El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

lunes, 9 de diciembre de 2019

El príncipe de Zamunda



Dirección: John Landis.
Guión: David Sheffield y Barry W. Blaustein (Historia: Eddy Murphy).
Música: Nile Rodgers.
Fotografía: Woody Omens.
Reparto: Eddy Murphy, Arsenio Hall, Shari Headley, James Earl Jones, John Amos, Allison Dean, Madge Sinclair, Paul Bates, Vanessa Bell, Eriq La Salle, Don Ameche, Ralph Bellamy, Cuba Gooding Jr., Samuel L. Jackson.

El príncipe Akeem (Eddy Murphy), heredero al trono de Zamunda, no desea un matrimonio impuesto, según la tradición del país y decide marcharse a los Estados Unidos de incógnito y buscar allí a su futura esposa, alguien que lo quiera por cómo es, no por su título.

En los años ochenta del pasado siglo, Eddy Murphy comenzó una carrera como actor que le proporcionó bastante popularidad y algunos éxitos de taquilla, éxitos que le permitieron poder llevar a cabo proyectos personales como precisamente en el caso de El príncipe de Zamunda (1988), basada en una historia creada por el propio actor y para la que eligió al director John Landis, con quién ya había trabajado en Entre pillos anda el juego (1983), y que es más conocido por películas como Desmadre a la americana (1978), The Blues Brothers (1980) o Un hombre lobo americano en Londres (1981).

El príncipe de Zamunda viene a recoger la fórmula de sobra conocida de chica sencilla que encuentra a su príncipe azul, en este caso del imaginario reino de Zamunda. El argumento está bastante visto, pero la originalidad en esta ocasión es que el relato está contado desde el punto de vista del príncipe, que busca una mujer que lo quiera de verdad, no por su dinero, haciéndose pasar por una persona normal.

La película está planteada para el absoluto lucimiento del actor que, en realidad, demuestra sus evidentes limitaciones interpretativas, y donde ya enseña su predilección por interpretar diversos papeles; así Eddy Murphy será también el dueño de una barbería, un cliente de la misma y hasta el cantante de soul Randy Watson. Por su parte, Arsenio Hall se transformará en el reverendo Brown, en el barbero Morris y hasta en una chica de un club.

El argumento de El príncipe de Zamunda no es precisamente un derroche de originalidad y lo previsible de su desarrollo es quizá lo más criticable del film. Tampoco es que los momentos supuestamente graciosos estén realmente logrados, salvo algunos detalles concretos y en especial las caracterizaciones de Eddy Murphy y Arsenio Hall, que figuran entre lo más reseñable de la película. Y, sin embargo, a pesar de estas limitaciones, John Landis consigue crear un film que se disfruta con agrado si, eso sí, nos dejamos llevar por la simplicidad del planteamiento y no le pedimos demasiado a la historia.

La película carga un poco las tintas a la hora de retratar la riqueza y el lujo absurdo en que vive la familia real de Zamunda, en lo que podría tomarse como una crítica a la manera de comportarse de estos nuevos ricos sin gusto ni mesura. Del mismo modo que la visión de pobreza y precariedad del barrio de Queens ofrecen una cara poco amable del sueño americano. Aún así, El príncipe de Zamunda es sobre todo una comedia amable cuyo principal interés es ofrecer un entretenimiento sin demasiadas complicaciones.

La película tuvo un enorme éxito en el momento de su estreno, llegando a figurar como la primera en recaudación durante unas cuantas semanas y consolidando el buen momento del actor en aquella época.

domingo, 1 de diciembre de 2019

Pulp Fiction



Dirección: Quentin Tarantino.
Guión: Quentin Tarantino y Roger Avary.
Música: Varios.
Fotografía: Andrzej Sekula.
Reparto: John Travolta, Samuel L. Jackson, Uma Thurman, Bruce Willis, Ving Rhames, Harvey Keitel, Tim Roth, Amanda Plummer, María de Medeiros, Eric Stoltz, Rosanna Arquette, Christopher Walken, Quentin Tarantino, Steve Buscemi.

Jules Winnfield  (Samuel L. Jackson) y Vincent Vega (John Travolta), dos pistoleros que trabajan para el mafioso Marsellus Wallace (Ving Rhames), han de recuperar un misterioso maletín que le ha sido robado a su jefe por unos jóvenes delincuentes. Un trabajo sencillo pero que no saldrá como ellos piensan y le cambiará la vida a Jules.

Segundo trabajo como director de Quentin Tarantino, tras el éxito de Reservoir Dogs (1992), que le situó de golpe como uno de los nuevos directores con más seguidores.

El cine de Tarantino tiene unas señas de identidad muy marcadas, lo que constituye indudablemente un estilo único, que lo diferencia de todos sus coetáneos. Tarantino bebe del cine de serie B, del cómic, el manga, la cultura pop, las series de televisión, la música de los cincuenta y sesenta, el pulp (revistas de géneros diversos editadas con pulpa de celulosa, de ahí el nombre, cuya meta era proporcionar entretenimiento sencillo y directo a un público de lo más variado), películas orientales de artes marciales.... y todo ello se mezcla en Pulp Fiction (1994) para crear una de las películas más aclamadas de los últimos años.

Dividida en capítulos, como si de un cómic se tratara, uno de los aspectos más destacados del film es su peculiar estructura narrativa, que no sigue un curso lineal, sino más bien circular. Pulp Fiction comienza en una cafetería, donde Pumpkin (Tim Roth) y su novia Yolanda (Amanda Plummer) van a atracar el local y a los clientes, y termina en el mismo lugar, con Jules enfrentándose a los atracadores y perdonándoles la vida, pues acaba de decidir cambiar de vida, como se ha visto antes en otro de los capítulos del film.

Entre medias, una historia que gira en torno a un mafioso local, su mujer Mia (Uma Thurman) y Butch (Bruce Willis), un boxeador casi acabado que decide no dejarse comprar. También hay sitio para un par de pervertidos, un tal señor Lobo (Harvey Keitel ), solucionador de problemas.... La intención de Tarantino con toda esta fauna, típica del universo de las pulp, es situarla en el mundo real y sacarla de quicio.

Y con todo este entramado, Tarantino crea una historia sin mucha pretensiones, más allá de servir de base o pretexto para desarrollar unos personajes extraños, llevados a situaciones límite. No es un film con un mensaje moralizador ni una filosofía profunda. Es un trozo de extraña realidad expuesto con un humor muy negro y bajo el prisma particular del director, con todas sus influencias, gustos y obsesiones. Un universo tan peculiar que te puede atraer o espantar sin remedio.

Otro de los aspectos más innovadores y destacables de Pulp Fiction es la originalidad de los diálogos. Lo novedoso es que, en contra de lo que suele ser tradicional, que los diálogos acompañen el desarrollo argumental, en este caso las conversaciones tratan de temas banales que nada tienen que ver con la acción. Es un juego que gira siempre sobre temas típicos de la cultura pop, de ahí que el público los reconozca y hasta se identifique con ellos de manera inmediata. Esa es la clave de que funcionen tan bien y es otra de las señas de identidad del director.

La violencia gratuita es el otro gran pilar del cine de Tarantino, que no disimula su gusto por la sangre en abundancia. En Pulp Fiction esa violencia salvaje está presente sin tapujos, incluso en los diálogos, no necesita justificación, como en el caso de los pervertidos, que disfrutan de manera insana con el dolor que provocan en los demás, por mero placer enfermizo. Este abuso de la violencia es, desde mi punto de vista, uno de los mayores reproches que se le puede poner a Tarantino, aunque también es uno de los aspectos que más seguidores aportan a su cine.

Quizá uno de los mayores aciertos de Tarantino fue el lograr reunir a un grupo de actores tan especiales para el film, comenzando por un John Travolta que estaba de capa caída y al que esta película volvió a relanzar. Uma Thurman está sencillamente perfecta, lo mismo que Samuel L. Jackson, que realiza un trabajo absolutamente convincente. Bruce Willis quizá destaque menos, repitiendo sus características muecas sin mucho esfuerzo. Pero además contamos con la presencia de Harvey Keitel, Rosanna Arquette y Christopher Walken. Un lujo de elenco para un director que aún daba sus primeros pasos y que, sin duda, contribuye enormemente al éxito de la película.

Todo el mundo que haya visto la película recuerda un par de escenas que han pasado ya a las páginas de la historia del cine: el chute de adrenalina de Vincent a Mia o la maravillosa escena de baile de ambos, donde Travolta vuelve a demostrar ese talento genuino para crear magia bailando, en esta ocasión al son de You Never Can Tell de Chuck Berry.

No soy un fan del cine de Tarantino, reconozco su originalidad, pero no termina de convencerme. Sin embargo, hay que aceptar el mérito de Pulp Fiction dentro de la reciente historia del cine, cambiando muchos conceptos y abriendo las puertas a otras muchas películas y series que, sin su ejemplo y su éxito, tal vez no hubieran existido o habrían tenido que esperar muchos más años para que las grandes productoras apostaran por ellas.

Pulp Fiction impactó por su originalidad en todos los aspectos y porque resultó un producto muy bien rematado, con todos los elementos clave del cine de su director en armoniosa amalgama. Tarantino no alcanzará después tanta efectividad en ninguna de sus siguientes películas. Pulp Fiction se llevó al Oscar al mejor guión original.

martes, 19 de noviembre de 2019

Celebrity



Dirección: Woody Allen.
Guión: Woody Allen.
Música: Varios.
Fotografía: Sven Nykvist (B&W).
Reparto: Kenneth Branagh, Melanie Griffith, Winona Ryder, Leonardo DiCaprio, Judy Davis, Joe Mantegna, Charlize Theron, Famke Janssen, Michael Lerner, Bebe Neuwirth, Hank Azaria.

El periodista Lee Simon (Kenneth Branagh) sufre la crisis de los cuarenta y decide dar un giro a una vida en la que no es feliz. La primera gran decisión será divorciarse.

Toda película de Woody Allen es siempre un placer. Aunque uno sepa más o menos lo que se puede encontrar, pues es casi siempre fiel a unos temas y personajes, este director tiene la rara habilidad de no resultar nunca aburrido ni repetitivo.

En Celebrity (1998), Allen analiza la famosa crisis de los cuarenta, en este caso en la figura de un periodista con aspiraciones de escritor. La verdad, creo que acierta de lleno con las causas, las consecuencias y las, a menudo, fallidas soluciones que muchos hombres, llegados a esta encrucijada de sus vidas, deciden tomar.

En el caso de Lee todo pasa por cambiar radicalmente de vida. Y lo primero es dejar a su mujer Robin (Judy Davis), con quien lleva toda la vida. Y es que Lee siente la llamada de la sexualidad, desea poder probar los objetos de deseo, no tener que envejecer lamentando haber dejado pasar ciertas oportunidades. Por ello, también se compra un bonito deportivo. Es la desesperada lucha por recuperar una juventud y una vitalidad que se va a ir perdiendo irremediablemente.

Pero, como estamos ante una película de Allen, el tono siempre será ligero, sin caer en excesivas culpas ni dramatismos. Y cuando éstos aparecen, la mirada siempre es amable, con cierta comicidad en lo excesivo de algunas reacciones.

Por momentos, Celebrity parece que no cuente nada especial y el director se recrea en múltiples personajes que aparecen brevemente, en un mosaico de gente más o menos famosa, de ahí el título, que se va cruzando en el camino de Lee y de Robin. Es un mundo superficial, de postrero, apariencias y excesos; de gente esencialmente egoísta, vacía y superficial dónde Lee y Robin se verán forzados a buscarse la vida con diferente fortuna.

Curiosamente, o quizá no tanto, es Robin la que sale mejor parada de la situación, a pesar de que es ella la que se lleva la amarga sorpresa cuando Lee le pide el divorcio y le confiesa sus infidelidades, quedando gravemente afectada. Sin embargo, como suele suceder, las mujeres suelen ser más sensatas o al menos más realistas a la hora de analizar su vida y en cuanto Robin se centra un poco, encuentra un futuro más estimulante al lado de otro hombre y otro trabajo. Lee, por el contrario, en busca de una quimera que solo existe en su mente, no deja de tomar decisiones erróneas hasta encontrarse completamente solo.

Celebrity cuenta con una hermosa fotografía en blanco y negro, lo que no es una sorpresa en este director, que aporta un toque especial al relato. He de reconocer, sin embargo, que en esta ocasión me pareció un film que no llega al nivel de otras películas de Woody Allen. Toca, cómo no, los temas de siempre: el amor, las relaciones personales, la crisis de identidad, la religión, con una especial incursión en el catolicismo esta vez, pero el guión no alcanza los niveles de excelencia a que Allen nos tiene acostumbrados. Hay algo de inconsistente, como si algunas piezas del puzzle no encajaran del todo bien. Aún así, siempre es un placer sumergirse en el universo tan peculiar de un director con un talento especial.

domingo, 17 de noviembre de 2019

Acordes y desacuerdos



Dirección: Woody Allen.
Guión: Woody Allen.
Música: Varios.
Fotografía: Zhao Fei.
Reparto: Sean Penn, Samantha Morton, Uma Thurman, Anthony LaPaglia, James Urbaniak, Daniel Okrent, Kellie Overbey, Woody Allen.

Años veinte. Emmet Ray (Sean Penn) es un genial guitarrista, el segundo mejor del mundo según los entendidos, pero también es una persona llena de temores y heridas de su infancia y con un miedo patológico a comprometerse con una mujer.

Una vez más, y ya he perdido la cuenta, me tengo que rendir ante Woody Allen. Su cine es verdaderamente especial, tanto que incluso sus películas menos logradas tienen algo que te llega como un directo a la mandíbula. Pero hacía tiempo que un film de este cineasta no me divertía y me conmovía tanto como Acordes y desacordes (1999), otra pieza más para añadir a la sublime colección de joyas de Allen.

De un tiempo a esta parte me parecía que Woody Allen era capaz de hacer cine con casi nada: una pequeña anécdota, una idea sin importancia, un par de personajes curiosos...; historias menores que el director ponía en marcha gracias a su talento y a su magia. Y en Acordes y desacuerdos pasa algo así. La película no es más que el relato de unos años en la vida de un músico de jazz inventado y con una más o menos típica historia de amor y desamor.

Pero, sin embargo, lo que parece un film simple, con ese tono ligero y las gotas del humor fresco características del director, va cobrando vida propia lentamente, ganando peso, intensidad, emoción, sinceridad y ternura. Y el tono amable, que está siempre presente, va dejando paso a algunos momentos realmente intensos, profundos, de una sencillez absoluta y, a la vez, cargados de verdad, de silencios que lo explican todo y también de una amargura genuina y conmovedora. Es el talento de un director y guionista para sacar lo mejor de algo sencillo, corriente, que hemos visto en mil películas. Pero Allen es especial, Allen tiene el don de saber adentrarse en el alma humana con respeto, con sinceridad y con unas generosas dosis de muy buen humor.

Acordes y desacuerdos contiene algunos de los momentos cómicos más logrados de la filmografía de Allen, que es mucho decir. Y lo son porque nacen de manera coherente, casi sin querer, no son forzados, no buscan la comicidad solo porque sí, brotan con una naturalidad muy difícil de conseguir y que en Woody Allen parece un don.

Uno de los momentos más originales de la cinta es la secuencia de la gasolinera, con tres interpretaciones distintas de lo sucedido, cada cual más surrealista que la anterior. Tampoco tiene desperdicio la puesta en práctica de la genial idea de Emmet de aparecer en escena sentado sobre una luna dorada. Sin embargo, hay una escena especialmente maravillosa: la primera vez que Hattie y Emmet se acuestan; es una secuencia que comienza de manera cómica, pero cuando Emmet empieza a tocar la guitarra, como le había prometido a Hattie, se convierte de pronto en un instante mágico, cargado de belleza, sensibilidad y poesía. 

La película es un claro homenaje al jazz que tanto adora el director, clarinetista aficionado desde su juventud. El buen gusto del Woody Allen a la hora de seleccionar las piezas musicales que jalonan la cinta es maravilloso; lo mismo que la forma en que la música se integra con el relato, de manera que no es algo que se perciba como un añadido, más o menos oportuno, sino que es un elemento más de la historia, como los maravillosos decorados o la espectacular fotografía de Zhao Fei, que dota de gran calidez y de una belleza especial al relato.

Pero lo que hace de Acordes y desacuerdos un film especial son sin duda sus personajes, empezando por Emmet Ray, un guitarrista inventado que es todo un personaje. Egoista, presumido, derrochador, alocado, infantil... y, sin embargo, alguien a quién acabamos comprendiendo y compadeciendo, por su triste infancia, por su soledad crónica, por su vivir bajo la sombra de su rival Django Reinhardt, por su miedo a enamorarse, por su fingida independencia, por sus extrañas aficiones (disparar a ratas en un vertedero y sentarse a ver pasar trenes). Todo ello lo convierte en un personaje especial, arrogante pero inseguro, genial e inmaduro, duro pero débil, que nos conmueve y emociona bajo la fantástica interpretación de Sean Penn, uno de los mayores talentos del cine actual.

Pero al lado de Emmet está Hattie, interpretada por una fascinante y sorprendente Samantha Morton, lo que me lleva a destacar otra de las virtudes de Woody Allen: saca lo mejor de cualquier actor que se ponga a sus órdenes, convirtiendo de la noche a la mañana en estrellas a rostros desconocidos que, a veces, no vuelven a brillar nunca más con esa plenitud. Hattie es otro de esos personajes mágicos que sabe inventarse Allen y que parece un pequeño homenaje a las heroínas dulces y frágiles del cine mudo. Porque Hattie no puede hablar, lo que da pie a algunos momentos maravillosos en su relación con Emmet, donde él lo dice todo con palabras y Hattie con su mirada, en unos exquisitos diálogos llenos de ternura y magia, de una originalidad que parece al alcance solo de tipos como Woody Allen, con una sensibilidad especial para el retrato de los seres humanos.

Sin duda alguna Acordes y desacuerdos merece un lugar de honor en la extensa filmografía de uno de los mayores genios del cine cómico de la historia.

Tanto Sean Penn como Samantha Morton fueron candidatos al Oscar como mejores actores por este trabajo, en las dos únicas nominaciones que obtuvo la película.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

Rufufú



Dirección: Mario Monicelli.
Guión: Agenore Incrocci, Furio Scarpelli, Suso Cecchi d'Amico y Mario Monicelli.
Música: Piero Umiliani.
Fotografía: Gianni Di Venanzo (B&W).
Reparto: Vittorio Gassman, Marcello Mastroianni, Renato Salvatori, Totò, Gina Rovere, Carla Gravina, Rossana Rory, Claudia Cardinale, Memmo Carotenuto.

Cosimo (Memmo Carotenuto), un ladrón de poca monta, planea en la cárcel un robo a una oficina del Monte de Piedad. Sin embargo, el primo que tenía que sustituirlo en prisión, Peppe (Vittorio Gassman), encarcelado también, se entera de los detalles del plan de Cosimo y decide perpetrar el golpe él mismo.

Rufufú (1958) se inscribe en el período del cine italiano inmediatamente posterior al neorrealismo, del que conserva múltiples elementos, y constituye uno de los mayores éxitos de la comedia italiana. La película es una parodia muy lograda de los films de atracos, muy en boga a la sombra del éxito de la francesa Rififi (Jules Dassin, 1955).

El guión se centra en un grupo de delincuentes de poca monta que sueña con dar un gran golpe que los saque de la miseria. A pesar de plantear el golpe como algo muy sencillo, en seguida el espectador comprende que esa banda no tiene ni los medios ni la inteligencia suficiente como para sacar con éxito la empresa.

Con un tono claramente paródico, aunque sin renunciar a algunos toques más dramáticos, Monicelli, en su película más famosa, retrata con certeza unos bajos fondos sumidos en la miseria pero sin perder una mirada complaciente y amable y un toque humanista que no se permite caer en lo sensiblero. Rufufú hace un interesante repaso de las costumbres y peculiaridades de la sociedad italiana de la época, apegada a ciertas normas de decoro, honor y respetabilidad a las que, sin embargo, con fina ironía, Monicelli se dedica a ridiculizar y sabotear, como es el caso de la defensa a ultranza de la buena reputación de Carmelina (Claudia Cardinale) por parte de su hermano Michele (Tiberio Murgia), un siciliano estricto de aires mafiosos, pero tan inútil como el resto.

Además, otro de los aciertos de la película es que, a pesar de que eje central de la historia gira en torno a la preparación y ejecución del robo, éste no es en absoluto lo único importante del film, que sabe ahondar también en la vida de los ladrones, con un acertado acercamiento a sus aspiraciones, carencias y necesidades, sin cursilerías pero con absoluto respeto y un fino toque de comedia social.

Con una sobria puesta en escena, un guión muy bien trabajado y, especialmente, unos diálogos afinados e incisivos, Rufufú tiene momentos de gran nivel dentro de un tono general que nos lleva a una sonrisa casi permanente. Algunos detalles de la historia quedarían como referentes posteriores para muchas otras películas que bebieron de sus fuentes.

El reparto es, sin duda, otro de los grandes atractivos de la película. A pesar de tratarse de un film coral, es necesario destacar a Vittorio Gassman como el eje de la historia, muy bien acompañado por Totó, en un papel secundario, Marcello Mastroniani o una jovencita Claudia Cardinale como figuras más conocidas, si bien ninguno de sus colegas desentona en absoluto.

En definitiva, un film muy recomendable donde un guión bien trabajado da pie a una comedia que sigue fresca a pesar del paso de los años.

sábado, 26 de octubre de 2019

Rocky Balboa



Dirección: Sylvester Stallone.
Guión: Sylvester Stallone.
Música: Bill Conti.
Fotografía: J. Clark Mathis.
Reparto: Sylvester Stallone, Burt Young, Antonio Tarver, Geraldine Hughes, Milo Ventimiglia, Tony Burton, James Frances Kelly III.

Rocky, antiguo campeón de los pesos pesados, lleva dieciséis años retirado del boxeo. Ahora regenta un restaurante en la zona sur de Filadelfia, donde rememora antiguos combates ante sus clientes.

Todo comenzó en 1976 con Rocky (John G. Avildsen), historia creada por el propio Stallone y cuyo personaje se ha convertido en la figura emblemática del actor, sin duda por la que será recordado en la historia del cine.

La primera película de la saga, ganadora del Oscar, dio lugar a una serie de films que iban poco a poco degradando el impacto y la calidad del original para convertirse en meras caricaturas un tanto repetitivas. Se llegó nada menos que a Rocky V (John G. Avildsen) en 1990 y ahí pareció que se acaba con la saga. Sin embargo, Sylvester Stallone volvió de nuevo a la carga en 2006 con esta Rocky Balboa.

Hay mucho en Rocky Balboa del espíritu de Rocky y eso es de agradecer. La película es todo un ejercicio nostálgico de Rocky hacia sus inicios, con el hilo conductor del recuerdo de su esposa fallecida, el amor de su vida del que no puede ni quiere desprenderse.

Hay que reconocer que Stallone ahonda sin complejos en ese carácter nostálgico, especialmente en el arranque del film, pero sin abusar de melodramático y sin caer en la trampa de rellenar minutos con secuencias de Rocky. Algunos segundos se cuelan en el discurso, pero mínimos y que además se agradecen.

Y es ese tono melancólico, de recuerdo de los viejos tiempos, de la juventud y el amor perdidos, lo que caracteriza a esta sexta entrega de la serie. Stallone abandona el enfoque puramente deportivo y competitivo de los films anteriores y, aunque asistiremos a la típica pelea final, ésta no es ni mucho menos el eje argumental o la justificación de la historia, sino un elemento más en este ejercicio de revisión de una vida en un momento delicado para Rocky, que visita su viejo barrio para comprobar cómo el paso del tiempo resulta implacable.

El tono general de la película es comedido, como apuntaba, y elegante. Evidentemente es un film un tanto triste, sentimental, pero sin cargar en exceso las tintas. Lo que sí que se nota es cierta superficialidad en todo lo que se cuenta. Stallone nunca consigue ahondar realmente en los problemas del protagonista y todo está tratado con muy poca profundidad. El recuerdo de su gran amor se reduce a las escenas sentimentales en el cementerio; la frustración y rabia que dice sentir Rocky se adivinan más que se explican; los problemas con su hijo se resumen en una breve discusión que, por arte de magia, lo resuelve todo en un segundo; la relación con el hijo de Marie es muy esquemática y simple; el necesario idilio no llega nunca a serlo y la bondad de Balboa parece tan edulcorada que resulta a veces increíble. El personaje de Marie (Geraldine Hughes), la niña a la que Rocky reprende por su comportamiento en la primera película, es sin embargo un original y bonito adorno a la historia.

Además, Rocky Balboa cuenta con unos diálogos bastante convincentes y una dirección que, sin ser espectacular, sí que se nota bien pensada y que aporta algunos planos interesantes. Menos convincente me pareció el recurso al blanco y negro con toques de rojo sangre en la pelea, un adorno innecesario y un tanto artificial.

Pero, a pesar de los defectos, Rocky Balboa funciona aceptablemente bien. Me imagino que tiene mucho que ver el haber visto Rocky siendo casi un niño, con lo que el impacto de aquel personaje y su poso en la memoria hacen que uno aborde esta secuela con cierta benévola predisposición. Además, como ejercicio de recuerdo, conecta claramente con todos aquellos que en algún momento repasamos nuestras vidas y hacemos balance de los proyectos pasados y las realidades presentes. Y, como decía, sin abusar de sentimentalismos ni dramatismos.

Imagino que la experiencia será muy diferente para todos aquellos que no hayan disfrutado de Rocky, por lo que me atrevería a recomendar ver esa primera película, mejor antes de ver esta, pero incluso después tampoco vendría mal, para poder ubicar a Rocky Balboa con más precisión y sentido.

domingo, 13 de octubre de 2019

La herencia del viento



Dirección: Stanley Kramer.
Guión: Harold Jacob Smith y Nedrick Young (Teatro: Jerome Lawrence y Robert E. Lee).
Música: Ernest Gold.
Fotografía: Ernest Laszlo (B&W).
Reparto: Spencer Tracy, Fredric March, Gene Kelly, Dick York, Claude Atkins, Florence Eldridge, Donna Anderson, Noah Berry Jr., Harry Morgan.

En Hillsboro, una pequeña localidad del estado de Tennessee, el profesor de ciencias Bertram Cates (Dirk York) es detenido por enseñar en clase las teorías de la evolución de Darwin, en oposición a las leyes locales que prohibían cualquier otra explicación que no fuera la recogida en la Biblia.

La herencia del viento (1960) es una versión un tanto alterada de un juicio real que tuvo lugar en 1925 contra el profesor John Scopes, en Dayton, en el estado de Tennessee, por enseñar las teorías de Darwin sobre la evolución humana. Se cambiaron las fechas, los nombres y otros detalles para hacer del relato algo más atractivo para la pantalla. Sin embargo, lo importante, que se llegara a juzgar y a culpar a un profesor en el siglo XX porque sus enseñanzas no siguieran los preceptos de la Biblia, sigue siendo el nervio y la justificación de la película.

Como es de imaginar, el film de Stanley Kramer toma partido claramente por la lógica, el desarrollo, la libertad del individuo para pensar libremente y en contra de la intolerancia religiosa, el odio y el miedo. Y la verdad, gracias quizá también a la fotografía en blanco y negro, La herencia del tiempo tiene un aire que la acerca más al cine clásico que al moderno. Un cine que cuidaba las formas y, sobre todo, los diálogos, algo sin duda motivado claramente por su origen teatral. Son unos diálogos ricos, inteligentes y profundos; quizá demasiado densos a veces, pero que otorgan sentido y profundidad a un drama entre dos mundos (el de la fe y el de la ciencia) que no se convierte en mero espectáculo, sino que aporta argumentos, sobre todo del lado de la ciencia, y se toma el problema con la seriedad y el rigor que requiere.

Aunque también es verdad que, al decantarse abiertamente por el lado de la razón, el film es un poco partidista y en el desenlace, o en la figura un tanto excesiva del reverendo Brown (Claude Atkins), se cargan quizá un poco de más las tintas. Es, seguramente, el peaje que hay que pagar por un film que es, ante todo, un producto de entretenimiento. De ahí las licencias con respecto a los hechos reales o que el debate entre la ciencia y la fe no sea quizá todo lo rico que hubiera podido ser. El más claro ejemplo del tributo que se ha de pagar al tratarse de una obra de ficción es la teatral y un tanto exagerada caída en el absurdo y el ridículo del Coronel Matthew Harrison Brady (Fredric March), paladín de los partidarios de la Biblia. Su delirio final es una manera un tanto simplista de compensar la sentencia del juicio dejando claro al espectador la sinrazón de los creacionistas.

Puede que fuera con la intención de dar algo más dinamismo al film, para alejarlo de la versión teatral, pero la dirección de Kramer no terminó de convencerme. El abuso de encuadres algo forzados, con unos primeros planos excesivos desde mi punto de vista, le dan a la película un aire algo forzado, artificial, además de entorpecer a veces el seguimiento de los diálogos, verdadero punto central del film, al desviar nuestra atención hacia lo superficial.

En cuanto al reparto, destacar la figura de Spencer Tracy en uno más de esos papeles en los que tanto brilló. Si bien bastante avejentado ya, Tracy vuelve a ser la imagen perfecta del sentido común, la paciencia, la tolerancia y el amor al prójimo. A su lado, otro ilustre veterano, Fredric March, al que le toca el papel menos grato de ser el defensor de la Biblia como única fuente de la verdad. Cierra el trío un reconvertido Gene Kelly en el papel de un cínico periodista, aportando las notas más ácidas y simpáticas al drama.

Por cierto, el título de la película está tomado de unos versículos de los Proverbios: "Aquel que cree disturbios en su casa heredará el viento..."

sábado, 12 de octubre de 2019

Días de trueno



Dirección: Tony Scott.
Guión: Robert Towne.
Música: Hans Zimmer.
Fotografía: Ward Russell.
Reparto: Tom Cruise, Nicole Kidman, Robert Duvall, Randy Quaid, Cary Elwes, J. C. Quinn, Michael Rooker, Fred Dalton Thompson, Don Simpson.

Cole Trickle (Tom Cruise) es un buen piloto, pero sin experiencia en las carreras de la NASCAR. Sin embargo, es el elegido por Tim Daland (Randy Quaid) para el nuevo equipo que está preparando para intentar ganar el título en Daytona.

La primera impresión que tuve al ver Dias de trueno (1990) es que estaba ante una especie de Rocky  (John G. Avildsen, 1976) del mundo de las carreras de coches. Los paralelismos en cuanto al sueño de ser campeón partiendo de la nada son bastante evidentes. Pero existen también muchas diferencias entre ambas películas, la más notable: Rocky era un film con un gran contenido humano, sencilla pero con la suficiente entidad como para trascender la épica en favor de un mensaje más íntimo que conectaba con el público. Días de trueno, sin embargo, se queda en la superficie de las cosas y jamás llega a parecer más que un producto de diseño para mayor lucimiento de Tom Cruise.

Precisamente, la idea del film se le ocurrió a Cruise, que se convirtió en el productor de la empresa. El joven actor estaba cimentando su carrera en base a encarnar a diferentes personajes que estaban cortados por el mismo patrón. Basta recordar Top Gun (Tony Scott, 1986) o El color del dinero (Martin Scorsese, 1986).

El productor recurrió de nuevo a Tony Scott, que lo había dirigido en la exitosa Top Gun, y Scott demuestra su oficio para este tipo de películas sacando buena nota en la dirección del film, cuyos mejores momentos son, para mí entender, las escenas de las carreras, filmadas con buen pulso. También es cierto que llegan a ser algo repetitivas, pero junto con la fotografía, sin duda son lo mejor de Días de trueno.

Pero en una película de estas características, centrada en buscar la épica y el drama personal del protagonista, además de la plasticidad de las carreras, de poco sirve una esmerada puesta en escena si el argumento descuida lo fundamental: los personajes. Y esto es precisamente lo que se deja bastante de lado en esta ocasión. Cuesta entender las motivaciones y los problemas de los protagonistas porque, básicamente, el guión los dibuja de una manera demasiado simple, sin profundidad. Por ello, sus problemas incluso nos parecen graciosos en algún momento, con lo que el drama personal de sus miedos, sus aspiraciones o sus traumas se queda en algo borroso, sin entidad.

Lo peor es que cuando llegan los momentos álgidos del drama, como serían el accidente en la carrera de Cole o su discusión con Claire (Nicole Kidman), donde esas escenas deberían apretarnos al sillón, las secuencias pasan sin pena ni gloria, como un momento más en el devenir de los acontecimientos. La culpa es de un guión totalmente plano y banal, donde no se ahorra ningún tópico: el piloto arrogante, el genio de la mecánica con un trauma personal, las penurias económicas, los desencuentros del equipo, el rival sin escrúpulos, el enamoramiento y el consecuente desencuentro... todo tan trillado, tan vacío y tan previsible que uno se pregunta cómo es posible caer tan bajo. La respuesta, sin duda, sería que poco importaban determinados detalles, lo que se perseguía era una cinta para el lucimiento del joven Tom Cruise, decidido a convertirse en el nuevo héroe del cine de aventuras y acción, algo que acabó consiguiendo a base de encasillarse en un tipo de papeles muy bien definidos.

Sin ser el mejor trabajo de Tom Cruise, tampoco es de los peores, si bien cuesta comprender a su personaje en muchas ocasiones. Quizá la nota más destacada del reparto sea la presencia de Robert Duvall, que eleva el nivel del reparto por sí solo. Randy Quaid y Nicole Kidman cumplen sin más.

Lo que no se le puede negar a Cruise es su olfato para los negocios, pues la película tuvo muy buenas recaudaciones. Otro detalle, en este film fue donde se conocieron Tom Cruise y Nicole Kidman, ya que el propio actor pidió que ella fuera su pareja aquí, lo que daría lugar al matrimonio de ambos en 1990.

Días de trueno termina siendo un entretenimiento bastante sencillo, sin ninguna profundidad argumental ni demasiados méritos. Da pena comprobar cómo un equipo así saque tan poco partido de los elementos con que contaba.

domingo, 1 de septiembre de 2019

American Gigolo



Dirección: Paul Schrader.
Guión: Paul Schrader.
Música: Giorgio Moroder.
Fotografía: John Bailey.
Reparto: Richard Gere, Lauren Hutton, Hector Elizondo, Bill Duke, Nina Van Pallandt, Brian Davies, Patricia Carr, Macdonald Carey.

Julian Kay (Ricard Gere) es un elegante y atractivo joven que se gana la vida como gigoló. Todo parece irle sobre ruedas, hasta que un día, una mujer con la que había mantenido relaciones sexuales aparece asesinada.

American Gigolo (1980) es un film extraño. Se adivinan las pretensiones de su director, antiguo crítico primero y guionista después (Taxi Driver, Martin Scorsese, 1976), que un día decidió dar el salto también a la dirección. Schrader le da al film un sello peculiar, muy personal, tanto en la puesta en escena como en las transiciones, los temas abordados y el ritmo. Sin embargo, tanto ensayo termina resultando un tanto superficial y la historia resulta aburrida y predecible.

En la línea del cine de los años ochenta del siglo pasado, Schrader parece sentir la necesidad de aportar algo de morbo a un thriller bastante poco original. Para ello, el protagonista se convierte en un gigoló que vende su cuerpo a mujeres maduras para pagarse su elegante tren de vida. La primera parte del film consiste en la presentación de Julian y, más que nada, se centra en mostrarnos la estupenda buena forma de Richard Gere y su elegante vestuario, firmado por Giorgio Armani, al cuál está película le abrió las puertas de Hollywood y contribuyó a consolidar su fama mundial.

La profesión del protagonista le sirve al director para añadir unas gotas de erotismo suavizado, moralista y muy estudiado, absolutamente impostado y artificial. La osadía de algunas situaciones, con un artístico desnudo de Gere, queda enmarcada en un juego muy calculado donde siempre se insinúa más de lo que se da y que me parece tan superficial como mentiroso. Se adivina de lejos el mero interés recaudatorio, algo que se suele conseguir fácilmente con unas gotas de morbo.

Por cierto, Richard Gere no era la primera elección para el papel de Julian. Se había pensado en Christopher Reeve, que resultaba demasiado caro, o John Travolta, que no aceptó el papel, en una de sus múltiples y cuestionables elecciones. Para Gere, por entonces no muy conocido, supuso un buen espaldarazo para su carrera, que despegó en esa década apoyado, por ejemplo, en Oficial y caballero (Taylor Hackford, 1982), otro papel rechazado también por Travolta.

En cuanto al desarrollo de la trama, sobre todo en la segunda parte de la película, ésta resulta demasiado esquemática como para llegar a interesarnos. Tanto el crimen como las investigaciones o la posible implicación de Kay, sobre la que se siembra la duda de manera un tanto pueril, son meros clichés que no alcanzan en ningún momento una entidad suficiente como para lograr implicarnos realmente en el tema. La sucesión de muchas escenas un tanto vacías unidas a una duración a todas luces excesiva de la película hacen que ésta caiga a menudo en momentos de claro bajón, con el aburrimiento y cierto cansancio campando a sus anchas.

Si la trama del asesinato es muy superficial (y no digamos ya el desenlace, de traca), lo mismo sucede con los personajes, apenas esbozados y reducidos a un esquema de lo más sencillo. Para colmo, los diálogos resultan como mínimo confusos, a veces pretenciosos, y ni acercan a los protagonistas al espectador ni ahondan en su problemática. Se quedan en un juego pretencioso no muy eficaz.

Al final, me da la impresión de que Schrader se dejó llevar por un planteamiento donde primaban las apariencias por encima de todo: un protagonista atractivo, ropas de lujo, coches de alta gama, música de moda, decorados suntuosos, erotismo calculado, un ambiente de alta sociedad tan estudiado como artificioso donde los personajes son un elemento más del ambiente chic y refinado, pero sin que cuenten realmente como personas de carne y hueso, sino como clichés de un enorme montaje más próximo a un video clip de más de dos horas. Todo tan medido y calculado como manipulador y vacío de contenido.

miércoles, 7 de agosto de 2019

Mejor... imposible



Dirección: James L. Brooks.
Guión: Mark Andrus y James L. Brooks.
Música: Hans Zimmer.
Fotografía: John Bailey.
Reparto: Jack Nicholson, Helen Hunt, Greg Kinnear, Cuba Gooding Jr., Skeet Ulrich, Shirley Knight, Jesse James, Lawrence Kasdan.

Melvin Udall (Jack Nicholson) es un escritor aquejado de un trastorno obsesivo-compulsivo, además de ser una persona terriblemente desagradable para todo el que se cruza en su camino.

Cuando vi por primera vez Mejor... imposible (1997) me pareció una comedia forzada; todo en ella tenía algo de exageración, empezando por el personaje de Melvin, misántropo, egoísta, maniático y grosero y que, ¡oh sorpresa!, no solo esconde un corazón de oro, sino que termina llevándose a la chica, que casi podría ser su hija. La historia de amor me parecía tan improbable como me lo sigue pareciendo ahora, tras ver de nuevo la película de Brooks.

Sin embargo, he de reconocer que Mejor... imposible tiene algunos puntos interesantes que la elevan un peldaño por encima de las comedias románticas que estamos acostumbrados a soportar.

En primer lugar, el guión está muy bien trabajado. Se nota que Mark Andrus y el propio director no se limitaron a salir del paso con una historia resultona. Los diálogos están cuidados y se adivina el interés por construir un relato con entidad, con unos personajes profundos, con personalidades bien desarrolladas y sin reducirlos a clichés.como suele suceder demasiado a menudo en comedias de este estilo.

Es agradable observar a un homosexual como Simon (Greg Kinnear) que no esté obsesionado todo el rato con el sexo y el ligoteo y que no abuse del mariposeo, tópicos con los que casi siempre se suele presentar a los homosexuales, como riéndose de ellos. Simon no solo merece nuestro respeto como persona, sino que sus problemas nos conmueven, porque son expuestos con franqueza y su dolor por el rechazo de su padre es del todo sincero y podemos ponernos en su piel y comprender lo que sentiríamos si nos pasara a nosotros.

El personaje de Carol (Helen Hunt) está un poco menos conseguido que el de Simon desde mi punto de vista. En concreto, que acabe con Melvin parece más por culpa de su necesidad de ser amada por un hombre, una carencia que queda del todo clara, que por los atractivos de él. ¿Cómo explicar que Carol se pueda enamorar de un tipo borde, insufrible y egoista y que, además, es mucho mayor que ella? La explicación que se da en el film (La primera vez que te vi me pareciste atractivo) me parece a todas luces cogida con alfileres.

Lo que está fuera de cualquier duda es que Helen Hunt, con un trabajo excepcional, sabe dotar a su personaje de una dimensión que traspasa la pantalla. El gran acierto, sin duda de Mejor... imposible es haber podido contar con ella y con Greg Kinnear en el reparto. Bueno, y para muchos también con Jack Nicholson. Es evidente que es un gran actor, ha dejado muestras de ello a lo largo de carrera. Sin embargo, con él me sucede que tiene una personalidad tan marcada que sus trabajos, por lo general, me parece como si se repitieran siempre, sea cual sea su personaje. No digo que su interpretación no resulte convincente, pero no deja de ser la misma a la que nos tiene acostumbrados.

Otro punto a favor de Mejor... imposible es que no intenta ser graciosa a toda costa. Es una comedia, sí, pero el peso decisivo en la historia proviene del drama que está presente a lo largo de todo el metraje. Bien mirada, es más una historia dolorosa sobre las dificultades de la vida y las relaciones humanas, llenas de dolor, incomprensión, crueldad o soledad, que un film divertido. Lo de comedia le viene por el tono ligero con que se describen los dramas, sin cebarse en el dolor que retrata y, en especial, en el mensaje positivo que refleja, con ese final un tanto improbable donde los tres protagonistas ven como se van solucionando sus problemas y, de manera casi mágica, encuentran en sus dificultades una salida gratificante que compensa los malos momentos vividos.

Sin embargo, el hecho de forzar las cosas para que todo termine bien, con la increíble transformación de Melvin en una persona casi normal que ayuda a sus vecinos, vuelve a poner el foco en lo censurable de una historia demasiado manipulada con los típicos propósitos moralistas y bienintencionados del Hollywood más comercial.

Así todo, con sus defectos, excesos e improbabilidades de la historia, he de reconocer que Mejor... imposible, aceptando que el guión termina pareciéndose más a un cuento optimista que a un retrato veraz de la realidad, es una película de la que se pueden sacar muchas más cosas de lo que creía en un principio.

Jack Nicholson y Helen Hunt recibieron el premio del Oscar como mejores actores principales por sus trabajos.

jueves, 1 de agosto de 2019

French Connection II



Dirección: John Frankenheimer.
Guión: Robert Dillon, Laurie Dillon y Alexander Jacobs.
Música: Don Ellis.
Fotografía: Claude Renoir.
Reparto: Gene Hackman, Fernando Rey, Bernard Fresson, Jean-Pierre Castaldi, Charles Millot, Cathleen Nesbitt, Ed Lauter.

"Popeye" Doyle (Gene Hackman) viaja hasta Marsella con el fin de atrapar a Alain Charnier (Fernando Rey), narcotraficante que había logrado escapársele durante su estancia en Nueva York.

Tras el éxito de The French Connection (William Friedkin, 1971), premiada nada menos que con cinco Oscars, John Frankenheimer se ocupó cuatro años después en darle continuidad y desenlace al final abierto de la primera entrega. Sin embargo, pasada la sorpresa que supuso la originalidad del film de Friedkin, Frankeheimer no logra llevar a buen puerto esta secuela.

El principal problema de The French Connection II es sin duda el guión, que intenta seguir los pasos del primero pero no logra mantener el nivel. Es más, la historia carece de verdadero nervio, se alargan las secuencias ante lo que parece el único recurso para darle cierta intensidad al relato. Incluso, algunas situaciones llegan a parecer esperpénticas, con lo que cuesta tomarse realmente en serio las aventuras francesas de Doyle, reducido a un comportamiento grosero y estúpido que, lejos de ahondar en el lado oscuro del policía, parece reducirlo a un estereotipo sin mucho sentido.

Una vez descompuesta la imagen del protagonista, todo lo demás parece perder coherencia: desde la captura de Doyle por Charnier hasta la larga tortura del mismo y su un tanto incomprensible liberación. Da la impresión que, a falta realmente de una buena idea para explotar la primera entrega, la historia se limita a una desganada puesta en escena de tópicos, como el enfrentamiento inicial de los dos policías, americano y francés, y a estirar hasta el agotamiento las escasas escenas de acción. El resultado es un film con un metraje a todas luces excesivo para lo que tiene que contarnos y que por momentos se hace muy cuesta arriba de seguir.

Incluso el buen trabajo de Gene Hackman en la película de 1971 se ve aquí seriamente lastrado por un guión que roza lo absurdo en cuanto al dibujo de su personaje. Si en The French Connection "Popeye" era un policía rudo, aquí es un maleducado sin mucho cerebro y casi nos alegramos de lo que llega a sucederle, lo que no deja de ser un despropósito.

Es lógico que en la España de la época, un tanto aislada del mundo por la dictadura, la exportación de un actor como Fernando Rey levantara alabanzas varias. Sin embargo, siento admitir que su trabajo, sin ser malo, tampoco me parece nada del otro mundo. Aporta su elegancia natural al señor Charnier y poco más.

Sigue el enfoque realista de la primera, con una imagen de Marsella y sus bajos fondos realmente lograda, que le confiere al film, como sucedía con la primera película, un aire de bastante verosimilitud, cercano al documental. Puede que este sea el único aspecto en que The French Connection II mantiene el tipo frente a su predecesora.

lunes, 29 de julio de 2019

The French Connection: Contra el imperio de la droga



Dirección: William Friedkin.
Guión: Ernest Tidyman (Novela: Robin Moore).
Música: Don Ellis.
Fotografía: Owen Roizman.
Reparto: Gene Hackman, Fernando Rey, Roy Scheider, Tony Lo Bianco, Marcel Bozzuffi, Fréderic de Pasquale, Bill Hickman, Ann Rebbot, Harold Gary.

Dos policías de narcóticos de Nueva York empiezan a vigilar a un individuo que gasta importantes sumas de dinero para el modesto negocio que regenta. Ello les pone sobre la pista de la llegada de una importante cantidad de droga procedente de Francia.

The French Connection (1971) es una referencia del cine policíaco de los años setenta del siglo pasado, a la misma altura que, por ejemplo, Harry el sucio (Don Siegel), curiosamente estrenada también ese mismo año.

Son dos buenos ejemplos de la renovación del género en aquellos años, dejando atrás planteamientos más clásicos y predecibles y apostando por un tratamiento mucho más cercano, próximo casi al documental, y donde la línea, antes nítida, entre lo bueno y lo malo se difumina notablemente.

A nivel estético, el cambio resulta evidente. Friedkin le da un toque de realismo evidente a toda la producción, tanto en lo referente a la fotografía como en la elección de los escenarios. Destaca especialmente la visión decadente y sucia de la ciudad de Nueva York, un marco muy apropiado para las andanzas de Jimmy "Popeye" Doyle (Gene Hackman) y su compañero Russo (Roy Scheider), que no son dos policías atractivos e infalibles, sino tipos de la calle, rudos y, a veces, sin demasiados escrúpulos. Al igual que Harry Callahan, Popeye tiene también un lado oscuro y se obsesiona tanto con atrapar al mafioso Alain Charnier (Fernando Rey) que hasta le importa un bledo cargarse a un compañero por error. Es, como vemos, una visión diferente de la realidad, donde los buenos no lo son tanto y las películas ya no pretenden ser un referente moral, sino mostrar un mundo mucho más real, donde nada es blanco o negro del todo, sino lleno de matices, a veces turbadores.

Y esta renovación se percibe también en el guión, donde no se entra en explicaciones, sino que se limita a mostrar hechos, casi como si la cámara atrapara un trozo de realidad, sin un comienzo claro ni un final tampoco definitivo. Y es que la vida es así, un continuo devenir. Friedkin no quiere contarnos una historia delimitada, sino una sucesión de acontecimientos a los que iremos dando una explicación según vayamos siendo participes de ellos.

Algunas de las curiosidades de The French Connection tienen que ver con el reparto. Por ejemplo, Gene Hackman no era la primera elección para el papel protagonista. Pero por diversas negativas (Steve McQueen, Robert Mitchum o Lee Marvin) o el elevado salario de otras opciones (Paul Newman), al final la elección recayó en Hackman que, gracias a un magnífico trabajo, premiado con el Oscar, vio al fin cómo despegaba su carrera, donde demostraría su enorme talento.

Fernando Rey tampoco era el acto pretendido por William Friedkin, que quería a Francisco Rabal. Un error del encargado del casting hizo que finalmente fuera Rey el malo de la película.

Quizá lo más reseñable, o al menos uno de los momentos por lo que es famosa The French Connection, es la magnífica persecución en coche de Doyle tras el metro. Una escena brillante que demuestra cómo es posible lograr resultado impecables sin efectos especiales. Sin duda, el mejor trabajo del director.

La película recibió nada menos que ocho nominaciones a los Oscars, haciéndose finalmente con cinco estatuillas: mejor película, mejor director, mejor actor principal (Gene Hackman), mejor guión adaptado y mejor montaje.

viernes, 26 de julio de 2019

El francotirador



Dirección: Clint Eastwood.
Guión: Jason Hall (Libro: Chris Kyle, Scott McEwen y Jim DeFelice).
Música: Clint Eastwood.
Fotografía: Tom Stern.
Reparto: Bradley Cooper, Sienna Miller, Luke Grimes, Jake McDorman, Kyle Gallner, Keir O'Donnell, Eric Close, Sam Jeager.

Chris Kyle (Bradley Cooper) ha tenido desde niño una gran puntería disparando un rifle. Ya de adulto, alistado en los Seal, se servirá de esa habilidad especial para proteger a sus compañeros en Irak durante la guerra contra los terroristas islámicos.

El francotirador (2014) es un film sobre la vida de Chris Kyle basado libremente en su propio libro. Kyle, apodado entre sus compañeros "La leyenda" por su maestría como francotirador, ostenta el récord de muertes como francotirador del ejército norteamericano. Y yo pienso que precisamente el tratarse de una biografía es lo que finalmente entorpece el relato de Clint Eastwood.

Vuelve Clint Eastwood a un tema que parece que le interesa especialmente: el relato bélico, presente en muchos títulos de su carrera, lo que puede llevar a algunos a pensar en cierta vena militarista y un patriotismo excesivo por parte del director. Es evidente, en especial en las secuencias finales con los títulos de crédito, ese sentimiento de amor patrio de Eastwood que puede resultar algo confuso y un tanto sesgado, pues solo se muestra el discurso desde un único punto de vista, el norteamericano.

He comprobado en varias ocasiones que los films basados en hechos reales suelen pecar de demasiado lineales, ambiciosos y poco eficaces. No sé si es por culpa de la necesidad de fidelidad, por estar condicionados por unos sucesos muy concretos, pero en general no suelen funcionar todo lo bien que lo hacen las historias de ficción, con más libertad para el director y guionista a la hora de construir el relato.

Con El francotirador tengo la impresión de que Clint Eastwood termina siendo esclavo del material que tiene entre manos. Está claro que el director quiere hacer una historia que se ajuste a la realidad y el resultado es un film plano, sin profundidad, ni a la hora de abordar el personaje ni a la hora de enfocar sus relaciones familiares. Da la impresión de que Eastwood se queda en la superficie de la historia, narrando linealmente la vida del protagonista, sus misiones militares y su difícil encaje en la vida civil durante sus permisos. Pero el director no logra crear emoción, no consigue interesarnos por el personaje principal, que carece de la hondura necesaria para que podamos comprenderlo correctamente y participar de sus traumas, de sus miedos y de sus fantasmas. Todo ello se queda en el boceto más básico, lo que sorprende de un director como Clint Eastwood, con su trayectoria y su demostrada capacidad para ahondar en el alma humana.

Y no solo eso, sino que el relato en sí resulta demasiado repetitivo, con la alternancia sin más de las fases de combate y los regresos al hogar narradas sin demasiada imaginación, lo que hace que la historia parezca girar sobre su eje sin demasiado que contar, convirtiéndose en un relato casi mecánico, encasillado.

Donde sí que Eastwood demuestra con creces su reconocido oficio es a la hora de filmar las secuencias de guerra, donde logra crear y mantener la tensión con muy pocos elementos y donde demuestra que tiene muchos más recursos, y más efectivos, que el socorrido uso de la cámara nerviosa que, muchas veces, no hace sino crear confusión y que parece más propio de directores de segunda fila. Es en esta parte del film donde el relato gana enteros, pero ello es insuficiente para compensar la frialdad y simplicidad del resto de la historia, tratada con un superficialidad incomprensible.

Y eso que Bradley Cooper se esfuerza en dotar a su personaje de profundidad, con una interpretación contenida pero muy acertada. El problema es que el guión no le ayuda demasiado y solamente comprendemos qué le atormenta en el último momento, cuando ya es demasiado tarde, además de parecer, como el resto del relato, un poco simplista, lo mismo que su rehabilitación.

En definitiva, no por tratarse de un film de Clint Eastwood, que ha demostrado su maestría en numerosas ocasiones, hemos de pasar por alto las notables deficiencias de El francotirador. Creo a que este director se le puede pedir más. Aún así, se nota la profesionalidad de Eastwood y nivel como  director, lástima que se olvidara de dotar de más contenido a la historia.

El francotirador recibió seis nominaciones a los Oscars, aunque al final solo logró ganar el de mejor edición de sonido.

domingo, 7 de julio de 2019

Como casarse con un millonario



Dirección: Jean Negulesco.
Guión: Nunnally Johnson.
Música: Alfred Newman.
Fotografía: Joseph MacDonald.
Reparto: Marilyn Monroe, Betty Grable, Lauren Bacall, William Powell, Rory Calhoun, David Wayne, Fred Clark, Cameron Mitchell.

Tres amigas modelos deciden poner en marcha un plan para encontrar tres millonarios con los que casarse, para lo que alquilan un lujoso apartamento en la zona más rica de Nueva York.

Como casarse con un millonario (1953) es, hoy en día, una película más reseñable por pequeños detalles curiosos y aportaciones históricas al cine que por su verdadero valor como comedia.

Por ejemplo, fue el primer film rodado en Cinemascope, si bien la primera que pudieron ver los espectadores fue La túnica sagrada (Henry Koster, 1953), estrenada antes. Y la verdad, el uso de este sistema novedoso no ayuda demasiado a la película, donde se abusa de planos medios y generales, lo que le otorga a la cinta un aire demasiado teatral y rígido.

Otra curiosidad: la película arranca y termina con un número musical de Alfred Newman que sirvió para promocionar el sonido estéreo.

A nivel argumental, Como casarse como un millonario resulta en la actualidad una especie de fósil sobre una sociedad arcaica y machista. La intención de las tres protagonistas de resolver su futuro con un buen matrimonio resulta del todo sorprendente en el siglo XXI. Sin embargo, no hace mucho tiempo los roles sociales invitaban a una concepción de la mujer y el matrimonio muy parecidas a lo que se muestra en la película, e incluso hoy en día se encontrarían sociedades y países donde aún no se ha desterrado del todo ese concepto.

Lo bueno del argumento es que no disimula sus prejuicios, lo que se puede interpretar en realidad como una sincera denuncia de esa manera de pensar, pues adivino que a la mayoría de los espectadores actuales, y tal vez a muchos de la época en la que se rodó, les parecerá ridículo el plan de las protagonistas. El mismo enfoque de comedia vendría a redundar en esta idea.

Además, dada la moralidad imperante en Hollywood, es fácil adivinar por dónde van a ir los tiros realmente y, en efecto, las protagonistas acabarán sucumbiendo al verdadero amor, por encima de sus absurdas aspiraciones, lo que no deja de ser reconfortante y una confirmación de que el materialismo nada puede frente a los verdaderos sentimientos.

Lo que resulta evidente es la pobreza general del guión, lleno de simplificaciones e incongruencias y donde, en general, la comicidad brilla por su ausencia. Solamente en un par de momentos se puede apreciar cierta inspiración, pero es muy cosa cosa para sostener la película, cuya única intención parece ser la de recrearse en la decoración, el vestuario de las protagonistas y cierto glamour en la fotografía.

A nivel de reparto, sorprende ver a Lauren Bacall en este tipo de comedias, acostumbrados como estábamos a papeles mucho más definidos en cuanto a personalidad y fuerza. Pero la que destaca por su belleza y su talento para la comedia es sin duda Marilyn Monroe, en la cima de su belleza. Completa el trío la famosa pin-up Betty Grable, cuya fotografía en bañador era la número uno entre los soldados norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial.

Como casarse con un millonario se nos queda, a día de hoy, en un extraño ejemplo de un concepto un tanto rancio de comedia sofisticada, pretenciosa pero sin demasiada gracia. Es una especie de dinosaurio para degustar más como aproximación histórica que otra cosa.

Cuando Harry encontró a Sally



Dirección: Rob Reiner.
Guión: Nora Ephron.
Música: Marc Shaiman.
Fotografía: Barry Sonnenfeld.
Reparto: Billy Crystal, Meg Ryan, Carrie Fisher, Bruno Kirby, Steven Ford, Lisa Jane Persky.

Harry Burns (Billy Crystal) y Sally Albright (Meg Ryan) se conocen con veinte años, durante un viaje en coche de Chicago a Nueva York en el que no se caen demasiado bien. Años más tarde, sus caminos se irán cruzando por azar y terminan siendo buenos amigos.

Cuando Harry encontró a Sally (1989) es sin duda un título célebre dentro de las comedias románticas, un film que marcó un hito en su día y que, en muchos aspectos, sigue siendo un modelo a seguir de cómo se pueden y se deben afrontar este tipo de comedias, a menudo caídas en la vulgaridad.

El mérito de la película fue, sin duda, la naturalidad con la que afrontaba el tan socorrido tema de las relaciones amorosas, con las diferencias, a veces abismales, de la concepción del amor entre hombres y mujeres y el desgaste de la convivencia en la relación de pareja.

El núcleo central de la historia se centra en la amistad entre los protagonistas, intentando dejar a un lado el lío amoroso. Así consiguen una total complicidad y camaradería, sin los malos entendidos ni las exigencias que suelen empezar a aparecer cuando surge el amor. Harry y Sally se apoyan y se compenetran mejor que cualquier pareja, lo que parece reforzar la idea de que el amor, y el sexo, están de más en su caso. Pero la película había comenzado con la afirmación de Harry de que una amistad entre un hombre y una mujer es imposible, y más si existe una atracción entre ambos. Y Harry se siente atraído por Sally. Así que, finalmente, tienen una relación sexual, de una sola noche, que tirará por tierra esa buena amistad, pues los sentimientos personales empiezan a provocar exigencias que parece que no saben o no pueden asumir.

Hasta aquí el meollo argumental de Cuando Harry encontró a Sally. No es que sea nada especialmente novedoso, pero sí que lo fue la manera en que Rob Reiner afrontó su exposición. La comedia se apoya fundamentalmente en los diálogos, algunos banales pero otros bastante bien llevados. En algunos momentos, la película nos puede recordar vagamente el estilo de las comedias de Woody Allen, aunque salvando las distancias, evidentemente.

Lo que funciona en este caso es que no se intenta ridiculizar el tema de las relaciones de pareja, a pesar del tono de comedia de la película, sino que se exponen las situaciones y compromisos con bastante sentido común, sin llegar a extremos caricaturescos. Sin embargo, a pesar de los indudables aciertos de la cinta, encuentro que tiene bastantes defectos.

Por un lado, gran parte de las situaciones parecen como pequeños cuadros independientes; me refiero a que me pareció que la historia carecía de una verdadera unión entre las diferentes secuencias, que se quedan como cuadros independientes. Es decir, me faltó un mejor desarrollo de la vida de Harry y Sally. Por momentos, el argumento se dedica a unirlos pasados unos años, tener su conversación que incide de nuevo en lo que los separa, y pasar a la siguiente secuencia. Algo además que queda demasiado evidente por el intercalado de las confesiones de las parejas ancianas que cuentan su historia. Todo ello hace que los personajes no estén plenamente desarrollados, desde mi punto de vista, quedando demasiadas veces reducidos a lo más básico y un tanto estereotipado. Solamente en el tramo final, cuando la amistad de los protagonistas se consolida, tenemos la continuidad de la relación que, además, consigue por fin ganar entereza y una dimensión más real.

Por otra parte, no terminó de convencerme Billy Crystal como pareja de Meg Ryan. Mientras ella me pareció llena de dinamismo, de vida, de frescura, él tenía siempre la misma cara de poker, inexpresivo. Crystal alcanzó la cima de su popularidad en esos años, pero viendo la cinta se explica que su carrera fuera bastante limitada.

La película cobró más popularidad de la que seguramente tendría gracias a la famosa escena del orgasmo fingido donde, además de lo ocurrente e insinuante del momento, Meg Ryan demostró todo el talento que atesoraba, más allá del rostro bonito.

Es curioso que la idea inicial fuera que los protagonistas no iban a terminar juntos, algo que parece un tanto absurdo y que, además, nos hubiera privado de la declaración de Harry en la fiesta de fin de año que me parece uno de los momentos más logrados de la película, con un discurso lleno de aciertos. Finalmente, Rob Reiner decidió cambiar el final previsto por el actual.

Vista con cierta perspectiva, Cuando Harry encontró a Sally me parece una comedia sincera, sencilla y honrada que afronta con respeto y algunas frases memorables las relaciones de pareja. Desde este punto de vista es evidente que tiene argumentos de peso frente a comedias mucho más banales. Quedémonos con eso.

martes, 11 de junio de 2019

Manhattan nocturno



Dirección: Brian DeCubellis.
Guión: Brian DeCubellis (Novela: Colin Harrison).
Música: Joel Douek.
Fotografía: David Tumblety.
Reparto: Adrien Brody, Yvonne Strahovski, Jennifer Beals, Steven Berkoff, Linda Lavin, Campbell Scott, Kevin Breznahan, Thomas Bair.

Porter Wren (Adrien Brody) escribe una columna sobre tragedias humanas en un periódico local. No está especialmente satisfecho con su trabajo, a pesar de haberle proporcionado cierta notoriedad al resolver la desaparición de una niña hace un tiempo. Un día, conoce a Caroline (Yvonne Strahovski), una atractiva mujer que le pide ayuda para esclarecer la muerte de su marido. A partir de ahí, su vida no volverá a ser la misma.

Debut interesante de Brian DeCubellis en la dirección, aportando también el guión, en un ejercicio meritorio que recupera el cine negro en unos tiempos poco dados a esta temática. Solamente por ello, Manhattan nocturno (2016) merece nuestra consideración.

La película recupera los elementos clásicos del cine negro con un respeto absoluto a las claves más reconocibles del género, como la presencia de un protagonista que, pese a las apariencias y su celebridad puntual, es un perdedor más lleno de sombras que de esperanza.

Porter Wren es un periodista resignado con su suerte y con su vida; un buen tipo, sensible y honesto, por lo que tener que lidiar a diario con las miserias y el dolor de sus semejantes le produce un enorme desgaste interior. Es un buen padre y un esposo complaciente. Pero ha llegado a un punto en que su existencia se parece demasiado a una vía muerta. Por eso, cuando una impresionante mujer se presenta en su vida, no duda en aceptar el viaje, aunque sea a los infiernos, en busca de algo que valga la pena. Y esa mujer, Caroline, no deja de ser la consabida mujer fatal clásica del género, con la amenaza de un poder manifiesto sobre sus víctimas, a las que controla con la pasmosa facultad de una belleza alarmante.

Siguiendo las normas del cine negro, todos los personajes son, en el fondo, unos perdedores, empezando por Wren, naturalmente. En este caso, un perdedor consciente de ello, buscador de su propia perdición y, por ello, quizá no tan fracasado al fin y al cabo, pues su viaje a los infiernos es premeditado y, tal vez, en ciertos aspectos, mereciera la pena. Y perdedor también es su jefe, el millonario Hobbs (Steven Berkoff), que carga con un secreto que ha arruinado su vida sin remedio; ni todo el oro del mundo llegaría para resarcirlo de su desgracia. Incluso la hermosa Caroline, detrás de su poderoso atractivo, no deja de ser víctima de su propia belleza: una especie de maldición que la ha perseguido desde niña.

Quizá lo que no consigue del todo DeCubellis es crear una atmósfera adecuada a la historia, un envoltorio más personal, más sugerente. Lo intenta con la voz en off del protagonista, un recurso clásico también y que funciona correctamente. Insiste el director con una cuidadosa banda sonora, muy adecuada, es cierto, al tono del relato. Pero falta quizá ese toque especial que tenían los clásicos en blanco y negro o quizá falla la química entre Adrien Brody e Yvonne Strahovski. Brody realiza un trabajo sin tacha y su rostro de mirada triste casa perfectamente con lo que uno se imagina de un hombre resignado con su suerte, resignado a su monotonía diaria. Pero cuesta, precisamente por ello, concebir a ese personaje sucumbiendo a la pasión y el propio rostro de Brody parece desmentir que sienta un volcán en su interior ante la proximidad de Caroline.

En cuanto al argumento, logra su objetivo de mantener el interés por una historia plagada de sombras y amenazas, pero también tiene un punto de improbabilidad bastante grande que hace que nos planteemos seriamente su verosimilitud. Hay demasiados elementos extraños que, a la larga, restan credibilidad al relato. Puede que compense el misterio, que nos impide despegarnos de la historia, pero hubiera agradecido un guión más sólido que no nos dejara con cierta impresión a malabarismo improbable.

DeCubellis, para su primer trabajo como director, muestra maneras y buen gusto en el manejo de la cámara. Su trabajo es sobrio, pero eficaz. No busca protagonismo, lo cuál se agradece, pero sabe moverse con soltura y elegancia.

En consecuencia, pese a las lagunas, Manhattan nocturno me parece un film más que interesante, una vuelta a un género maravilloso que, ojalá, impulse su renacer con fuerza.

lunes, 20 de mayo de 2019

Orgullo y prejuicio



Dirección: Joe Wright.
Guión: Deborah Moggach (Novela: Jane Austen).
Música: Dario Marianelli.
Fotografía: Roman Osin.
Reparto: Keira Knightley, Matthew Macfadyen, Brenda Blethyn, Donald Sutherland, Judi Dench, Rosamund Pike, Jena Malone, Tom Hollander, Penelope Wilton.

El señor y la señora Bennet han tenido cinco hijas. La única obsesión de su madre (Brenda Blethyn) es casarlas convenientemente y las jóvenes parecen compartir ese deseo, menos Lizzy (Keira Knightley) cuyo fuerte carácter parece dictarle otras prioridades.

Normalmente siento cierta preocupación ante los films de época. El principal problema es que siempre me resulta más complicado ponerme en situación ante la distancia temporal con el presente, que facilita siempre una mayor identificación con la problemática planteada. Esta circunstancia, además, se hace más notoria con las adaptaciones de novelas inglesas como la presente, muy marcadas por las costumbres y usos de una sociedad, la inglesa, muy encorsetada, lo que puede llevar a un amaneramiento artificioso que condicione excesivamente el desarrollo del drama.

Sin embargo, una de las primeras y más agradables sorpresas de Orgullo y prejuicio (1995) es que esa fidelidad a las costumbres y usos de la Inglaterra de finales del XVIII y comienzos del XIX no solo no resta interés alguno a la historia, sino que añade un elemento que, en esta ocasión, ayuda y adorna perfectamente los romances que se suceden en la película; aportando también una muy interesante visión de las costumbres, usos y maneras de pensar de aquella época.

Orgullo y prejuicio parte con la ventaja adaptar una gran novela, inteligente e incisiva, que ahonda en la naturaleza humana y en un retrato de una sociedad muy rígida donde el bienestar se basaba, básicamente, en conseguir una posición económica confortable y donde ser mujer condicionaba una dependencia casi total al hombre: primero en la figura del padre y luego del marido. La idea de amor romántico y de un matrimonio basado en él cedían su lugar a intereses más materiales y, como sucede con la mejor amiga de Lizzy, no siempre se pueden juzgar con demasiada severidad. Es importante comprender las circunstancias de aquella sociedad para no malinterpretar la historia.

El centro de la misma es la complicada relación entre Lizzy y el joven Darcy (Matthew Macfadyen), atraídos por una fuerza que ni ellos mismos controlan, a pesar de cierto rechazo inicial motivado por diversos errores a la hora de juzgarse mutuamente. Aderezado con las peripecias de sus otras hermanas, la historia de esa atracción inevitable resulta casi apasionante sino fuera por algunos pequeños detalles. En primer lugar, la elección de Matthew Macfayden, un actor correcto pero sin carisma ni encanto. Su pasividad y su rostro inexpresivo restan pasión y fuerza al núcleo del relato. Mientras Keira Knightley rebosa naturalidad, frescura y encanto, cuesta entender que se llegue a enamorar de un hombre con tan poca vida. Tampoco me llegó a convencer del todo la precipitación de algunos diálogos entre Lizzy y Darcy, que merecían más reposo y una mejor exposición, pues son la base para entender los equívocos que los distancian en un principio. Este detalle de las conversaciones se extiende en general a toda la película. Es un intento por dar dinamismo y espontaneidad al relato, pero en ocasiones resultan confusos y atropellados. No es un detalle trascendental, pero ahí está. Con todo ello, el romance entre Lizzy y Darcy, parte crucial de la historia, me pareció algo apagado, sin el nervio que hubiera dado mayor entidad al relato.

Otro punto delicado son los detalles cómicos que jalonan la historia, en especial con el personaje de la señora Bennet, una histérica e inconveniente mujer, gritona e inoportuna. Aunque encajan con naturalidad en el relato y no llegan a caer en lo caricaturesco, es cierto que a veces cuesta entender que la señora no comprenda lo ridículo de su comportamiento.

Siempre resulta complicado adaptar un libro al cine y más cuando éste es tan denso como en este caso. Sin embargo, y a pesar de que somos conscientes de que muchos personajes y situaciones merecían un tratamiento más extenso, creo que el trabajo de la guionista es admirable, pues sabe trasmitir la esencia del relato sin caer en banalidades y sin descuidar lo principal del mismo, con cierta atención necesaria a pequeñas historias paralelas que enriquecen la trama principal y nos ayudan a comprender y conocer la época en que transcurre el relato.

Joe Wright aporta una dirección austera, elegante, algo confusa a veces pero también con algunos planos delicados que denotan el cuidado y buen gusto en la presentación del relato.

Orgullo y prejuicio, a pesar de no ser un film del todo redondo, resulta finalmente una buena película, muy cuidada en los detalles y donde se percibe el esfuerzo en hacer una adaptación digna de la novela, lo que le mereció recibir cuatro nominaciones a los Oscars (actriz principal, dirección artística, banda sonora original y vestuario).

martes, 7 de mayo de 2019

La dama de Shanghai



Dirección: Orson Welles.
Guión: Orson Welles (Novela: Sherwood King).
Música: Heinz Roemheld.
Fotografía: Charles Lawton Jr.
Reparto: Orson Welles, Rita Hayworth, Everett Sloane, Glenn Anders, Ted de Corsia, Erskine Sanford, Gus Schilling.

Michael O'Hara (Orson Welles), un marinero sin trabajo, conoce a Elsa (Rita Hayworth), una hermosa mujer, una noche en Central Park, a la que ayuda cuando es atacada por unos ladrones. Elsa, casada con un rico abogado (Everett Sloane), le ofrecerá trabajo en su yate.

Si hay un genio incomprendido en Hollywood ese es, sin duda, Orson Welles. Aunque, bien mirado, puede que fuera Welles el que no entendiera a Hollywood. Y es que el director eran tan excesivo, tan personal, tan ambicioso que no podía ver las limitaciones y esclavitudes de la industria del cine, donde entró como un verdadero tornado.

La dama de Shanghai (1947) pertenece a la etapa en que Welles aún estaba bien visto en Hollywood, aunque sus grandes proyectos sufrieran los ajustes de ejecutivos más pragmáticos que amantes del arte. Y este film no escapó a sus recortes, pasando de unas dos horas y media de metraje a los ochenta y siete minutos que finalmente dura. Y ello sin duda explica algunas carencias del guión que, siendo importantes, no logran empañar del todo el misterioso y algo hipnótico relato de Orson Welles.

Aunque sí que esos recortes podrían haber afectado al retrato de los protagonistas, que no siempre adquiere la profundidad y los matices necesarios. En realidad, toda la historia resulta quizá demasiado básica y con algunas carencias que, tal vez, no existían en la versión concebida por el director.

Ya desde el inicio, con la sugerente voz en off que nos va contando la desgraciada historia de Michael O'Hara, nos sentimos atrapados en un relato cargado de intriga, de personajes extraños, presos de un destino que parece que no saben eludir, cargados de odio, de locura y de miseria. Es un ambiente opresor, enrarecido, pero con algo que nos impide huir, como le sucede al protagonista, harto de sus patronos ricos, borrachos y maliciosos pero incapaz de resistirse al poder de la belleza de Elsa, que lo ha atrapado desde el mismo instante en que la vio por primera vez.

Orson Welles tenía una concepción muy peculiar del arte, donde no debía ocultarse lo artificial del medio. Un estilo barroco que fue su seña de identidad ya desde Ciudadano Kane (1941), lo que explica las audacias técnicas que hicieron de esa película un hito en la historia del cine. En La dama de Shanghai, Welles sigue fiel a esa manera de entender la puesta en escena y que tan bien funciona en esta historia de cine negro. Planos forzados, primeros planos extremos, ángulos de la cámara nada convencionales y una fotografía en blanco y negro que refuerza el ambiente extraño del relato.

Uno de los aspectos más remarcables de La dama de Shanghai son sus prodigiosos diálogos: secos, directos, cargados a veces de ternura pero, especialmente, de veneno; como un juego de dardos lanzados sin piedad y con pasión, condensan la historia de manera certera.

En cuanto al reparto, Orson Welles vuelve a confiar en sus compañeros del mundo del teatro, donde el director había dado salida a su temprana vocación de actor, director y guionista, como era habitual en él, y confía el papel de esposo de Elsa a Everett Sloane, un actor interesante que dota a su personaje de un extraño aire de maldad dentro de un cuerpo que invita a la compasión, pero que esconde a un ser astuto y vengativo. El papel principal se lo reserva el propio Orson Welles para sí mismo y, aunque siempre me pareció un actor excelente, en esta ocasión me parece algo menos expresivo de lo que me hubiera gustado.

Y tenemos, cómo no, a Rita Hayworth en la piel de la mujer fatal del film. Era entonces la esposa de Orson Welles, aunque su matrimonio estaba en una profunda crisis, de la que no se sobrepondría, a pesar de que la actriz aceptó el papel en un intento de salvar el matrimonio. Pero Orson Welles parecía tener otras intenciones y, por ejemplo, el cambio radical de apariencia de Rita, sin su poderosa melena y teñida de rubia, se dice que fue una especie de venganza del director para cambiar y, en cierto modo, destruir su imagen surgida de Gilda (Charles Vidor, 1946). Sea como fuere, Rita me sigue pareciendo una mujer realmente fascinante y la actriz ideal para encarnar a esa misteriosa y manipuladora Elsa, capaz de volver loco a cualquier hombre, como le sucede al incauto Michael.

Sin ser un film redondo, desde mi punto de vista, por ejemplo, algunos intentos de darle cierto aire gracioso al relato no resultan muy afortunados, La dama de Shanghai contiene la esencia del gran cine. Más poderosa de lo que finalmente se consigue plasmar, resulta un relato lleno de fuerza, de maldad y de pasión que nos atrapa, como Elsa a Michael, de un modo un tanto inexplicable.

domingo, 28 de abril de 2019

La taberna del irlandés



Dirección: John Ford.
Guión: Frank Nugent y James Edward Grant (Historia: Edmund Beloin).
Música: Cyril J. Mockridge.
Fotografía: William H. Clothier.
Reparto: John Wayne, Elizabeth Allen, Lee Marvin, Jack Warden, César Romero, Dorothy Lamour, Jacqueline Malouf, Mike Mazurki, Marcel Dalio, Jon Fong.

Para poder quedarse con las acciones de la compañía naviera familiar, Amelia Dedham (Elizabeth Allen) viaja a una isla de la Polinesia para intentar demostrar que su padre (Jack Warden) vive indecorosamente, lo que le privaría de poder recibir los títulos que le corresponderían por herencia.

La taberna del irlandés (1963) no figura entre lo mejor de la obra de John Ford. La producción de este director es de tal envergadura que esta comedia romántica está considerada con todo acierto como un film menor dentro de la filmografía de Ford.

Sin embargo, a pesar de que efectivamente no tiene el nivel de sus más famosos films, La taberna del irlandés es, en conjunto, un film sencillo que funciona, sin muchas pretensiones, correctamente dentro de su modestia.

La trama en sí es bastante básica: cómo una mujer estirada y altiva de la alta sociedad de Boston sufre una transformación en contacto con la más primitiva pero alegre y sincera sociedad de una isla paradisíaca y, además, encuentra el amor en brazos de un rudo y atractivo irlandés.

El argumento, además de previsible, no ofrece ninguna sorpresa narrativa, siguiendo las pautas más ortodoxas de la comedia romántica. Tampoco la vertiente cómica es de un gran refinamiento, sino más bien un tanto tosca. Sin embargo, todo ello le sirve de base a Ford para volver sobre una serie de elementos que constituyen el eje medular de su filmografía: la exaltación de la familia y, en particular, de la figura de la madre; volver a rendir un nuevo homenaje a sus orígenes irlandeses, encarnados en rudos pero nobles hombres que mantienen vivo el recuerdo y la esencia de su patria, incluso al otro lado del mundo; la glorificación de la amistad, no exenta de cierta brutalidad bien llevada, lo que viene a dibujar un concepto de la masculinidad quizá algo desfasado, pero válido para aquella época y aquella mentalidad; el respeto por la religión, sea la oficial o la indígena, que viene a representar un lugar común de reflexión, contención y purificación; un alegato contra el racismo, con la defensa del mestizaje y el enriquecimiento que proporciona la mezcla de culturas. Como se ve, bastantes elementos que hacen que film contenga algo más que un simple entretenimiento.

En la película, narrada con una economía de medios encomiable, Ford alterna con habilidad los momentos meramente cómicos y de acción con otros más íntimos, donde demuestra una vez más su habilidad para tocar la fibra sensible del espectador con muy pocos elementos. Es quizá la prueba más evidente de cómo el John Ford lograba imponerse a un guión que, sin duda, no estaba a la altura de su talento.

También es cierto que tenemos la impresión de que el director idealiza bastante a los habitantes de la isla, dando una imagen idílica de su vida, presidida por la amabilidad, la alegría de vivir y las danzas tribales; todo ello un tanto en la línea de John Ford, pero que no deja de apercibirse como algo un tanto ajeno a la realidad.

En cuanto al reparto, Ford confía otra vez el papel principal a John Wayne, que de nuevo vuelve a dar la talla a las órdenes del director. Junto a Wayne, un contundente Lee Marvin, quizá algo sobre actuado en su papel, pero sin duda el rostro ideal para el pendenciero Gilhooley. Con un reparto con rostros menos habituales que los de sus westerns, Ford sigue mimando a los secundarios, que no son meras comparsas, sino que aportan bastante al devenir de la historia, algo muy evidente aquí con los hijos del doctor Dedham (Jack Warden).

Antes de verla, no me esperaba gran cosa de La taberna del irlandés, y si bien reconozco que me parece una rareza dentro de la obra de Ford, también confieso que me gustó más de lo que esperaba. Y es que en la obra de este genio, cualquier pequeñez encierra siempre alguna perla que descubrir.

domingo, 21 de abril de 2019

El velo pintado



Dirección: John Curran.
Guión: Ron Nyswaner (Novela: William Somerset Maugham).
Música: Alexandre Desplat.
Fotografía: Stuart Dryburgh.
Reparto: Edward Norton, Naomi Watts, Liev Schreiber, Toby Jones, Diana Rigg, Anthony Wong.

Kitty (Naomi Watts), una joven de la alta sociedad inglesa, acepta casarse con el doctor Walter (Edward Norton), a pesar de no amarlo, para escapar de una madre agobiante. En Shanghai, a donde se van a vivir, Kitty conocerá a un hombre casado (Liev Schreiber) del que se enamorará.

Suelo ser bastante precavido con películas como El velo pintado (2006) que, desde el primer minuto, trasmiten la idea de ser obras concebidas desde un prisma preciosista y ambicioso, que buscan por encima de todo, convertirse en obras de arte del cine. En general, este tipo de películas me ponen a la defensiva, pues a menudo he comprobado que suelen caer en un efectismo superficial, basado en un cuidado casi enfermizo de la presentación visual, quedándose muchas veces exclusivamente en eso.

En el caso de El velo pintado hay mucho de ambición estética y también es verdad que, si bien no se limita a eso, tampoco creo que logre la profundidad y brillantez que la conviertan en algo con más entidad que un film impecablemente presentado.

Si empezamos con lo bueno que encierra la película, sin duda no podemos pasar por alto la maravillosa fotografía de Stuart Dryburgh, que cuenta también con unos impresionantes paisajes en los que recrearse. Pero también es verdad que uno tiene la sensación que no son todo lo bien explotados que se hubiera podido, lo que puede interpretarse, según se mire, como un acierto o no, pues indicaría, bien mirado, un interés secundario en cuanto a convertir la película en una colección de postales exóticas y deslumbrantes. Junto a la fotografía, la banda sonora de Alexandre Desplat y una cuidada ambientación ponen la guinda a una producción que desprende calidad, buen gusto y ambición por los cuatro costados.

Pero quizá lo mejor de El velo pintado sea su pareja protagonista. Edward Norton, productor de la cinta, y Naomi Watts, a la que Norton convenció para aceptar el papel, son los protagonistas indiscutibles de este drama y, honestamente, hacen un trabajo impecable. No solo resultan absolutamente convincentes, sino que gracias a ellos la larga duración de la cinta no pesa en ningún momento sobre nuestros hombros y los muchos pasajes íntimos, de silencios y miradas, tienen el necesario peso y entidad que requiere el argumento. Sin duda, su excelente trabajo aporta solidez a la historia.

Pero como decía, El velo pintado juega a ser un film ambicioso y si bien en parte lo consigue, quizá en otros aspectos imprescindibles se queda algo corto. Me refiero a la historia de Kitty y Walter, a su drama personal; es aquí donde se notan las evidentes carencias tanto del argumento como del director, pues ambos se limitan a contarnos lo obvio con elegancia, pero sin fuerza interior.

Cuesta meterse en el drama personal de los protagonistas, sentir el vacío, la rabia, la desesperación y participar con intensidad de las mismas. Y es que el verdadero problema de El velo pintado es que es un film un tanto frío, incapaz de reflejar con pasión el drama del matrimonio y contagiarnos de su dolor. No sé si es un problema de contención buscada expresamente, para evitar caer en lo melodramático, manteniendo el argumento dentro de unos parámetros más sosegados; aunque tengo la impresión de que se trata de algo distinto, de un gusto tan marcado por darle un aire particular a la película, preciosista y pausado, que ello también se extendió al núcleo del drama, dejándolo en algo muy inglés, pero un tanto descafeinado. Además, no es complicado anticiparse a los acontecimientos, con lo que el factor sorpresa también desaparece, con lo que en algunos momentos la película se queda reducida a un hermoso discurrir de escenas muy cuidadas que hemos casi anticipado ya minutos antes.

Con todo, ello no quiere decir que sea una película que no merece la pena. Aunque solo sea por ir contra corriente en esa época de un cine más comercial y encasillado en un par de géneros, El velo pintado, con su arriesgada apuesta por un cine más íntimo y reflexivo, merece nuestro respeto.