El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Los que no perdonan



Dirección: John Huston.
Guión: Ben Maddow (Novela: Alan Le May).
Música: Dimitri Tiomkin.
Fotografía: Franz Planer.
Reparto: Burt Lancaster, Audrey Hepburn, Audie Murphy, Charles Bickford, Lillian Gish, Doug McClure, John Saxon, Albert Salmi, Joseph Wiseman.

Un día, un misterioso anciano se presenta en la propiedad de la familia Zachary afirmando que la hermana menor, Rachel (Audrey Hepburn), es en realidad una india kiowa. Cuando el rumor se extiende y llega a oídos de los indios, éstos reclaman a la joven.

John Huston no fue un director que sintiera predilección por el western, en su larga carrera solo dirigió dos: el que nos ocupa ahora y El juez de la horca (1972). Y en ambas dejó su impronta personal.

Los que no perdonan (1960) podría ser el caso contrario a Centauros del desierto (John Ford, 1956). Si en la película de Ford son los blancos los que buscan a una niña raptada por los indios, aquí son los kiowas los que reclaman a los hombres blancos a una niña de su tribu. En ambos casos se trata de enfrentarse al tema del racismo.

La película de Huston me pareció un tanto excesiva, o teatral, como quiera decirse. En este sentido me recordó a Duelo al sol (King Vidor, 1946), donde el drama parecía reinar absolutamente sobre todo sin medida. En Los que no perdonan es excesivo tanto el drama como la comedia. La película arranca de un modo un tanto bucólico y amable, lo que se ve claramente en la comida de los Zachary con sus vecinos, los Rawlins, y el juego de pretendidos-pretendientes, que visto hoy en día roza lo ridículo.

Y cuando la película entra en materia y deja definitivamente, o casi, el tono ligero, el drama surge en toda su plenitud. Es el tono elegido por Huston para su relato, donde se constata claramente su ambición por ofrecernos un film intenso, que nos deje indiferentes.

Ben Zachary (Burt Lancaster) está dispuesto a matar al viejo Abe (Joseph Wiseman) por perturbar la paz familiar con rumores y sale a darle caza con su hermano Cash (Audie Murphy). La matriarca Mattilda Zachary (Lillian Gish) no duda en ahorcar a Abe para acallar de una vez por todas su verdad, porque la que ha mentido toda la vida es en realidad ella.

Por todo ello, es complicado que nos identifiquemos con los Zachary; produciéndose el caso curioso de que sentimos más afinidad con los indios, que finalmente reclaman, pacíficamente en un principio, a una miembro de su raza que con estos ganaderos un tanto radicales.

Si a este tratamiento tan extraño del tema principal unimos la relación entre Ben y Rachel, con insinuaciones de ella y el compromiso final de ambos en matrimonio, no podemos llegar a otra conclusión que estamos ante un western decididamente atípico y bastante polémico.

Quizá lo más destacable de todo sea finalmente el reparto, sobre todo por la presencia de Audrey Hepburn, con un magnetismo especial, y de Lillian Gish, veterana de los comienzos del cine y que aún era un regalo verla actuar. En el lado masculino, me quedaría con Charles Bickford, un secundario de lujo. Burt Lancaster, sin terminar de convencerme demasiado, en esta ocasión está más contenido que en otros trabajos suyos, lo cuál es de agradecer.

La película también sufrió ciertos problemas que han quedado para la historia. Por un lado, Audrey estaba embarazada cuando rodaba el film y una caída de un caballo le produjo un aborto. Por otra parte, John Huston se las tuvo con los productores y la película sufrió algunos retoques en la sala de montaje, no quedando la copia final como hubiera deseado el director.

En todo caso, estamos ante un film complejo, que va más allá de ser un mero western al uso, y es que en 1960 el western ya no era el western de su época clásica, sino un vehículo para expresar otros muchos problemas.

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