El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

miércoles, 16 de agosto de 2017

M, el vampiro de Düsseldorf



Dirección: Fritz Lang.
Guión: Thea von Harbou y Fritz Lang.
Música: Edvard Grieg.
Fotografía: Fritz Arno Wagner.
Reparto: Peter Lorre, Otto Wernicke, Gustav Gründgens, Theo Lingen, Theodor Loos, Georg John, Ellen Widman, Inge Landgut.

Un asesino de niñas tiene atemorizada a toda la ciudad de Düsseldorf. La policía está desesperada, pues no tiene ninguna pista sobre su identidad. Hasta el crimen organizado, agobiado por la presión policial, decide intentar capturarlo.

M, el asesino de Düsseldorf (1931) es la primera película sonora de Fritz Lang, que buscaba resarcirse de sus anteriores fracasos comerciales con Metrópolis (1927) y La mujer en la luna (1928). Lang escribió el guión junto a su esposa Thea y, a pesar de que se suele interpretar que la película es una especie de recreación de los crímenes de un famoso asesino en serie de la época, Peter Kürten, conocido como el vampiro de Düsseldorf, el propio director afirmó que se había inspirado en varios asesinos, entre ellos el propio Kürten, que no sólo asesinaba a niñas, como es el caso del protagonista del film. También se ha afirmado que el cambio del título inicialmente previsto para la película, M. Asesino entre nosotros, por el definitivo fue motivado para evitar que se interpretara como alusivo al partido nazi, algo que no parece del todo cierto.

Dejando de lado estas suposiciones, lo que es evidente es que con este film Fritz Lang consigue uno de sus mayores logros en su etapa europea, consiguiendo que la película haya pasado a formar parte de cualquier historia del cine como uno de sus hitos.

Técnicamente, Lang se muestra deudor del expresionismo alemán, con una importancia crucial de la fotografía en toda la película, jugando con las luces y las sombras, de manera que se crea un clima claustrofóbico y peligroso, además de servir el uso de las sombras como un elemento narrativo más, como cuando aparece la sombra del asesino sobre el cartel que anuncia la recompensa ofrecida por capturarle, antes de asesinar a una nueva niña.

Paralelamente al uso expresivo de la iluminación, Lang juega con los ángulos forzados de la cámara, con picados y contrapicados extremos, algunos más eficaces que otros, y un montaje que utiliza las imágenes como apoyo narrativo, recurso claramente proveniente del cine mudo, del cuál la película es claramente deudora, como no podía ser de otra manera.

Pero si el uso de la fotografía no era en sí una novedad, sí que lo era el uso del sonido y aquí Lang vuelve a tener un toque de genialidad cuando asocia la figura del asesino con la melodía que silba obsesivamente y por la que además será identificado por el ciego, lo que provocará su detención. Por cierto, la melodía es "En el salón del rey de la montaña" de la obra de Grieg Peer Gynt. No solo este recurso resulta tremendamente eficaz y con una gran carga dramática, sino que es la única pieza musical que se escucha en toda la película, lo que resalta aún más su trascendencia.

Eso sí, fiel al estilo elíptico de la época, amén de responder también a criterios morales, el director utiliza las señales indirectas en los momentos claves. Así, nunca vemos ningún asesinato de una niña, sino que en su lugar vemos rodar una pelota o perderse en el aire un globo sin dueño. Es sin duda un estilo mucho más expresivo, rico y respetuoso que la tendencia actual de mostrarlo todo, recreándose incluso muchas veces en los detalles más escabrosos.

Sin embargo, el interés de M, el vampiro de Düsseldorf no se limita a estos aspectos técnicos. La fuerza de la película reside también en la denuncia social evidente, con la policía y el crimen organizado compartiendo un mismo objetivo, en una secuencia realmente lograda, con el montaje paralelo de las deliberaciones policiales y las del hampa; o las presiones políticas sobre la labor policial o también el peligro del clima de histeria colectiva que se genera, capaz de comprometer a cualquier ciudadano inocente por culpa de la paranoia de sus vecinos.

Y por último, está el momento final, cuando los delincuentes que han apresado a Hans Beckert (Peter Lorre) lo juzgan. En realidad, está condenado de antemano y aquello no es ni un simulacro de juicio, sino un linchamiento en toda regla. En vano, el defensor asignado a Beckert intenta convencer a sus camaradas que tiene que ser el Estado el que se ocupe de él, un perturbado mental. En una escena desgarradora, un genial Peter Lorre clama clemencia y explica el tormento que sufre en su interior, con una voz que le grita constantemente y que solo logra aplacar asesinando a niñas. Se plantea así un intenso dilema: ¿qué se debe hacer para proteger la vida de niños inocentes?, ¿es lícito matar al enfermo para impedir que reincida?, ¿debe el Estado cuidar a un asesino así?. Más allá de interpretaciones políticas, debido a la situación de Alemania en esa época, de dudosa credibilidad, el dilema planteado en sí mismo en torno a la figura de enfermos peligrosos es ya de por sí suficientemente interesante.

La película tampoco nos ofrecerá respuestas, más allá de la inquietante advertencia de una de las madres que han pedido a su hija: debemos vigilar a nuestros hijos. Cada cuál interpretará este final según sus convicciones.

Queda para la historia la soberbia interpretación de todo el reparto, deudor también de la expresividad gesticulante del cine mudo, naturalmente. Pero por encima de todos, destacar a un espectacular Peter Lorre, quizá en el papel de su vida, realmente soberbio y hasta conmovedor en su papel de enfermo mental, atormentado y frágil, desesperado, que termina por resultar hasta digno de lástima. a pesar de la repulsión que producen sus actos.

Sin duda, un film clave en la historia del cine, ejemplo y modelo para muchos directores y donde Fritz Lang consigue crear una pequeña obra de arte que sigue vigente después de más de ochenta años.

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