El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

viernes, 4 de marzo de 2011

Ángeles con caras sucias



Dirección: Michael Curtiz.
Guión: John Wexley, Warren Duff y Rowland Brown.
Música: Max Steiner.
Fotografia: Sol Polito (B&W).
Reparto: James Cagney, Humphrey Bogart, Pat O'Brien, Ann Sheridan, George Bancroft, Leo Gorcey, Billy Halop, Bobby Jordan.

Rocky Sullivan (James Cargney) y Jerry Connolly (Pat O'Brien) son dos pequeños rateros del East Side de Nueva York. Como consecuencia de un fallido intento de robo, Rocky acabará en un reformatorio, mientras que Jerry logra escapar de la policía. Al hacerse adultos, ambos han seguido caminos muy diferentes: el paso por el reformatorio ha convertido a Rocky en un delicuente, mientras que Jerry ha terminado haciéndose sacerdote. Cuando Rocky, tras quince años de ausencia, vuelve al barrio de su infancia, una banda de jóvenes delincuentes lo convertirán en su ídolo y modelo.

Ángeles con caras sucias (1938) viene a recoger la tradición del cine de gangsters de principios de los años treinta, con títulos míticos como El enemigo público (William A. Wellman, 1931), Hampa dorada (Mervyn LeRoy, 1931) o Scarface, el terror del hampa (Howard Hawks, 1932). En este caso, el mensaje moralizador es la clave sobre la que gira toda la trama; nadie mejor pues que Michael Curtiz para llevar a cabo el proyecto.

Ángeles con caras sucias pretende, fundamentalmente, desmontar el prestigio y el atractivo que el mundo del crimen podía ejercer sobre la sociedad y, en especial, sobre los adolescentes, más impresionables que nadie, y demostrar que el camino del mal tiene siempre un final terrible. Sin embargo, a pesar de las buenas intenciones de Curtiz, el personaje de Rocky Suvillan nos conquista desde el primer momento. Puede que sea gracias a la prodigiosa presencia de James Cargney, un actor que soñaba con hacer musicales pero que alcanzó la cima de su carrera en papeles de gangster. En este caso, estamos ante una de sus mejores actuaciones, comparable a la no menos portentosa en la legendaria Al rojo vivo (Raoul Walsh, 1949). A pesar, por tanto, de la moraleja final, Rocky se nos hace tremendamente atractivo, con su seguridad, su desparpajo y su valor. Está claro que, aunque descarriado, Rocky no se nos presenta como una mala persona y sabemos que en el fondo posee un gran corazón, lo que quedará demostrado en el desenlace de la historia. Es más, se acusa en cierto modo al sistema por haber convertido a un muchacho pobre en un delicuente tras su paso por el reformatorio. Aunque de manera algo secundaria, la crítica al sistema está presente aquí.

Narrativamente no es una obra redonda; sobre todo al comienzo, donde Curtiz intenta resumir quince años en unos breves minutos de metraje, con lo que el arranque de la historia se presenta un tanto frío. Poco a poco, cuando la trama empieza a centrarse en el reencuentro de los viejos amigos y, especialmente, en la relación de Rocky con los muchachos del barrio y como éstos comienzan a idolatrarlo peligrosamente, la historia se va asentando y cobrando interés. Es esta parte central lo mejor de toda la película, salvando el final, naturalmente. Quizá el romance de Rocky con Laury, la chica del barrio, a la que da vida una hermosa Ann Sheridan, esté metido en la trama un poco con calzador, aunque se comprende la necesidad de incluirlo por motivos comerciales. Luego, se precipita de nuevo la sucesión de acontecimientos, un poco como ocurría al comienzo, hasta que la película vuelve a cobrar fuerza con el peliagudo desenlace. Está claro que el mensaje moralizador tenía que imponerse, pero a uno le cuesta ver y aceptar como le arrebatan de esa manera a Rocky lo único que le quedaba.

Técnicamente, la película cuenta con una fotografía muy buena a cargo de Sol Polito, colaborador habitual del director, y que consigue crear un clima especialmente tenebroso y agobiante en la escena final, con tintes expresionistas, y una maravillosa música de Max Steiner. Pero el apartado más reseñable de la cinta es sin duda el reparto. Como señalaba anteriormente, Cagney hace un trabajo sobresaliente y es el alma de la película. Me resulta complicado pensar que con otro protagonista el film hubiera resultado tan impactante. Sin embargo, Pat O'Brien no termina de gustarme, lo encuentro inexpresivo, demasiado hierático y en la escena final, con el añadido de un torpe montaje, su expresión entre piadosa y apenada no me parece creíble. A destacar, sin embargo, la presencia de los jovenes actores que dan vida a los delicuentes del barrio, que habían sido descubiertos por el autor de teatro Sidney Kingsley en su obra Dead End (1935), por lo que se les conocía como los "Dead End Kids". Su trabajo derrocha frescura y expontaneidad. Tampoco debo olvidarme de Humphrey Bogart que, tras el éxito de El bosque petrificado (Archie Mayo, 1936), comenzaba a hacerse un nombre en Hollywood, aunque aquí haciendo de malvado y aún un tanto alejado de la imagen de hombre duro con que pasará a la posteridad.

Ángeles con caras sucias es, a pesar de su descarado mensaje bienintencionado y algo simplista, un film con un cierto encanto especial. Puede que no sea el mejor ejemplo del género, que no lo es, al menos para mí, pero cuenta con un James Cargney grandioso y con algunos elementos que servirán de base para otras obras posteriores que beberán de esta cinta. Un film clásico, en una palabra, que todo amante del cine en blanco y negro debería ver. Con tres nominaciones a los Oscars, director, actor (James Cagney) y guión, se quedó sin ninguna recompensa.

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