El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

domingo, 17 de noviembre de 2019

Acordes y desacuerdos



Dirección: Woody Allen.
Guión: Woody Allen.
Música: Varios.
Fotografía: Zhao Fei.
Reparto: Sean Penn, Samantha Morton, Uma Thurman, Anthony LaPaglia, James Urbaniak, Daniel Okrent, Kellie Overbey, Woody Allen.

Años veinte. Emmet Ray (Sean Penn) es un genial guitarrista, el segundo mejor del mundo según los entendidos, pero también es una persona llena de temores y heridas de su infancia y con un miedo patológico a comprometerse con una mujer.

Una vez más, y ya he perdido la cuenta, me tengo que rendir ante Woody Allen. Su cine es verdaderamente especial, tanto que incluso sus películas menos logradas tienen algo que te llega como un directo a la mandíbula. Pero hacía tiempo que un film de este cineasta no me divertía y me conmovía tanto como Acordes y desacordes (1999), otra pieza más para añadir a la sublime colección de joyas de Allen.

De un tiempo a esta parte me parecía que Woody Allen era capaz de hacer cine con casi nada: una pequeña anécdota, una idea sin importancia, un par de personajes curiosos...; historias menores que el director ponía en marcha gracias a su talento y a su magia. Y en Acordes y desacuerdos pasa algo así. La película no es más que el relato de unos años en la vida de un músico de jazz inventado y con una más o menos típica historia de amor y desamor.

Pero, sin embargo, lo que parece un film simple, con ese tono ligero y las gotas del humor fresco características del director, va cobrando vida propia lentamente, ganando peso, intensidad, emoción, sinceridad y ternura. Y el tono amable, que está siempre presente, va dejando paso a algunos momentos realmente intensos, profundos, de una sencillez absoluta y, a la vez, cargados de verdad, de silencios que lo explican todo y también de una amargura genuina y conmovedora. Es el talento de un director y guionista para sacar lo mejor de algo sencillo, corriente, que hemos visto en mil películas. Pero Allen es especial, Allen tiene el don de saber adentrarse en el alma humana con respeto, con sinceridad y con unas generosas dosis de muy buen humor.

Acordes y desacuerdos contiene algunos de los momentos cómicos más logrados de la filmografía de Allen, que es mucho decir. Y lo son porque nacen de manera coherente, casi sin querer, no son forzados, no buscan la comicidad solo porque sí, brotan con una naturalidad muy difícil de conseguir y que en Woody Allen parece un don.

Uno de los momentos más originales de la cinta es la secuencia de la gasolinera, con tres interpretaciones distintas de lo sucedido, cada cual más surrealista que la anterior. Tampoco tiene desperdicio la puesta en práctica de la genial idea de Emmet de aparecer en escena sentado sobre una luna dorada. Sin embargo, hay una escena especialmente maravillosa: la primera vez que Hattie y Emmet se acuestan; es una secuencia que comienza de manera cómica, pero cuando Emmet empieza a tocar la guitarra, como le había prometido a Hattie, se convierte de pronto en un instante mágico, cargado de belleza, sensibilidad y poesía. 

La película es un claro homenaje al jazz que tanto adora el director, clarinetista aficionado desde su juventud. El buen gusto del Woody Allen a la hora de seleccionar las piezas musicales que jalonan la cinta es maravilloso; lo mismo que la forma en que la música se integra con el relato, de manera que no es algo que se perciba como un añadido, más o menos oportuno, sino que es un elemento más de la historia, como los maravillosos decorados o la espectacular fotografía de Zhao Fei, que dota de gran calidez y de una belleza especial al relato.

Pero lo que hace de Acordes y desacuerdos un film especial son sin duda sus personajes, empezando por Emmet Ray, un guitarrista inventado que es todo un personaje. Egoista, presumido, derrochador, alocado, infantil... y, sin embargo, alguien a quién acabamos comprendiendo y compadeciendo, por su triste infancia, por su soledad crónica, por su vivir bajo la sombra de su rival Django Reinhardt, por su miedo a enamorarse, por su fingida independencia, por sus extrañas aficiones (disparar a ratas en un vertedero y sentarse a ver pasar trenes). Todo ello lo convierte en un personaje especial, arrogante pero inseguro, genial e inmaduro, duro pero débil, que nos conmueve y emociona bajo la fantástica interpretación de Sean Penn, uno de los mayores talentos del cine actual.

Pero al lado de Emmet está Hattie, interpretada por una fascinante y sorprendente Samantha Morton, lo que me lleva a destacar otra de las virtudes de Woody Allen: saca lo mejor de cualquier actor que se ponga a sus órdenes, convirtiendo de la noche a la mañana en estrellas a rostros desconocidos que, a veces, no vuelven a brillar nunca más con esa plenitud. Hattie es otro de esos personajes mágicos que sabe inventarse Allen y que parece un pequeño homenaje a las heroínas dulces y frágiles del cine mudo. Porque Hattie no puede hablar, lo que da pie a algunos momentos maravillosos en su relación con Emmet, donde él lo dice todo con palabras y Hattie con su mirada, en unos exquisitos diálogos llenos de ternura y magia, de una originalidad que parece al alcance solo de tipos como Woody Allen, con una sensibilidad especial para el retrato de los seres humanos.

Sin duda alguna Acordes y desacuerdos merece un lugar de honor en la extensa filmografía de uno de los mayores genios del cine cómico de la historia.

Tanto Sean Penn como Samantha Morton fueron candidatos al Oscar como mejores actores por este trabajo, en las dos únicas nominaciones que obtuvo la película.

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