El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

sábado, 26 de octubre de 2019

Rocky Balboa



Dirección: Sylvester Stallone.
Guión: Sylvester Stallone.
Música: Bill Conti.
Fotografía: J. Clark Mathis.
Reparto: Sylvester Stallone, Burt Young, Antonio Tarver, Geraldine Hughes, Milo Ventimiglia, Tony Burton, James Frances Kelly III.

Rocky, antiguo campeón de los pesos pesados, lleva dieciséis años retirado del boxeo. Ahora regenta un restaurante en la zona sur de Filadelfia, donde rememora antiguos combates ante sus clientes.

Todo comenzó en 1976 con Rocky (John G. Avildsen), historia creada por el propio Stallone y cuyo personaje se ha convertido en la figura emblemática del actor, sin duda por la que será recordado en la historia del cine.

La primera película de la saga, ganadora del Oscar, dio lugar a una serie de films que iban poco a poco degradando el impacto y la calidad del original para convertirse en meras caricaturas un tanto repetitivas. Se llegó nada menos que a Rocky V (John G. Avildsen) en 1990 y ahí pareció que se acaba con la saga. Sin embargo, Sylvester Stallone volvió de nuevo a la carga en 2006 con esta Rocky Balboa.

Hay mucho en Rocky Balboa del espíritu de Rocky y eso es de agradecer. La película es todo un ejercicio nostálgico de Rocky hacia sus inicios, con el hilo conductor del recuerdo de su esposa fallecida, el amor de su vida del que no puede ni quiere desprenderse.

Hay que reconocer que Stallone ahonda sin complejos en ese carácter nostálgico, especialmente en el arranque del film, pero sin abusar de melodramático y sin caer en la trampa de rellenar minutos con secuencias de Rocky. Algunos segundos se cuelan en el discurso, pero mínimos y que además se agradecen.

Y es ese tono melancólico, de recuerdo de los viejos tiempos, de la juventud y el amor perdidos, lo que caracteriza a esta sexta entrega de la serie. Stallone abandona el enfoque puramente deportivo y competitivo de los films anteriores y, aunque asistiremos a la típica pelea final, ésta no es ni mucho menos el eje argumental o la justificación de la historia, sino un elemento más en este ejercicio de revisión de una vida en un momento delicado para Rocky, que visita su viejo barrio para comprobar cómo el paso del tiempo resulta implacable.

El tono general de la película es comedido, como apuntaba, y elegante. Evidentemente es un film un tanto triste, sentimental, pero sin cargar en exceso las tintas. Lo que sí que se nota es cierta superficialidad en todo lo que se cuenta. Stallone nunca consigue ahondar realmente en los problemas del protagonista y todo está tratado con muy poca profundidad. El recuerdo de su gran amor se reduce a las escenas sentimentales en el cementerio; la frustración y rabia que dice sentir Rocky se adivinan más que se explican; los problemas con su hijo se resumen en una breve discusión que, por arte de magia, lo resuelve todo en un segundo; la relación con el hijo de Marie es muy esquemática y simple; el necesario idilio no llega nunca a serlo y la bondad de Balboa parece tan edulcorada que resulta a veces increíble. El personaje de Marie (Geraldine Hughes), la niña a la que Rocky reprende por su comportamiento en la primera película, es sin embargo un original y bonito adorno a la historia.

Además, Rocky Balboa cuenta con unos diálogos bastante convincentes y una dirección que, sin ser espectacular, sí que se nota bien pensada y que aporta algunos planos interesantes. Menos convincente me pareció el recurso al blanco y negro con toques de rojo sangre en la pelea, un adorno innecesario y un tanto artificial.

Pero, a pesar de los defectos, Rocky Balboa funciona aceptablemente bien. Me imagino que tiene mucho que ver el haber visto Rocky siendo casi un niño, con lo que el impacto de aquel personaje y su poso en la memoria hacen que uno aborde esta secuela con cierta benévola predisposición. Además, como ejercicio de recuerdo, conecta claramente con todos aquellos que en algún momento repasamos nuestras vidas y hacemos balance de los proyectos pasados y las realidades presentes. Y, como decía, sin abusar de sentimentalismos ni dramatismos.

Imagino que la experiencia será muy diferente para todos aquellos que no hayan disfrutado de Rocky, por lo que me atrevería a recomendar ver esa primera película, mejor antes de ver esta, pero incluso después tampoco vendría mal, para poder ubicar a Rocky Balboa con más precisión y sentido.

domingo, 13 de octubre de 2019

La herencia del viento



Dirección: Stanley Kramer.
Guión: Harold Jacob Smith y Nedrick Young (Teatro: Jerome Lawrence y Robert E. Lee).
Música: Ernest Gold.
Fotografía: Ernest Laszlo (B&W).
Reparto: Spencer Tracy, Fredric March, Gene Kelly, Dick York, Claude Atkins, Florence Eldridge, Donna Anderson, Noah Berry Jr., Harry Morgan.

En Hillsboro, una pequeña localidad del estado de Tennessee, el profesor de ciencias Bertram Cates (Dirk York) es detenido por enseñar en clase las teorías de la evolución de Darwin, en oposición a las leyes locales que prohibían cualquier otra explicación que no fuera la recogida en la Biblia.

La herencia del viento (1960) es una versión un tanto alterada de un juicio real que tuvo lugar en 1925 contra el profesor John Scopes, en Dayton, en el estado de Tennessee, por enseñar las teorías de Darwin sobre la evolución humana. Se cambiaron las fechas, los nombres y otros detalles para hacer del relato algo más atractivo para la pantalla. Sin embargo, lo importante, que se llegara a juzgar y a culpar a un profesor en el siglo XX porque sus enseñanzas no siguieran los preceptos de la Biblia, sigue siendo el nervio y la justificación de la película.

Como es de imaginar, el film de Stanley Kramer toma partido claramente por la lógica, el desarrollo, la libertad del individuo para pensar libremente y en contra de la intolerancia religiosa, el odio y el miedo. Y la verdad, gracias quizá también a la fotografía en blanco y negro, La herencia del tiempo tiene un aire que la acerca más al cine clásico que al moderno. Un cine que cuidaba las formas y, sobre todo, los diálogos, algo sin duda motivado claramente por su origen teatral. Son unos diálogos ricos, inteligentes y profundos; quizá demasiado densos a veces, pero que otorgan sentido y profundidad a un drama entre dos mundos (el de la fe y el de la ciencia) que no se convierte en mero espectáculo, sino que aporta argumentos, sobre todo del lado de la ciencia, y se toma el problema con la seriedad y el rigor que requiere.

Aunque también es verdad que, al decantarse abiertamente por el lado de la razón, el film es un poco partidista y en el desenlace, o en la figura un tanto excesiva del reverendo Brown (Claude Atkins), se cargan quizá un poco de más las tintas. Es, seguramente, el peaje que hay que pagar por un film que es, ante todo, un producto de entretenimiento. De ahí las licencias con respecto a los hechos reales o que el debate entre la ciencia y la fe no sea quizá todo lo rico que hubiera podido ser. El más claro ejemplo del tributo que se ha de pagar al tratarse de una obra de ficción es la teatral y un tanto exagerada caída en el absurdo y el ridículo del Coronel Matthew Harrison Brady (Fredric March), paladín de los partidarios de la Biblia. Su delirio final es una manera un tanto simplista de compensar la sentencia del juicio dejando claro al espectador la sinrazón de los creacionistas.

Puede que fuera con la intención de dar algo más dinamismo al film, para alejarlo de la versión teatral, pero la dirección de Kramer no terminó de convencerme. El abuso de encuadres algo forzados, con unos primeros planos excesivos desde mi punto de vista, le dan a la película un aire algo forzado, artificial, además de entorpecer a veces el seguimiento de los diálogos, verdadero punto central del film, al desviar nuestra atención hacia lo superficial.

En cuanto al reparto, destacar la figura de Spencer Tracy en uno más de esos papeles en los que tanto brilló. Si bien bastante avejentado ya, Tracy vuelve a ser la imagen perfecta del sentido común, la paciencia, la tolerancia y el amor al prójimo. A su lado, otro ilustre veterano, Fredric March, al que le toca el papel menos grato de ser el defensor de la Biblia como única fuente de la verdad. Cierra el trío un reconvertido Gene Kelly en el papel de un cínico periodista, aportando las notas más ácidas y simpáticas al drama.

Por cierto, el título de la película está tomado de unos versículos de los Proverbios: "Aquel que cree disturbios en su casa heredará el viento..."

sábado, 12 de octubre de 2019

Días de trueno



Dirección: Tony Scott.
Guión: Robert Towne.
Música: Hans Zimmer.
Fotografía: Ward Russell.
Reparto: Tom Cruise, Nicole Kidman, Robert Duvall, Randy Quaid, Cary Elwes, J. C. Quinn, Michael Rooker, Fred Dalton Thompson, Don Simpson.

Cole Trickle (Tom Cruise) es un buen piloto, pero sin experiencia en las carreras de la NASCAR. Sin embargo, es el elegido por Tim Daland (Randy Quaid) para el nuevo equipo que está preparando para intentar ganar el título en Daytona.

La primera impresión que tuve al ver Dias de trueno (1990) es que estaba ante una especie de Rocky  (John G. Avildsen, 1976) del mundo de las carreras de coches. Los paralelismos en cuanto al sueño de ser campeón partiendo de la nada son bastante evidentes. Pero existen también muchas diferencias entre ambas películas, la más notable: Rocky era un film con un gran contenido humano, sencilla pero con la suficiente entidad como para trascender la épica en favor de un mensaje más íntimo que conectaba con el público. Días de trueno, sin embargo, se queda en la superficie de las cosas y jamás llega a parecer más que un producto de diseño para mayor lucimiento de Tom Cruise.

Precisamente, la idea del film se le ocurrió a Cruise, que se convirtió en el productor de la empresa. El joven actor estaba cimentando su carrera en base a encarnar a diferentes personajes que estaban cortados por el mismo patrón. Basta recordar Top Gun (Tony Scott, 1986) o El color del dinero (Martin Scorsese, 1986).

El productor recurrió de nuevo a Tony Scott, que lo había dirigido en la exitosa Top Gun, y Scott demuestra su oficio para este tipo de películas sacando buena nota en la dirección del film, cuyos mejores momentos son, para mí entender, las escenas de las carreras, filmadas con buen pulso. También es cierto que llegan a ser algo repetitivas, pero junto con la fotografía, sin duda son lo mejor de Días de trueno.

Pero en una película de estas características, centrada en buscar la épica y el drama personal del protagonista, además de la plasticidad de las carreras, de poco sirve una esmerada puesta en escena si el argumento descuida lo fundamental: los personajes. Y esto es precisamente lo que se deja bastante de lado en esta ocasión. Cuesta entender las motivaciones y los problemas de los protagonistas porque, básicamente, el guión los dibuja de una manera demasiado simple, sin profundidad. Por ello, sus problemas incluso nos parecen graciosos en algún momento, con lo que el drama personal de sus miedos, sus aspiraciones o sus traumas se queda en algo borroso, sin entidad.

Lo peor es que cuando llegan los momentos álgidos del drama, como serían el accidente en la carrera de Cole o su discusión con Claire (Nicole Kidman), donde esas escenas deberían apretarnos al sillón, las secuencias pasan sin pena ni gloria, como un momento más en el devenir de los acontecimientos. La culpa es de un guión totalmente plano y banal, donde no se ahorra ningún tópico: el piloto arrogante, el genio de la mecánica con un trauma personal, las penurias económicas, los desencuentros del equipo, el rival sin escrúpulos, el enamoramiento y el consecuente desencuentro... todo tan trillado, tan vacío y tan previsible que uno se pregunta cómo es posible caer tan bajo. La respuesta, sin duda, sería que poco importaban determinados detalles, lo que se perseguía era una cinta para el lucimiento del joven Tom Cruise, decidido a convertirse en el nuevo héroe del cine de aventuras y acción, algo que acabó consiguiendo a base de encasillarse en un tipo de papeles muy bien definidos.

Sin ser el mejor trabajo de Tom Cruise, tampoco es de los peores, si bien cuesta comprender a su personaje en muchas ocasiones. Quizá la nota más destacada del reparto sea la presencia de Robert Duvall, que eleva el nivel del reparto por sí solo. Randy Quaid y Nicole Kidman cumplen sin más.

Lo que no se le puede negar a Cruise es su olfato para los negocios, pues la película tuvo muy buenas recaudaciones. Otro detalle, en este film fue donde se conocieron Tom Cruise y Nicole Kidman, ya que el propio actor pidió que ella fuera su pareja aquí, lo que daría lugar al matrimonio de ambos en 1990.

Días de trueno termina siendo un entretenimiento bastante sencillo, sin ninguna profundidad argumental ni demasiados méritos. Da pena comprobar cómo un equipo así saque tan poco partido de los elementos con que contaba.