El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

martes, 11 de septiembre de 2018

Juegos prohibidos



Dirección: René Clément.
Guión: François Boyer, Jean Aurenche, Pierre Bost y René Clément (Novela: François Boyer).
Música: Narciso Yepes.
Fotografía: Robert Juillard.
Reparto: Brigitte Fossey, Georges Poujouly, Lucien Hubert, Suzanne Courtal, Jacques Marin, Louis Saintève, Amédée, Bernard Musson, André Wasley.

Francia, junio 1940: miles de franceses escapan de la invasión alemana hacia el sur. Los padres de la pequeña Paulette (Brigitte Fossey) mueren en la carretera durante un ataque de la aviación alemana. La pequeña vaga por la campiña con su perrito muerto cuando es encontrada por el jovencito Michel (Georges Poujouly), que se la lleva a su casa.

La originalidad de Juegos prohibidos (1952) es que aborda el tema de la guerra a través de los ojos de dos niños de cinco (Paulette) y once años (Michel). Y el mundo de los niños es siempre curioso, extraño, con una mezcla inverosímil de fantasía, inocencia y cierta crueldad. Nada es, a sus ojos, como lo vemos de adultos. Y René Clément ha sabido contarnos su historia con una asombrosa comprensión de ese universo infantil.

Sin ningún preámbulo, Juegos prohibidos arranca con la muerte de los padres de Paulette, en una escena terrible, sin concesiones. La desolación de los espectadores choca con la actitud de la niña, incapaz de comprender qué es la muerte. Parece como si, ante los cuerpos de sus padres muertos, no fuera consciente del drama que ello supone y presta más atención a su perrito muerto. Es complicado saber qué pasa por la mente de un niño de esa edad ante una situación así, porque aún no son conscientes, tal vez, de lo que significa la palabra definitivo.

Paulette encontrará refugio en casa de Michel, un niño que se convertirá en su protector. Sin embargo, la presencia constante de la guerra y de la muerte, que vuelven a estar presentes con los bombardeos nocturnos y el fallecimiento del hermano mayor de Michel, harán mella en Paulette, que sentirá una especie de obsesión con la muerte, sin saber muy bien qué significa ni cómo expresarla o sentirla. Sin embargo, Michel intentará ayudarla desde su propia ignorancia: le construirá un bonito cementerio para que su perrito muerto no se encuentre solo, rodeándolo de otros animales muertos, con sus cruces, y le ensañará a rezar, si bien ninguno de los dos saben concretamente la finalidad y el significado de las plegarias. Simplemente, adaptan las costumbres de los adultos a su propio universo cerrado.

Es, por lo tanto, todo un mundo paralelo el que ambos niños crean de espaldas al mundo de los mayores, tan absurdo como el suyo, con la rivalidad de las familias vecinas que, incluso con una guerra encima, son incapaces de dejar a un lado sus envidias y mezquindades. Estas luchas, incomprensibles y basadas en suposiciones erróneas, vienen a ser, a cierta escala, reflejo de las tensiones entre naciones vecinas que terminan en odiosas guerras. Pero es que la naturaleza humana es así y parece no tener remedio. Y esto es lo que refleja Clément en Juegos prohibidos, sin pretender moralizar sobre ello. Su relato es un reflejo de la vida, de las relaciones humanas, de lo absurdo de muchas situaciones que, bien miradas, son incomprensibles, como el universo de los niños. Y ahí reside la belleza de Juegos prohibidos, en que intenta ser un reflejo de la vida, sin más. No hay mensajes edificantes, ni siquiera un atisbo de esperanza. René Clément nos presenta la miseria diaria, la lucha más prosaica por la subsistencia, lejos de dogmatismos o de falsas ilusiones. Una vida que se escapa de los deseos de las personas, que son arrastradas por la guerra, el hambre, la envidia, el deseo y la fantasía, como si no fueran casi dueños de su provenir. Y es lo que sucede con  Michel y Paulette, que viven su fugaz amistad sin control alguno sobre su futuro, en manos de unos adultos que se mueven ajenos a sus necesidades y afectos.

Pero si este drama tan peculiar funciona tan bien es por el excelente trabajo de Brigitte Fossey y Georges Poujouly, un prodigio de frescura y naturalidad que nos conmueven por su absoluta espontaneidad, haciendo que en muchos instantes de la película nos olvidemos que se trata de una ficción.

La música delicada y de una sencillez absoluta de Narciso Yepes aporta una nota poética al universo tan personal que crean los dos protagonistas en medio de ese mundo devastado por la guerra y la miseria.
 
Un par de curiosidades para terminar: el director había pensado hacer un cortometraje basado en el relato de François Boyer, que formaría parte, con otros, de una película sobre la infancia y la guerra; pero Jacques Tati le animó a hacer un largometraje y, dado el potencial de su obra, el director se decidió finalmente a alargar el relato.

Los que hacen de padres de Paulette en la película son, en realidad, los verdaderos padres de Brigitte Fossey en realidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario