El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

viernes, 1 de enero de 2021

Los hermanos Marx en el Oeste


 

Dirección: Edward Buzzell.

Guión: Irving Brecher.

Música: Georgie Stoll.

Fotografía: Leonard Smith (B&W).

Reparto: Groucho Marx, Harpo Marx, Chico Marx, John Carrol, Diana Lewis, Walter Woolf King, Robert Barrat.

Atraídos por el oro, gente del Este de todas clases se dirige al Oeste en busca de fortuna. S. Quentin Quale (Groucho) y los hermanos Joe (Chico) y Rusty Panello (Harpo) coinciden en la estación intentando reunir el dinero para el billete de tren.

Los hermanos Marx en el Oeste (1940) es la décima película de estos cómicos únicos y aunque generalmente se considera que está un peldaño por debajo de Una noche en la ópera (1935) o Sopa de ganso (1933), contiene elementos suficientes para situarla entre lo más logrado de los Marx.

El guión, como es habitual, es un mero vehículo para que los cómicos desarrollen toda su inventiva y su caos en la pantalla. La historia gira en torno a una historia de amor de dos jóvenes de familias enfrentadas, Terry Turner (John Carroll) y Eve Wilson (Diana Lewis), y un terreno, que gracias al ferrocarril, puede valer una fortuna y hacer que los enamorados puedan casarse.

Será el título de propiedad de ese terreno, codiciado por todos y cambiando de manos continuamente, el eje por el que los hermanos Marx desplegarán su alocado y destructivo humor, aprovechando la ambientación en el Oeste americano para la aparición de indios, el típico saloon, las bailarinas y los rufianes de gatillo fácil. Como es de esperar, nada será como estamos acostumbrados a ver, ni los duelos con pistola, ni los viajes en diligencia, ni los poblados indios.

Pero los mejores momentos de la película se encuentran curiosamente al comienzo y el final; y solamente por esos dos momentos queda justificado ver la película y hacen de ella un título imprescindible dentro de la filmografía de los Marx.

El primero, nada más arrancar la cinta, contiene la escena en que Quentin conoce a los hermanos Panello e intenta conseguir el dinero que le falta para el billete de tren vendiéndoles un sombrero y su chaqueta a juego. Lo que no sabe el señor Quentin es que ha topado con dos pillos de primera que lo despluman en cinco minutos en uno de los momentos más hilarantes e ingeniosos de la película.

El final nos ofrece otra de las secuencias que han pasado a la historia del cine: la carrera en tren hacia el Este para conseguir vender las tierras de los Wilson a la compañía del ferrocarril. Esta escena contó con el asesoramiento de Buster Keaton, que aportó su experiencia de El maquinista de la General (1926), su obra maestra de la época muda.

Las imágenes de Groucho pidiendo más madera son ya míticas y ofrecen una paradoja lamentablemente demasiado realista: queriendo avanzar a toda costa, se llega a perder el sentido inicial de la empresa. Así, para alimentar a la locomotora, se acaba por destruir el resto del tren, con lo que ya nada tiene sentido. Un ejemplo muy gráfico de por qué el fin no justifica los medios.

En resumen, otra pequeña gran maravilla de un humor único e irrepetible donde nada tiene sentido, salvo el poder pasar unos momentos de pura diversión.

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