El cine y yo
Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.
Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.
El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.
El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.
No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.
Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.
El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.
El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.
No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.
sábado, 11 de febrero de 2017
Sidney
Dirección: Paul Thomas Anderson.
Guión: Paul Thomas Anderson.
Música: Michael Penn y Jon Brion.
Fotografía: Robert Elswit.
Reparto: Philip Baker Hall, John C. Reilly, Gwyneth Paltrow, Samuel L. Jackson, Philip Seymour Hoffman, F. William Parker.
Sydney (Philip Baker Hall), un viejo solitario que parece conocer los trucos para ganar dinero en los casinos encuentra un día a John (John C. Reilly), un hombre deprimido que necesita urgentemente seis mil dólares. Sydney decide ayudarlo y, a partir de entonces, se convierten en inseparables.
Sidney (1996) es el debut como director de Paul Thomas Anderson, autor también del guión de este film negro que representa una personal incursión en un género clásico. Tal vez por ello, por no volver a los lugares comunes del género, o al menos no de la manera tradicional, Anderson le da una nueva visión a la historia, un estilo muy personal que es el gran atractivo de la película.
Lo primero que destaca en Sidney es su ritmo lento. Anderson escapa del vértigo y de la acción para centrarse más en las pausas, los detalles, los gestos, apoyándose en una cámara con un punto de vista no muy habitual, que a veces se detiene en los objetos, otras en fragmentos de una escena, con cierta obstinación, dejándonos en una larga espera hasta abrir finalmente el plano. Con ello, el director consigue un punto de vista personal, un sello de marca que distingue a Sidney y le da una de sus señas de identidad.
Otro de los elementos diferenciadores es que la película, de entrada, no parece un film de cine negro. En un primer momento, parece más un film dramático sobre seres solitarios, necesitados de comprensión y ayuda. Y es que el director comienza la historia sin darnos ninguna pista sobre los personajes: no conocemos nada en absoluto del pasado de Sydney ni del de John; desconocemos, por ejemplo, por qué el primero intenta ayudar a un completo desconocido, algo que el guión se cuida de no desvelar hasta el final. No es un juego de engaños, es más una opción personal más, como la del ritmo. Y lo curioso es que Anderson consigue que la historia funcione sin necesidad de entrar a fondo en los protagonistas. Los personajes del film aparecen de repente, sin que se explique en ningún momento, con detalle, nada de sus vidas. Es parte del misterio, del juego al que nos invita el director. Será cada uno de nosotros, desde su butaca, el que complete un relato a su gusto, llenando todo aquello que no se cuenta, tanto del pasado como del incierto futuro de los protagonistas.
Aparecen, es cierto, los personajes tradicionales del cine negro, como el asesino, el perdedor o la mujer fatal, pero con un enfoque personal, sin el glamour de las películas clásicas del género. Son personajes más grises, más tristes, inmaduros incluso, que inspiran compasión. En todo caso, perdedores, dentro pues de los principios más clásicos del cine negro.
Anderson consigue además un reparto que funciona de maravilla. Cada uno de los actores resuelve su papel con una naturalidad asombrosa, con un trabajo cercano, intenso a veces, pero muy real. Incluso los personajes más extravagantes, como los de Samuel L. Jackson o Philip Seymour Hoffman resultan perfectos.
Sin duda, un debut de lo más prometedor para un director no muy prolífico, pero que ha sabido hacer un film muy personal que ofrece una nueva visión de un género muy definido, al que el director sabe lavar la cara convenientemente.
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