El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

domingo, 28 de abril de 2019

La taberna del irlandés



Dirección: John Ford.
Guión: Frank Nugent y James Edward Grant (Historia: Edmund Beloin).
Música: Cyril J. Mockridge.
Fotografía: William H. Clothier.
Reparto: John Wayne, Elizabeth Allen, Lee Marvin, Jack Warden, César Romero, Dorothy Lamour, Jacqueline Malouf, Mike Mazurki, Marcel Dalio, Jon Fong.

Para poder quedarse con las acciones de la compañía naviera familiar, Amelia Dedham (Elizabeth Allen) viaja a una isla de la Polinesia para intentar demostrar que su padre (Jack Warden) vive indecorosamente, lo que le privaría de poder recibir los títulos que le corresponderían por herencia.

La taberna del irlandés (1963) no figura entre lo mejor de la obra de John Ford. La producción de este director es de tal envergadura que esta comedia romántica está considerada con todo acierto como un film menor dentro de la filmografía de Ford.

Sin embargo, a pesar de que efectivamente no tiene el nivel de sus más famosos films, La taberna del irlandés es, en conjunto, un film sencillo que funciona, sin muchas pretensiones, correctamente dentro de su modestia.

La trama en sí es bastante básica: cómo una mujer estirada y altiva de la alta sociedad de Boston sufre una transformación en contacto con la más primitiva pero alegre y sincera sociedad de una isla paradisíaca y, además, encuentra el amor en brazos de un rudo y atractivo irlandés.

El argumento, además de previsible, no ofrece ninguna sorpresa narrativa, siguiendo las pautas más ortodoxas de la comedia romántica. Tampoco la vertiente cómica es de un gran refinamiento, sino más bien un tanto tosca. Sin embargo, todo ello le sirve de base a Ford para volver sobre una serie de elementos que constituyen el eje medular de su filmografía: la exaltación de la familia y, en particular, de la figura de la madre; volver a rendir un nuevo homenaje a sus orígenes irlandeses, encarnados en rudos pero nobles hombres que mantienen vivo el recuerdo y la esencia de su patria, incluso al otro lado del mundo; la glorificación de la amistad, no exenta de cierta brutalidad bien llevada, lo que viene a dibujar un concepto de la masculinidad quizá algo desfasado, pero válido para aquella época y aquella mentalidad; el respeto por la religión, sea la oficial o la indígena, que viene a representar un lugar común de reflexión, contención y purificación; un alegato contra el racismo, con la defensa del mestizaje y el enriquecimiento que proporciona la mezcla de culturas. Como se ve, bastantes elementos que hacen que film contenga algo más que un simple entretenimiento.

En la película, narrada con una economía de medios encomiable, Ford alterna con habilidad los momentos meramente cómicos y de acción con otros más íntimos, donde demuestra una vez más su habilidad para tocar la fibra sensible del espectador con muy pocos elementos. Es quizá la prueba más evidente de cómo el John Ford lograba imponerse a un guión que, sin duda, no estaba a la altura de su talento.

También es cierto que tenemos la impresión de que el director idealiza bastante a los habitantes de la isla, dando una imagen idílica de su vida, presidida por la amabilidad, la alegría de vivir y las danzas tribales; todo ello un tanto en la línea de John Ford, pero que no deja de apercibirse como algo un tanto ajeno a la realidad.

En cuanto al reparto, Ford confía otra vez el papel principal a John Wayne, que de nuevo vuelve a dar la talla a las órdenes del director. Junto a Wayne, un contundente Lee Marvin, quizá algo sobre actuado en su papel, pero sin duda el rostro ideal para el pendenciero Gilhooley. Con un reparto con rostros menos habituales que los de sus westerns, Ford sigue mimando a los secundarios, que no son meras comparsas, sino que aportan bastante al devenir de la historia, algo muy evidente aquí con los hijos del doctor Dedham (Jack Warden).

Antes de verla, no me esperaba gran cosa de La taberna del irlandés, y si bien reconozco que me parece una rareza dentro de la obra de Ford, también confieso que me gustó más de lo que esperaba. Y es que en la obra de este genio, cualquier pequeñez encierra siempre alguna perla que descubrir.

domingo, 21 de abril de 2019

El velo pintado



Dirección: John Curran.
Guión: Ron Nyswaner (Novela: William Somerset Maugham).
Música: Alexandre Desplat.
Fotografía: Stuart Dryburgh.
Reparto: Edward Norton, Naomi Watts, Liev Schreiber, Toby Jones, Diana Rigg, Anthony Wong.

Kitty (Naomi Watts), una joven de la alta sociedad inglesa, acepta casarse con el doctor Walter (Edward Norton), a pesar de no amarlo, para escapar de una madre agobiante. En Shanghai, a donde se van a vivir, Kitty conocerá a un hombre casado (Liev Schreiber) del que se enamorará.

Suelo ser bastante precavido con películas como El velo pintado (2006) que, desde el primer minuto, trasmiten la idea de ser obras concebidas desde un prisma preciosista y ambicioso, que buscan por encima de todo, convertirse en obras de arte del cine. En general, este tipo de películas me ponen a la defensiva, pues a menudo he comprobado que suelen caer en un efectismo superficial, basado en un cuidado casi enfermizo de la presentación visual, quedándose muchas veces exclusivamente en eso.

En el caso de El velo pintado hay mucho de ambición estética y también es verdad que, si bien no se limita a eso, tampoco creo que logre la profundidad y brillantez que la conviertan en algo con más entidad que un film impecablemente presentado.

Si empezamos con lo bueno que encierra la película, sin duda no podemos pasar por alto la maravillosa fotografía de Stuart Dryburgh, que cuenta también con unos impresionantes paisajes en los que recrearse. Pero también es verdad que uno tiene la sensación que no son todo lo bien explotados que se hubiera podido, lo que puede interpretarse, según se mire, como un acierto o no, pues indicaría, bien mirado, un interés secundario en cuanto a convertir la película en una colección de postales exóticas y deslumbrantes. Junto a la fotografía, la banda sonora de Alexandre Desplat y una cuidada ambientación ponen la guinda a una producción que desprende calidad, buen gusto y ambición por los cuatro costados.

Pero quizá lo mejor de El velo pintado sea su pareja protagonista. Edward Norton, productor de la cinta, y Naomi Watts, a la que Norton convenció para aceptar el papel, son los protagonistas indiscutibles de este drama y, honestamente, hacen un trabajo impecable. No solo resultan absolutamente convincentes, sino que gracias a ellos la larga duración de la cinta no pesa en ningún momento sobre nuestros hombros y los muchos pasajes íntimos, de silencios y miradas, tienen el necesario peso y entidad que requiere el argumento. Sin duda, su excelente trabajo aporta solidez a la historia.

Pero como decía, El velo pintado juega a ser un film ambicioso y si bien en parte lo consigue, quizá en otros aspectos imprescindibles se queda algo corto. Me refiero a la historia de Kitty y Walter, a su drama personal; es aquí donde se notan las evidentes carencias tanto del argumento como del director, pues ambos se limitan a contarnos lo obvio con elegancia, pero sin fuerza interior.

Cuesta meterse en el drama personal de los protagonistas, sentir el vacío, la rabia, la desesperación y participar con intensidad de las mismas. Y es que el verdadero problema de El velo pintado es que es un film un tanto frío, incapaz de reflejar con pasión el drama del matrimonio y contagiarnos de su dolor. No sé si es un problema de contención buscada expresamente, para evitar caer en lo melodramático, manteniendo el argumento dentro de unos parámetros más sosegados; aunque tengo la impresión de que se trata de algo distinto, de un gusto tan marcado por darle un aire particular a la película, preciosista y pausado, que ello también se extendió al núcleo del drama, dejándolo en algo muy inglés, pero un tanto descafeinado. Además, no es complicado anticiparse a los acontecimientos, con lo que el factor sorpresa también desaparece, con lo que en algunos momentos la película se queda reducida a un hermoso discurrir de escenas muy cuidadas que hemos casi anticipado ya minutos antes.

Con todo, ello no quiere decir que sea una película que no merece la pena. Aunque solo sea por ir contra corriente en esa época de un cine más comercial y encasillado en un par de géneros, El velo pintado, con su arriesgada apuesta por un cine más íntimo y reflexivo, merece nuestro respeto.

domingo, 7 de abril de 2019

Espías sin fronteras



Dirección: Nicholas Meyer.
Guión: Nicholas Meyer.
Música: Michael Kamen.
Fotografía: Gerry Fisher.
Reparto: Gene Hackman, Mikhail Baryshnikov, Kurtwood Smith, Terry O'Quinn, Daniel von Bargen, Oleg Rudnik, Géraldine Danon.

Sam Boyd (Gene Hackman), ex agente de la CIA reconvertido en espía industrial, es llamado de nuevo por la agencia para una misión puntual: facilitar el intercambio de un espía soviético por otro norteamericano.

Escritor con cierto éxito, Meyer se pasó al mundo del cine y la televisión escribiendo guiones y, también, dirigiendo alguna película; en concreto es recordado por dos episodios de la serie Star Trek. En Espías sin fronteras (1991) escribió el guión y dirigió la cinta, aunque con tan poco éxito que finalmente supuso su despedida del cine como director, centrándose más desde entonces en su labor de guionista.

El principal problema, sin embargo de Espías sin fronteras no está curiosamente en la faceta de director, sino en un guión realmente flojo. La idea central es interesante, con un juego bien planteado de espías dobles. Pero todo se cae por tierra con un desarrollo de esa idea bastante pobre.

Para empezar, el guión no resulta para nada convincente, con muchos detalles que resultan incongruentes, además de esa moralidad un tanto extraña que hace que los protagonistas deban comportarse siempre con una moralidad intachable, incapaces de cualquier acto innoble, lo que no deja de ser absolutamente increíble.

Dejando de lado esa faceta moralista, la historia no termina de resultar creíble del todo. Quedan demasiadas preguntas por responder y al final, todo se asemeja a un complejo entramado donde las piezas encajan de manera demasiado artificial. Puede que el tono casi de comedia que Meyer le confiere a la historia tampoco sea de gran ayuda, pues muchos personajes parecen casi caricaturas, con lo que la intriga pierde intensidad, sin que en ningún instante se llegue a crear el clima necesario para que nos sintamos preocupados o involucrados en las peripecias de los dos protagonistas.

La relación entre ambos, además, tampoco resulta demasiado convincente. En ningún instante llegamos a comprender realmente qué es lo que motiva la actitud del espía ruso y le hace seguir siendo fiel a Sam Boyd.

En realidad, todo el argumento requiere de una gran muestra de buena voluntad por nuestra parte, lo cuál en muchos momentos resulta casi imposible.

El colmo de todo lo tenemos, por desgracia, en el desenlace. La escena del intercambio en la Torre Eiffel es casi un chiste y la resolución de todos los problemas de Boyd y Grushenko (Mikhail Baryshnikov), mientras beben vodka y sueñan con su retiro dorado, es el colmo de los despropósitos, con una simplificación insultante.

Lo bueno de Espías sin fronteras es la presencia de Gene Hackman en el papel protagonista, pues es por su presencia que la cinta puede atraer a los espectadores. Sin ser su mejor trabajo, hay que reconocer que su presencia es de lo mejor de la película.

Increíblemente, Meyer desaprovecha su mejor faceta, la de escritor, en una película que no pasa de ser un mero pasatiempo cuando, por el tema, uno tiene la impresión de que podría haber dado pie a un film mucho más intenso y apasionante.

lunes, 1 de abril de 2019

Patton



Dirección: Franklin J. Schaffner.
Guión: Francis Ford Coppola y Edmund H. North.
Música: Jerry Goldsmith.
Fotografía: Fred J. Koenekamp.
Reparto: George C. Scott, Karl Malden, Stephen Young, Michael Bates, Michael Strong, James Edwards, Frank Latimore, Morgan Paull.

Tras una severa derrota de las tropas norteamericanas en el norte de África, el General Patton, recién ascendido a tres estrellas, es enviado para revertir la situación.

Para muchos críticos, Patton (1970) es una de las mejores películas en su género. Sin duda, Schaffner acierta de lleno en muchos aspectos a la hora de narrar las peculiaridades de uno de los militares más polémicos y más dotados de la Segunda Guerra Mundial.

Schaffner arranca con el polémico discurso de Patton a las tropas que van a incorporarse a la guerra. Es una escena mítica, por su decorado minimalista, su impacto visual y las palabras del general, ajenas a cualquier compromiso político y donde, de un plumazo, queda expuesta su personalidad avasalladora, irreductible y polémica.

A partir de ahí, la película continúa con el relato de los acontecimientos bélicos más destacados de Patton en la contienda pero, especialmente, con el retrato de la personalidad del general, amante de la historia militar y que despreciaba la vulgaridad del siglo XX. Patton era un militar por convicción. Amaba la guerra más que a su propia vida, como él mismo confiesa, y no toleraba la falta de compromiso, la desidia ni la cobardía. Su temperamento y su falta de control al expresar sus peculiares pensamientos serán la causa de que sus superiores duden siempre entre si deben apoyar su carrera o poner freno a sus desmanes. De hecho, su trayectoria se jalona de grandes éxitos militares y períodos de cuarentena motivados por sus salidas de tono.

Sin embargo, a pesar de que las críticas a sus defectos quedan bien expuestas, el retrato de Patton es, básicamente, favorecedor hacia el general. La imagen que se da de él es la de un hombre valiente, exigente pero justo, y que no se mordía la lengua en virtud de las consabidas normas de cortesía o las necesidades diplomáticas. Patton era un hombre de acción, ajeno a las componendas de los despachos.

Más allá de estos aspectos de Patton, la película destaca por el magnífico ritmo que el director consigue darle a un relato de más de casi ciento setenta minutos; una extensión poco corriente pero que en ningún momento se hace excesiva; donde no sobra ninguna escena y sí que apercibimos algunos saltos en el montaje que parecen indicar los esfuerzos por no alargar en exceso el metraje. A pesar de todo, tenemos la sensación de que, aún durando algo más, la película nunca llegaría a cansarnos. Sin duda, todo un logro que habla por sí mismo del buen trabajo de Schaffner.

Y todo ello además sin recurrir a numerosas y largas escenas de lucha, pues éstas quedan reducidas a las mínimas indispensables para contribuir al modelado de la personalidad de Patton. Y es que la historia se centra más en el hombre que los aspectos más comerciales de las escenas bélicas.

En cuanto a la puesta en escena, Schaffner consigue una ambientación excelente, con un cuidado detalle de todos los elementos que revela un minucioso trabajo de documentación así como las ambiciones del proyecto.

Mención aparte merece la extraordinaria interpretación de George C. Scott, premiada merecidamente con el Oscar que el polémico actor se negó a recoger al estar en desacuerdo con la idea de la competición de los actores por estos premios. Scott fue un grandísimo actor con una personalidad compleja y su trabajo aquí es realmente impecable, al punto que en algunos momentos deja pequeño a Karl Malden, otro actor excepcional.

Patton se llevó nada menos que siete Oscars. Además del de Scott, ganó el premio a la mejor película, dirección, guión original (co-escrito por Francis Ford Coppola), montaje, dirección artística y sonido.