El cine y yo
Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.
Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.
El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.
El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.
No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.
Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.
El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.
El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.
No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.
viernes, 27 de mayo de 2011
La carta
La carta (William Wyler, 1940) se basa en una obra del conocido dramaturgo Somerset Maughan que ha su vez se inspiró en un hecho real. El caso es que ésta no es sino una segunda versión de la historia, pues hay un film anterior, con el mismo título, dirigido por el director francés Jean de Limur en 1929.
En una plantación de caucho en una colonia británica de Malasia, durante una noche de luna llena, Leslie Crosbie (Bette Davis) mata a tiros a un amigo de la familia, el señor Geoffrey Hammond (David Newell). Ella alegará defensa propia ante un intento de violación, pero la aparición por sorpresa de una carta escrita por la propia señora Crosbie dará un giro inesperado al asunto.
Quizá uno de los mayores méritos del director, entre los muchos aciertos con que cuenta la película, es la soberbia atmósfera que envuelve a todo el film, a lo que contribuye enormemente la espléndida fotografía en blanco y negro de Tony Gaudio. El ambiente opresivo, misterioso, sombrío es un personaje más del intenso drama que encierra la película. Y el arranque de la película es sin duda su mejor carta de presentación, con la cámara moviéndose lentamente y presentándonos, sin necesidad de más explicaciones, la plantación y sus trabajadores hasta el momento crucial en que un disparo rompe el silencio de la noche. Portentoso comienzo que nos va a amarrar al asiento hasta la caída del telón.
A partir de aquí, conocemos lo sucedido a través de la explicación que brinda la asesina de lo sucedido. Pero pronto, gracias a la portentosa presencia de Bette Davis y su soberbia actuación, sospechamos que lo que nos ha contado no es sino una completa mentira. Se mantiene pues el suspense y la intriga apoyados en un guión muy bueno y en una de las mejores interpretaciones en la carrera de Bette Davies. Es evidente que William Wyler sabía aprovechar al máximo el gran talento de la actriz, con la que ya había trabajado en Jezabel (1938) y con la que volverá a repetir en La loba (1941).
Si el ambiente es pieza clave para crear un clima idóneo, el guión es otra de las piezas maestras con que cuenta William Wyler. Como destacaba antes, la tensión invade el film desde el primer minuto y ello gracias a una historia oscura, intensa, llena de mentiras y donde debemos destacar sin duda el buen diseño de todos los personajes, obligados por su posición social y las convenciones de la época a disimular y aparentar hasta lo insostenible; desde el abogado Howard Joyce (James Stephenson), que es el único que desde el comienzo no se cree la historia de Leslie, pasando por el angustiado esposo Robert (Herbert Marshall), el astuto y cínico ayudante de Joyce, Ong Chi Seng (Victor Sen Yung) o la poderosa presencia de la señora Hammond (Gale Sondergaard). Pero la pieza clave de la historia es, naturalmente, la señora Crosbie: astuta, fría, calculadora y, por otro lado, apasionada y temperamental y a la que, como decía antes, da vida una colosal Bette Davis con una interpretación prodigiosa llena de pequeños matices, miradas poderosas y gestos cargados de significado que ahorran ríos de tinta.
Hablaba antes de drama aunque quizá debería calificar La carta más como una especie de tragedia al estilo clásico. Es bien conocido el código moral de Hollywood que obligaba a que todo acto delictivo tuviera su cumplida penitencia. Por ello, se adivina que la señora Crosbie no puede salir indemne de su crimen. Y de nuevo comprobamos como La carta cuenta con un guión maravilloso y una puesta en escena perfecta. En cuanto vemos como Leslie mira la luna llena sabemos que su final está cerca: la luna llena fue testigo de su crimen y adivinamos que lo será de su muerte. Pero lejos de resultar un desenlace forzado, el final tiene toda la carga de lo inevitable, de un destino del que Leslie ni puede ni quiere escapar. Reconociendo ante su esposo que sigue enamorada del hombre al que mató, la señora Crosbie sale de la casa en busca de un castigo que acepta como la única salida posible a su dolor y a su culpa. El desenlace, filmado de nuevo con la misma maestría que el comienzo, es realmente soberbio.
La carta es, a pesar de los años transcurridos, un film que no ha envejido en absoluto y sigue siendo tan válido y apasionante como en el momento de su estreno. Hay quién podría reprocharle a la pelícual que no se decante abiertamente por el drama sentimental o por el film de intriga, quedándose un poco en tierra de nadie. No veo el problema de esta dualidad argumental, más bien podría verse como un acierto más del film. Nominada en siete categorías, La carta no obtuvo sin embargo ningún Oscar.
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