El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

martes, 10 de marzo de 2015

La profecía



Dirección: Richard Donner.
Guión: David Seltzer.
Música: Jerry Goldsmith.
Fotografía: Gilbert Taylor.
Reparto: Gregory Peck, Lee Remick, David Warner, Billie Whitelaw, Harvey Stephens, Leo McKern, Patrick Troughton, Robert Rietty, Martin Benson.

Kathy Thorn (Lee Remick) da a luz a un bebé que muere al poco de nacer. El padre Spiletto (Martin Benson) convence a su esposo Robert (Gregory Peck) para que adopte a un niño huérfano que reemplace la pérdida, ocultándole la verdad a Kathy. Todo transcurre con normalidad hasta el día en que el pequeño cumple cinco años.

Hay películas que, por alguna curiosa razón, adquieren una relevancia especial, quedando como hitos en la historia del cine. Dentro del cine de terror, hay tres títulos significativos relacionados, los tres, con el subgénero de la religión: La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968), El exorcista (William Friedkin, 1973) y La profecía (1976). De las tres, quizá ésta última sea la más floja, pero aún así obtuvo un gran éxito de público en su estreno y ha dado lugar a tres secuelas y un remake, todo un logro.

Nacida como consecuencia del intento de la Fox de repetir el éxito de El exorcistaLa profecía juega con la posibilidad de la llegada de un anticristo, predicho por las Escrituras Sagradas, cuya misión será controlar el mundo sembrando un reinado del mal. Literatura aparte, la base de la película, como lo había sido ya en La semilla del diablo y El exorcista, es crear un relato terrorífico centrado en la figura de un niño, lo cuál resulta mucho más inquietante y terrible. Lo más puro, lo más inocente como fuente del mal. ¿Cómo hacerle daño a tu propio hijo?, ¿cómo admitir que es la encarnación del mal?

Hay que admitir que el guión no es ningún prodigio. Partiendo de la base de que debemos, los no creyentes, hacer un esfuerzo para meternos dentro de la premisa principal del argumento, la historia en sí no resulta del todo coherente y en muchos casos el director va directo a lo que le interesa pasando por algunas escenas un tanto de puntillas.

Aún con las limitaciones y objeciones que podamos ponerle a la historia, Richard Donner juega sus cartas con bastante maestría. Con un ritmo pausado, el film arranca de una manera tranquila, casi bucólica en algunos momentos, no dando ninguna pista de por dónde van a girar los acontecimientos. Y cuando el mal comienza a hacer acto de presencia, será de una manera aparentemente accidental. Poco a poco, Donner va cerrando la trama, encerrando a los padres de Damien (Harvey Stephens), y a nosotros, en un ambiente amenazador, opresivo, peligroso, del que no saben muy bien cómo salir. Donner consigue, a base, eso sí, de algunas escenas un tanto macabras y que no reparan en detalles espeluznantes, ir aumentando la intensidad hasta momentos realmente sobrecogedores. Y todo ello admitiendo que, con el paso de los años, algunos efectos visuales han perdido la fuerza del día del estreno. Imaginemos el impacto de algunas secuencias en el público de 1976.

Pero quizá lo más impactante de todo sea el final, contraviniendo la fórmula del final feliz, algo bastante habitual en el cine de terror, y dejando un desenlace fatídico para los protagonistas que permite que la amenaza de un reino del mal quede suspendida en el aire como algo más que una posibilidad.

Para llevar adelante la película, Donner recurre a un ya maduro Gregory Peck y a Lee Remick como cabezas de cartel. Peck, sin estar brillante, cumple con solvencia en el quizá sea su último trabajo recordable; Lee Remick hace un buen trabajo, al igual que el secundario David Warner. Harvey Stephens, sin diálogos en casi todo el film, aporta su grano de arena con su rostro angelical y su inquietante sonrisa.

Un título clásico del cine de terror que, aunque hoy en día no asuste como antaño, sigue manteniendo una fuerza especial que hará que, salvando algunos detalles, pasemos un buen rato de miedo y sobresaltos.

Ganó el Oscar a la mejor banda sonora original.

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