El cine y yo
Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.
Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.
El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.
El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.
No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.
Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.
El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.
El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.
No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.
sábado, 31 de mayo de 2014
El cuarto mandamiento
Dirección: Orson Welles.
Guión: Orson Welles (Novela: Booth Tarkington).
Música: Bernard Herrmann.
Fotografía: Stanley Cortez (B&W).
Reparto: Joseph Cotten, Dolores Costello, Tim Holt, Agnes Moorehead, Anne Baxter, Richard Bennett, Ray Collins.
A finales del siglo XIX, los Amberson son la familia más rica de Indianápolis y su casa la más grande de la ciudad. En ella vive la hermosa Isabel Amberson (Dolores Costello), pretendida por un alocado joven, Eugene Morgan (Joseph Cotten), quién, por una torpeza, se verá rechazado por ella. Muchos años después, Eugene es un próspero hombre de negocios viudo y regresa a la ciudad, volviendo a visitar a Isabel, a la que nunca dejó de querer.
El cuarto mandamiento (1942) es la segunda película de Orson Welles para la RKO, tras la genial Cuidadano Kane (1941), fruto de aquel famoso acuerdo sin precedentes por el que un novato como él iba a tener libertad absoluta de creación. De nuevo, Welles demostrará a todos su innegable talento y también la absoluta incompatibilidad de ese talento con las normas y costumbres de la industria del cine, más fiel a los dólares que a la creatividad.
El cuarto mandamiento tiene, parece ser, bastantes notas autobiográficas, si bien Welles decidió no actuar en la película, dejando a un actor no muy conocido el papel de George, que nos recuerda al propio Welles en cuanto a genio, arrogancia e incluso nombre, pues Orson Welles también se llamaba George. Asímismo, el padre de Orson Welles fue inventor, como Eugene Morgan, y los padres del director conocieron personalmente a Booth Tarkington, el autor del best seller en que se basa la película. Se trata, por lo tanto, de un proyecto bastante personal de Welles que, desgraciadamente, como veremos, no tuvo el final esperado.
Anécdotas aparte, la película es un acertado retrato del final de una época, representado por el declive progresivo de la familia Amberson, incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos, lo que ejemplifica perfectamente la actitud de George, negándose a trabajar en cualquier cosa, por considerarlo inaceptable a su clase y posición; mientras, en contraposición, el auge del automóvil representa la llegada de un nuevo orden social que transformará por completo usos, costumbres y hasta maneras de pensar.
Orson Welles dibuja con precisión a una familia orgullosa y elitista, aislada en una burbuja irreal, apegada a unos usos que se han vuelto caducos, y cuya descendencia ha heredado lo peor de su soberbia. Los Amberson cavan su propia tumba sin saberlo, como hace la bella Isabel, que arruina su vida rechazando a su gran amor por un absurdo sentido del honor y el ridículo.
Con una fotografía en blanco y negro muy expresiva, Welles crea un mundo opresivo y oscuro, ejemplificado en el interior de la mansión de los Amberson, al que contrapone unos exteriores luminosos y alegres, un mundo que no les pertenece y dónde no pueden vivir.
Las relaciones familiares, las tensiones sociales, el qué dirán, todo está reflejado con meticulosidad y precisión por un guión sin fisuras y en el que notamos el talento en los diálogos y un trasfondo en las relaciones de los protagonistas que se insinúa constantemente, con elegancia e inteligencia.
Pero quizá la fuerza de El cuarto mandamiento resida en su apariencia formal. Y es que, como ya había demostrado en Ciudadano Kane y confirmará posteriormente Welles, el director cuidará especialmente sus puestas en escena, algo que le viene ya de sus primeros años en el mundo del teatro. Welles es un ferviente defensor de la artificiosidad en la puesta en escena, del virtuosismo, la invención y lo barroco. Todo ello está aquí: en los planos forzados; en la profundidad de campo; en la cámara, bien en movimiento bien estática, pero siempre muy expresiva; en el juego de luces y sombras; en la arquitectura de la casa... El cuarto mandamiento es un espectáculo visual único y fascinante, hipnotizador incluso, como en la fabulosa escena del baile, con los personajes pasando ante la cámara en una coreografía perfecta donde se mezclan conversaciones, personajes, gestos y miradas. Sin duda, todo el talento de Orson Welles al servicio de una idea.
Para el reparto, Welles echó mano de los actores del Mercury Theatre, la compañía que él mismo había creado junto con John Houseman, y donde trabajaba su amigo Joseph Cotten o Agnes Moorehead, realmente impresionante en su papel de solterona atormentada que se debate entre lo correcto y sus celos hacia Isabel. Pero el resto de actores también realizan un gran trabajo, desde el joven Tim Holt (George), pasando por Anne Baxter, y rematando con Ray Collins.
La película tenía una duración excesiva para los gustos de la RKO, además de no gustar demasiado en el preestreno anterior a su comercialización. Por ello y aprovechando la ausencia de Orson Welles, que trabaja en un documental en Brasil, la productora encargó a Robert Wise un nuevo montaje, descartando rollos enteros de lo filmado por Welles, lo que se nota en algunos detalles de la narración, y encargándole un final feliz, del que renegó Orson Welles, que parece no casar del todo con el tono anterior de la historia. A pesar de estas mutilaciones y cambios, la película sigue siendo una gran obra de arte, ejemplo del talento peculiar y el genio de un hombre al que su grandeza no le permitió triunfar en el mundo mercantilista de Hollywood.
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