Dirección: Richard Fleischer.
En el número diez de Rillington Place vive el señor John Reginald Christie (Richard Attenborough), un apocado individuo de mediana edad dominado por un incontrolable impulso de estrangular. Embauca a sus víctimas asegurando tener conocimientos de medicina para poder tenerlas a su merced. Un día, un joven matrimonio con su bebé llegan a su domicilio para visitar las dos habitaciones que el señor Christie alquila en el último piso.
Quizá el aspecto más destacable de la película que nos ocupa sea que está narrada desde la más aparente normalidad. Este es un rasgo típico de los films ingleses y en esta ocasión la puesta en escena se ciñe drásticamente a esta característica del cine británico. Y es, precisamente, esta aparente normalidad lo que resulta especialmente inquietante. El asesino psicópata es un hombrecillo tranquilo, con cierto nivel cultural y hasta refinado en sus ademanes y en su manera de hablar.
Por otra parte, Fleischer no busca dramatizar ni adornar el argumento artificialmente. La película arranca ya con un asesinato, que después sabremos que no es el primero gracias a un inteligente recurso narrativo (al enterrar a su víctima, Christie tropieza con el cadáver de otra anterior) y nos mete de este modo de lleno en la historia, sin preámbulos. A partir de aquí, el relato nos presenta los acontecimientos de manera bastante fría y hasta impersonal, sin que el director tome partido ni se implique; de hecho, no existe una condena explícita de los crímenes. Tampoco se nos ofrece nunca una explicación de la obsesión del asesino; asistimos a sus impulsos irrefrenables sin que sepamos qué los motiva. Este puede ser el único pero que se le podría hacer al film: tanta frialdad en la manera de contar la historia se traspasa finalmente al espectador. Sin embargo, para muchos este será precisamente uno de los puntos fuertes de la película.
El trabajo de Fleischer es, por tanto, el de un mero narrador imparcial aunque, eso sí, con un estilo elegante en el que combina una atmósfera agobiante, merced a una fotografía de tonos pardos donde abundan las sombras y la sensación de miseria, con una inteligente manera de contar los hechos, evitado los detalles más macabros o morbosos y utilizando sabiamente las elípsis en los momentos justos, con lo que añade agilidad y elegancia al relato, que no pierde nunca interés y mantiene, dentro de esa frialdad narrativa, un ritmo constante.
Pero la película es, sobre todo, el trabajo de Richard Attenborough, un gran actor que también ejerció como director y cuya película más reconocida es Gandhi (1982). El trabajo de Attenborough aquí es espectacular. La película no sería la misma desde luego sin su inquietante mirada, su aspecto inofensivo, sus dotes persuasivas y su enfermiza atracción por las mujeres. Lo más destacable es que logra transmitirnos sus graves problemas mentales desde una interpretación contenida y parca en gestos. A su lado, un jovencito John Hurt, un actor que me gusta de manera particular, le da la réplica admirablemente. Resulta especialmente convincente y conmovedor en su derrumbe al conocer la muerte de su esposa y luego la de su hija, con una actuación sobresaliente en un papel con mucha dificultad. El resto de actores, Judy Geeson (la esposa de Hurt) o Pat Heywood (como la señora Christie), con menos trabajo que estos dos, realizan también una labor convincente, dotando al film de esa necesaria credibilidad.
Alejada de cualquier artificiosidad, muy diferente al enfoque del propio Fleischer en El estrangulador de Boston, la película tiene un buen nivel y resulta verdaderamente inquietante, y más con el dramático desenlace de muertes y condena de un inocente. Sin embargo, precisamente fue esa frialdad la causante de que no tuviera una buena acogida por parte del público y pasara por las pantallas de manera bastante discreta.