor, terriblemente romántico, que nos habla del destino, de la ilusión, del poder de los sueños y de la inmortalidad del alma. Casi nada.

Lucy, viuda y con una hija pequeña a su cargo (Natalie Wood), es una mujer valiente y decidida, que quiere tomar las riendas de su vida sin depender de nada ni de nadie. Y cuando busca un lugar en el que vivir, cerca del mar, se enamorará de "La Gaviota", a pesar de ser una casa encantada. Aquí comienza la parte mágica de la película, pues Lucy siente que, de alguna extraña manera, debía vivir en esa casa, como si "La Gaviota" le pidiera que la salvara de su soledad. Y su obstinación por permanecer ahí la lleva a enfrentarse al fantasma del capitán Gregg (Rex Harrison), empeñado en ahuyentarla. Lo que mal empieza, sin embargo, deriva pronto en una curiosa amistad entre esa mujer solitaria y el fantasma.

Lo maravilloso es que la historia está contada con tal inteligencia y elegancia que se acepta lo irreal del argumento con total naturalidad. Y de la amistad al amor; no declarado, íntimo, en una de las historias románticas más maravillosas, originales y sencillas que se puedan contemplar.

Mankiewicz, apoyado en un guión excelente, plagado de diálogos memorables y escenas para enmarcar, demuestra su elegancia, su estilo directo, sencillo, donde todo fluye con naturalidad, aún cuando lo que veamos sea un cuento fantástico. Pero en el fondo, se trata de una historia de amor, aunque sea con una persona que ha fallecido. Se trata, por lo tanto, de un amor imposible. Y Gregg así lo siente cuando Lucy se enamora al fin de alguien de verdad. Entonces Gregg se marcha de su vida, renunciando a algo que, por el momento, no puede ser.  Por ahora..., nada más. Porque el amor verdadero es eterno. Así que cuando Lucy muere, ya anciana, el capitán regresa para, al fin, vivir ese amor por toda la eternidad.

Para dar vida a los protagonistas de esta maravillosa historia, Mankiewicz cuenta con la hermosa Gene Tierney, para muchos el rostro más bello que ha aparecido en la pantalla, y un genial Rex Harrison, un excelente actor sin grandes logros en el cine y que quizá aquí tiene su papel más bonito, junto al del profesor Higgins de My Fair Lady (George Cukor, 1964).

El fantasma y la señora Muir es una película deliciosa, poética incluso, que nos reconcilia con el cine romántico de calidad y con el placer de disfrutar de una historia bien contada, cuidada y maravillosamente fantástica.