El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

miércoles, 17 de abril de 2013

Adiós, muchachos


Dirección: Louis Malle.
Guión: Louis Malle.
Música: Franz Schubert, Camille Saint-Saëns.
Fotografía: Renato Berta.
Reparto: Gaspard ManesseRaphael FejtöFrancine RacetteStanislas Carré de Malberg,Philippe Morier-GenoudFrançois BerléandFrançois NégretPeter FitzPascal RivetBendit HenrietXavier LegrandIrène Jacob.

Francia durante la ocupación nazi, invierno de 1944. Tras las vacaciones de Navidad, Julian Quentin (Gaspard Manesse) regresa de mala de gana al internado católico donde cursa sus estudios. En ese mismo momento llega un nuevo alumno, Jean Bonnet (Raphael Fejtö), y entre ambos se entabla pronto una rivalidad. Sin embargo, con el paso del tiempo y al ir conociéndose mejor, Julian y Jean se van convirtiendo en amigos. 

Adiós muchachos (1987) es una obra muy personal de su director, una vez de regreso en Francia tras su periplo americano. En realidad, se trata de un film autobiográfico en el que Malle recrea una parte importante y crucial de su infancia que, como dice el protagonista al final del la película, nunca podrá olvidar mientras viva. Para muchos esta es, sin duda, la mejor obra de su carrera.

Resulta al menos curioso que Malle aborde la historia con cierto distanciamiento que la convierte en un film, cuando menos, frío. Sin embargo, es una elección inteligente, pues el director opta por mantenerse lo más neutral posible y dejar que los hechos, contados sin apasionamiento y del modo más objetivo posible, hablen por sí mismos. Malle no hace valoraciones, no juzga, siguiendo la línea que había empleado ya en su polémico Lacombe, Lucien (1974). Con ello le resta emoción a la historia, pero ésta gana en verosimilitud. Malle no establece juicios sobre los actos de las personas. Hay religiosos con una actitud bondadosa y también otros, como la monja de la enfermería, que por miedo traicionan a los suyos. Hay nazis malos, pero también los hay buenos. En todo caso, Louis Malle se limita a exponer unos hechos que tuvieron lugar y marcaron su vida para siempre, pero sin caer en la tentación de dividir el film en buenos y malos y mucho menos en dejarse llevar por el sentimentalismo. Aquí reside el mérito de Adiós, muchachos 

Louis Malle nos cuenta la rutina diaria del internado con una visión casi de documentalista. Vemos las carencias materiales, el frío, el hambre, el pequeño mercado negro dentro del mismo internado para conseguir cigarrillos o canicas. Y vemos la infancia que siempre es la misma, en cualquier país, en cualquier situación: la pillería, las riñas, las envidias, la crueldad, la nobleza, la inocencia y la culpa. Como telón de fondo, una guerra y una ocupación que los niños viven a su manera, entre la curiosidad y la ignorancia. Hasta que les toque de lleno y las pérdidas sean irreparables y el sentimiento de impotencia y de culpabilidad se queden para siempre en sus almas. 

El propio director comentaba que en la película intentó recrear la primera gran amistad, truncada desgraciadamente por la guerra, y a la vez las primeras visiones desde la infancia del mundo de los adultos, con su violencia y sus prejuicios absurdos.

Pero, como decía antes, Malle prefiere no implicarse más de lo necesario. Hasta la escena final, con la despedida del sacerdote y los alumnos judíos, está filmada con una sobriedad espartana. Y ello la convierte en más emocionante si cabe. Aún así, la película es un tanto fría, con ese ritmo un tanto extraño de los films franceses que hacen que el conjunto pueda parecer algo irregular. Hay momentos preciosos, como la proyección del film de Charlot, pero también secuencias que no terminan de aportar gran cosa o que, sencillamente, no alcanzan el nivel del resto. 

Como también hay un pequeño inconveniente con las actuaciones de los niños. Se evidencia su impericia y ello penaliza un poco a la película. Siempre es complicado trabajar con un reparto donde los principales protagonistas son niños y ello queda patente con bastante claridad en este caso. 

De todos modos, Adiós, muchachos fue muy bien acogida internacionalmente, ganado varios premios y convirtiéndose en la película más representativa y valorada de un director un tanto irregular.

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