El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

sábado, 27 de noviembre de 2010

El club de los emperadores


Ya desde el título mismo esta película nos remite a El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989). Grave error. Salvo el hecho de desarrollarse la acción en sendos colegios de élite, ambos films poco tienen en común y El club de los emperadores (Michael Hoffman, 2002) sale perdiendo ante cualquier mínima comparación.

William Hundert (Kevin Kline) es un profesor ya maduro que ha sido invitado a un lujoso hotel donde tendrá lugar una reunión de antiguos alumnos suyos del colegio St. Benedict. Allí va a encontrarse de nuevo con Sedgewick Bell (Emile Hirsch), alumno suyo en los años setenta, hijo de un senador, al que no había podido inculcar el sentido del deber y del honor mientras fue su pupilo.

El club de los emperadores comienza de manera prometedora, con el tono nostálgico de quién evoca tiempos pasados y una puesta en escena impecable en cuanto a fotografía, ambientación y vestuario. La referencia, en el primer día de clase, a un antiguo caudillo olvidado por los libros de historia parece prometer una película exquisita, culta y apasionante. Pero pronto comienzan a pasar los minutos sin que nada verdaderamente interesante suceda. En ningún instante he podido, al menos durante la primera hora larga de película, meterme de lleno en la historia, que pasaba de largo como con una alarmante falta de fuerza. Hasta la interpretación de Kline parecía demasiado estudiada, sin naturalidad. Era la forma devorando el contenido.

El guión es bastante previsible, con lo que no tenemos sorpresas que nos mantengan alerta, a lo que se suma un repertorio de personajes demasiado vistos; desde el buen profesor desvelado por inculcar algo más que conocimientos a sus alumnos hasta el niño mimado rebelde y su influyente padre, senador por Virginia (Harris Yulin), prepotente y que no tiene tiempo para ocuparse de su hijo; lo que les da más el carácter de prototipos más que de personajes realmente profundos y trabajados.

Tampoco la duración un tanto excesiva para lo que realmente se cuenta, 107 minutos, ayuda a sobrellevar la película. Afortunadamente, la parte final de la historia consigue despertar algo más nuestro interés. Por un lado, gracias a que el alumno díscolo sigue siéndolo de mayor, con lo que se evita caer en el mensaje edificante y empalagoso de turno (algo de lo que no nos libramos finalmente del todo, pero que queda en parte compensado con el buen criterio realista de ver al poderoso comportarse como pensamos que se comportan habitualmente). Por otra parte, el final encierra los momentos más emotivos, con lo no es difícil que la historia gane en intensidad. Es verdad, también, que el tono es un tanto empalagoso y quizá se alarga en exceso el desenlace, un poco en la tónica cansina de toda la película.

Quizá en manos de otro director, El club de los emperadores hubiera tenido algo más de sangre en sus venas, quizá. Pero creo que el problema principal reside en el guión, que se queda en la superficie de las cosas, se remite siempre a estereotipos y prefiere agarrarse a lo sencillo antes de arriesgar. El resultado es un film correcto pero sin garra, previsible y que no dejará realmente una huella profunda en nosotros, a pesar de sus innegables buenas intenciones.

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