El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Manhattan


Tras unos comienzos plenamente humorísticos, en 1977 Allen cambia de registro hacia proyectos más serios con la magnífica Annie Hall, a la que sigue Interiores (1878). Manhattan (1979) confirma y continúa esa tendencia y ofrece otra muestra de esa manera de hacer cine tan personal y, al tiempo, tan universal del director.

Isaac Davis (Woody Allen) es un escritor de gags cómicos para televisión que ha pasado ya de los cuarenta y que mantiene un romance con una joven de tan sólo diecisiete años (Mariel Hemingway). Su segunda esposa (Meryl Streep), que lo ha dejado por otra mujer, está escribiendo un libro donde cuenta las intimidades de su matrimonio y su mejor amigo, Yale (Michael Murphy), engaña a su esposa con una atractiva mujer (Diane Keaton) que encuentra a Isaac muy interesante.

Manhattan es, sin duda, una de las cumbres del cine de Woody Allen. Fresca, personal, íntima y a la vez genérica, es una película que condensa como quizá ninguna otra el universo de este director; y es alegre, a la par que no deja de ser ácida y un tanto pesimista.

Lo que seduce de la película, escrita por el propio Woody Allen junto con Marshall Brickman, es su frescura y esa manera tan personal del director de burlarse de todas las cosas que tenemos por importantes y serias. Porque en Manhattan se desmontan el éxito profesional, el matrimonio, la intelectualidad, la cultura, el psicoanálisis y, en general, todo lo que se identifica con progreso y modernidad. El propio Isaac confiesa que lo verdaderamente importante no le llega a la persona a través del intelecto, sino por otro orificio.

Los personajes supuestamente en la cima de sus vidas, Isaac, su amigo Yale, la inteligente y hermosa Mary Wilke (Diane Keaton), son precisamente los más patéticos, perdidos en unos trabajos que no les llenan, planeando siempre hacer algo brillante que no termina de llegar y con un vacío afectivo inmenso que pretenden llenar buscando donde no deben. En medio de este desierto aparece Tracy (Mariel Hemigway), una estudiante de bachillerato que es la única realmente equilibrada, centrada y que sabe lo que quiere. Su personaje se va ganando nuestro afecto y al final, es ella la tabla de salvación de nuestro simpático naufrago Isaac.

Es cierto que no podemos decir que las interpretaciones sean magistrales, en especial la de Mariel. Pero tampoco son la clave de la película. Manhattan se sostiene en su retrato de una sociedad, la neoyorkina en concreto, pero extrapolable a muchas otras latitudes, en la brillantez de los diálogos y hasta en la fotografía en blanco y negro, porque es así como a Allen le gusta ver Nueva York.

El tema de la dirección es ya harina de otro costal. Para mi gusto la veo demasiado manierista, poco natural, forzada. Para otros, sin embargo, es brillante ese enfoque parcial, el uso de grandes planos fijos o el recurso al fuera de campo. Lo que se nota, desde el comienzo mismo, con la descripción de Nueva York bajo los acordes de "Rapsody in blue" de Gershwin, es el intento de Woody Allen de hacer poesía con un film muy personal. Pero la poesía de Allen no va ser académica, salvo el pequeño lujo que se concede con la imagen de Isaac y Mary sentados en un banco bajo el puente de la calle Cincuenta y Dos, que sirve como imagen del cartel del film. La poesía que presenciamos aquí es menos refinada, más de andar por casa, pero igualmente válida y conmovedora. Como conmovedor es el monólogo de Isaac mencionando varias razones por las que vale la pena vivir y, especialmente, su súplica a la dulce Tracy para que no se vaya a Londres y, en su defecto, que no se deje cambiar. Al final, un hermoso canto a la inocencia y la pureza de la juventud contado, eso sí, con otro tipo de versos.

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