El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

martes, 8 de noviembre de 2011

La reina Cristina de Suecia



Desde siempre el cine se ha sentido atraido por las historias sobre reyes y cortesanos y La reina Cristina de Suecia (Rouben Mamoulian, 1933) es una prueba más de esta corriente, que tiene en su contra las enormes libertades que se toman los guionistas en relación a la fidelidad histórica, siempre en aras de la creatividad y el espectáculo. Y aquí se repite el escenario.

A la muerte de su padre, el rey Gustavo Adolfo en la batalla de Lutzen, la niña Cristina (Greta Garbo) hereda el trono de Suecia con seis años de edad. Desde entonces, dedica su vida a servir a su país. Pero Cristina también es  una mujer celosa de su independencia y se resiste a aceptar un matrimonio de estado que no le agrada. Un día que escapa de palacio para disfrutar de un poco de tranquilidad conoce por casualidad al embajador de España Don Antonio, conde de Pimentel (John Gilbert) y se enamorará perdidamente de él.

La reina Cristina de Suecia es, primeramente, un monumento erigido a la gloria de Greta Garbo, que por entonces estaba en la cima de su carrera. Hoy en día puede que nos cueste entender la popularidad y el atractivo de la actriz, una de las reinas de Hollywood, no sólo de su época, sino de la historia del cine. El tiempo, los cambios en las modas y los gustos y hasta las nuevas maneras de entender la interpretación hacen de la figura de la Garbo algo extraño y un tanto arcaico a día de hoy. Sin embargo, su interpretación tiene escenas memorables, en especial en aquellos momentos más íntimos, junto a otras algo menos creíbles, en especial cuando hace de reina y sus gestos parecen poco naturales. En todo caso, la película es un cúmulo de planos y primerísimos planos que resaltaban la belleza de esta extraña mujer, que se retiró del cine, y del mundo, con tan solo treinta y seis años. En este sentido, no cabe más que alabar el buen trabajo en la fotografía de William H. Daniels.

En cuanto al argumento, como decía al comienzo, se permite muchas licencias históricas en beneficio de lo que interesa: crear una hermosa y triste historia de amores reales, un drama palaciego que, sin embargo, destaca por la modernidad de los planteamientos: la figura de la reina se dibuja como la de una mujer culta, sensible, celosa de su independencia, decidida, defensora de su libertad para decidir con quién casarse, anteponiendo la felicidad del pueblo llano a las glorias militares de su país... que dignifica a la mujer y la pone a nivel de igualdad, cuando no de superioridad, con los hombres. De hecho, en la película se invierten los papeles en muchos momentos, siendo los hombres los que se enredan en disputas motivadas por los celos, se muestran menos brillantes, etc. Pero además, la película es moderna por otro elemento: la ambigüedad sexual de Cristina, que se viste como un hombre, habla de sí misma en masculino ("Creo que moriré siendo lo que llaman un soltero") y no duda en besar en los labios a su ayudante de cámara Ebba Squarre (Elisabeth Young); ambigüedad que casaba muy bien con la bisexualidad de Greta Garbo y que no deja de admirarnos en un film de 1933.

Fue Greta Garbo además la que impuso a John Gilbert como su pareja en el reparto, en detrimento de Lawrence Olivier, el actor elegido para el papel de Antonio en un primer momento. Gilbert, cuya época gloriosa (el cine mudo) ya había pasado y que no sobrevivió artísticamente a la llegada del cine sonoro, era entonces la pareja sentimental de Garbo en la vida real y componen una de las historias de amor más hermosas de la pantalla grande. Algunas escenas entre ambos han quedado para la historia. Pero yo me quedo con la de la alcoba, cuando ella recorre la habitación, abraza los muebles y mira a su amor embelesada; sobraban las palabras, que incluso parecen romper el encanto de las imágenes. La otra escena famosa de la película es el travelling final sobre el rostro de Cristina en el barco. Ella preguntó al director que expresión debía adoptar y éste le contestó que ninguna, que no pensara en nada; de esta manera, su rostro frío e inexpresivo deja a cada espectador la posibilidad de dotarlo de un sentimiento propio.

Junto a unos esquisitos decorados y a la ya citada excelente fotografía, La reina Cristina de Suecia cuenta además con unos diálogos sobresalientes, con algunas frases para el recuerdo ("Nuestra vida es lo único que tenemos", "Estoy cansada de ser un mito, solo quiero ser una mujer") que demuestran cómo se debe hacer una buena película: con talento y cuidando siempre cada uno de los elementos que componen.

No nos olvidemos de la magnífica dirección de Mamoulian, pausada, elegante, solemne por momentos, resaltando por un lado el lujo de la corte y, por el otro, sabiendo filmar con delicadeza y un aire romántico las escenas más íntimas. Y siempre sin perder el ritmo, sin dejar que la historia se pierda en escenas vacías.

Es verdad que los años pesan, en especial en lo que hoy se ven como torpes efectos especiales. Pero hasta estos defectos encuentran acomodo perfecto en una película cuyo aire antiguo, casi caduco, no es más que otro punto a su favor, un elemento más de su encanto.

La reina Cristina de Suecia es una gran película, una triste historia de amor contada con elegancia y buen gusto, y aquí reside también gran parte de su belleza, lejos de dramatismos forzados, y que nos reconcilia con la mejor tradición del Hollywood inmortal.

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