El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

miércoles, 30 de abril de 2014

Luces de la ciudad



Dirección: Charles Chaplin.
Guión: Charles Chaplin.
Música: Charles Chaplin.
Fotografía: Rollie Totheroh y Gordon Pollock (B&W).
Reparto: Charles Chaplin, Virginia Cherrill, Florence Lee, Harry Myers, Al Ernest Garcia, Hank Mann, Jack Alexander, Tom Dempsey, Henry Bergman.

Un vagabundo (Charles Chaplin) conoce y se enamora de una vendedora de flores ciega (Virginia Cherrill), a la que, desde ese instante, decide ayudar. Ella, por un mal entendido, piensa que su benefactor es millonario.

Mientras en todo el mundo el público se volcaba hacia el incipiente cine sonoro, Chaplin, que desconfiaba de este invento, temiendo que perjudicara la belleza alcanzada por el cine mudo, se decide a estrenar Luces de la ciudad (1931) contra corriente. Es cierto que más tarde, como haría con otras películas suyas posteriores, el director iba a añadir algunos efectos sonoros a la acción, aunque el film es por entero una película muda.

En este caso, Charles Chaplin nos plantea un film marcadamente romántico, pero sin renunciar, claro está, a esa comicidad suya tan caracterísitica. La historia es típicamente de cine mudo: un argumento básico, sin dobleces, incluso bastante previsible, conmovedor, de una simplicidad absoluta y compuesto a base de pequeños cuadros filmados de una manera bastante elemental, como era típico del cine de aquellos años, con los actores frente a la cámara, básicamente estática, salvo el recurso de los primeros planos. También el humor es del todo reconocible: malos entendidos, repeticiones, huídas de la policía, gags visuales basados en sucesos inesperados... es decir, esencialmente la comicidad de Chaplin y del cine mudo en general.

Todo, como se ve, bastante rudimentario, básico, incluso, a estas alturas del siglo XXI, un tanto infantíl y previsible. Y sin embargo, Luces de la ciudad es una obra maestra. ¿Cómo es posible ésto? Pues es posible porque estamos hablando de Charles Chaplin, un genio único e irrepetible, capaz de llegar más allá que nadie, de conseguir plasmar en la pantalla sentimientos y emociones como ningún otro.

Chaplin rueda una película sencilla, pero donde cada detalle, cada plano es perfecto y donde el alma del artista lo impregna todo de bondad, de belleza, ternura, emoción y poesía. Lo normal, con estos ingredientes, sería un resultado empalagoso o terriblemente anticuado. Pues no, Luces de la ciudad sigue siendo un film maravilloso y emocionante. La escena final te sigue poniendo los pelos de punta, hace que te suba un nudo a la garganta y te quedas pegado a la pantalla, mudo, aún después de que ésta ya se ha vuelto negra. Esa magia, ese momento tan especial, solo está al alcance de unos pocos. Chaplin era uno de ellos.

A nivel interpretativo, las actuaciones son claramente deudoras del estilo ampuloso y gesticulante del cine mudo, por lo que no podemos valorarlas con los criterios actuales. Aún así, la mímica, la expresividad y el talento de Chaplin parecen no atenerse a épocas o estilos. Su manera de moverse, su gracia natural, sus gestos ágiles y precisos y la fuerza de su mirada lo convierten en el centro de atención por méritos propios.

A destacar, junto a la inovidable escena final, el combate de boxeo, sublime, el rescate del millonario y la espectacular escena de baile en el restaurante, con Chaplin en estado puro, haciéndonos reir a carcajadas.

Sin duda, junto con La quimera del oro (1925), es de las mejores películas del director y una obra imprescindible en la historia del cine. Con un resultado así de bueno, es comprensible que Chaplin quisiera seguir fiel al cine mudo.

Como dato añadido, decir que la música que suena en los momentos románticos es La violetera, compuesta por José Padilla, si bien en el momento del estreno este dato no figuraba en los títulos de crédito. Más adelante, Padilla demandó a Chaplin y ganó el pleito.

No hay comentarios:

Publicar un comentario