Dirección: Michael Hoffman.
Guión: Neil Tolkin (Cuento: Ethan Canin).
Música: James Newton Howard.
Fotografía: Lajos Koltai.
Reparto: Kevin Kline, Emile Hirsch, Joel Gretsch, Embeth Davidtz, Rob Morrow, Edward Herrmann, Harris Yulin, Paul Dano, Steven Culp.
Ya desde el título mismo esta película nos remite a El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989). Grave error. Salvo el hecho de desarrollarse la acción en sendos colegios de élite, ambos films poco tienen en común y El club de los emperadores (2002) sale perdiendo ante cualquier mínima comparación.
William Hundert (Kevin Kline) es un profesor ya maduro que ha sido invitado a un lujoso hotel donde tendrá lugar una reunión de antiguos alumnos suyos del colegio St. Benedict. Allí va a encontrarse de nuevo con Sedgewick Bell (Emile Hirsch), alumno suyo en los años setenta, hijo de un senador, al que no había podido inculcar el sentido del deber y del honor mientras fue su pupilo.
El club de los emperadores comienza de manera prometedora, con el tono nostálgico de quién evoca tiempos pasados y una puesta en escena impecable en cuanto a fotografía, ambientación y vestuario. La referencia, en el primer día de clase, a un antiguo caudillo olvidado por los libros de historia parece prometer una película exquisita, culta y apasionante. Pero pronto comienzan a pasar los minutos sin que nada verdaderamente interesante suceda. En ningún instante he podido, al menos durante la primera hora larga de película, meterme de lleno en la historia, que pasaba de largo como con una alarmante falta de fuerza. Hasta la interpretación de Kline parecía demasiado estudiada, sin naturalidad. Era la forma devorando el contenido.
El guión es bastante previsible, con lo que no tenemos sorpresas que nos mantengan alerta, a lo que se suma un repertorio de personajes demasiado vistos; desde el buen profesor desvelado por inculcar algo más que conocimientos a sus alumnos hasta el niño mimado rebelde y su influyente padre, senador por Virginia (Harris Yulin), prepotente y que no tiene tiempo para ocuparse de su hijo; lo que les da más el carácter de prototipos más que de personajes realmente profundos y trabajados.
Tampoco la duración un tanto excesiva para lo que realmente se cuenta, 107 minutos, ayuda a sobrellevar la película. Afortunadamente, la parte final de la historia consigue despertar algo más nuestro interés. Por un lado, gracias a que el alumno díscolo sigue siéndolo de mayor, con lo que se evita caer en el mensaje edificante y empalagoso de turno (algo de lo que no nos libramos finalmente del todo, pero que queda en parte compensado con el buen criterio realista de ver al poderoso comportarse como pensamos que se comportan habitualmente). Por otra parte, el final encierra los momentos más emotivos, con lo no es difícil que la historia gane en intensidad. Es verdad, también, que el tono es un tanto empalagoso y quizá se alarga en exceso el desenlace, un poco en la tónica cansina de toda la película.
Quizá en manos de otro director, El club de los emperadores hubiera tenido algo más de sangre en sus venas, quizá. Pero creo que el problema principal reside en el guión, que se queda en la superficie de las cosas, se remite siempre a estereotipos y prefiere agarrarse a lo sencillo antes de arriesgar. El resultado es un film correcto pero sin garra, previsible y que no dejará realmente una huella profunda en nosotros, a pesar de sus innegables buenas intenciones.
William Hundert (Kevin Kline) es un profesor ya maduro que ha sido invitado a un lujoso hotel donde tendrá lugar una reunión de antiguos alumnos suyos del colegio St. Benedict. Allí va a encontrarse de nuevo con Sedgewick Bell (Emile Hirsch), alumno suyo en los años setenta, hijo de un senador, al que no había podido inculcar el sentido del deber y del honor mientras fue su pupilo.
El club de los emperadores comienza de manera prometedora, con el tono nostálgico de quién evoca tiempos pasados y una puesta en escena impecable en cuanto a fotografía, ambientación y vestuario. La referencia, en el primer día de clase, a un antiguo caudillo olvidado por los libros de historia parece prometer una película exquisita, culta y apasionante. Pero pronto comienzan a pasar los minutos sin que nada verdaderamente interesante suceda. En ningún instante he podido, al menos durante la primera hora larga de película, meterme de lleno en la historia, que pasaba de largo como con una alarmante falta de fuerza. Hasta la interpretación de Kline parecía demasiado estudiada, sin naturalidad. Era la forma devorando el contenido.
El guión es bastante previsible, con lo que no tenemos sorpresas que nos mantengan alerta, a lo que se suma un repertorio de personajes demasiado vistos; desde el buen profesor desvelado por inculcar algo más que conocimientos a sus alumnos hasta el niño mimado rebelde y su influyente padre, senador por Virginia (Harris Yulin), prepotente y que no tiene tiempo para ocuparse de su hijo; lo que les da más el carácter de prototipos más que de personajes realmente profundos y trabajados.
Tampoco la duración un tanto excesiva para lo que realmente se cuenta, 107 minutos, ayuda a sobrellevar la película. Afortunadamente, la parte final de la historia consigue despertar algo más nuestro interés. Por un lado, gracias a que el alumno díscolo sigue siéndolo de mayor, con lo que se evita caer en el mensaje edificante y empalagoso de turno (algo de lo que no nos libramos finalmente del todo, pero que queda en parte compensado con el buen criterio realista de ver al poderoso comportarse como pensamos que se comportan habitualmente). Por otra parte, el final encierra los momentos más emotivos, con lo no es difícil que la historia gane en intensidad. Es verdad, también, que el tono es un tanto empalagoso y quizá se alarga en exceso el desenlace, un poco en la tónica cansina de toda la película.
Quizá en manos de otro director, El club de los emperadores hubiera tenido algo más de sangre en sus venas, quizá. Pero creo que el problema principal reside en el guión, que se queda en la superficie de las cosas, se remite siempre a estereotipos y prefiere agarrarse a lo sencillo antes de arriesgar. El resultado es un film correcto pero sin garra, previsible y que no dejará realmente una huella profunda en nosotros, a pesar de sus innegables buenas intenciones.
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