El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

martes, 4 de septiembre de 2018

Lo que piensan las mujeres



Dirección: Ernst Lubitsch.
Guión: Donald Ogden Stewart.
Música: Werner R. Heymann.
Fotografía: George Barnes.
Reparto: Merle Oberon, Melvyn Douglas, Burgess Meredith, Alan Mowbray, Olive Blakeney, Harry Davenport, Sig Ruman, Eve Arden.

La señora Jill Baker (Merle Oberon), casada con Larry (Melvyn Douglas), un vendedor de seguros, decide acudir a un psicoanalista para consultarle un pequeño problema que tiene: cada vez que está irritada tiene hipo. El médico cree que puede deberse a la monotonía de su vida matrimonial.

Lo que piensan las mujeres (1941) es una comedia ligera sobre el matrimonio y los problemas de la rutina doméstica dirigida por el maestro Ernst Lubitsch, a quién se le deben algunas de las comedias más inspiradas de los años treinta y cuarenta. Sin embargo, hemos de reconocer que en esta ocasión, la obra no está a la altura de títulos como Ninotchka (1939), El bazar de las sorpresas (1940) o Ser o no ser (1942), sus películas más destacables.

Quizá el principal inconveniente de Lo que piensan las mujeres es el tono excesivamente ligero en que está planteada. No se llega a percibir la crisis de la pareja como algo serio, ni los problemas de Jill parecen merecer una mínima preocupación. Hubiera sido de agradecer algo más de profundidad a la hora de afrontar las tribulaciones de la pareja protagonista; incluso el tercero en discordia, Alexander Sebastian (Burgess Meredith), el pianista engreído y excéntrico, resulta un personaje demasiado caricaturesco.

Además, resulta evidente que los problemas matrimoniales de los protagonistas tendrán un final feliz, pues nunca llegamos a dudar de su amor, a pesar de pasar por un pequeño bache, con lo que se pierde un poco el factor sorpresa, que siempre es un punto a favor.

Otro problema que noté es la falta de ritmo evidente en muchos momentos de la película, con secuencias en que las réplicas no son todo lo ágiles que debieran, creando una sensación extraña, con momentos en que parece que la acción se atasca, que falta fluidez.

A pesar de ello, Lo que piensan las mujeres no deja de tener momentos brillantes, con algunos diálogos muy inspirados en los que se juega con la lucha de sexos, los celos y hasta la crítica artística. Los dardos, siempre complacientes y sin verdadera maldad, apuntan tanto al marido acomodado en su vida tranquila como a la mujer ociosa, que se aburre por no tener nada interesante que hacer en su vida y, cómo no, al arte moderno, pretencioso, oscuro y aburrido, junto a los artistas vanidosos, altivos y cobardes. Sebastian, por ejemplo, se considera un genio tocando el piano cuando para el resto del mundo no es más que es un pianista de segunda fila.

Entre los muchos momentos interesantes, quizá destacaría algunas secuencias que nos hablan de la elegancia de Lubitsch como director. Por ejemplo, su recurso a la elipsis, algo muy habitual en él, gracias a la cuál el director no nos muestra lo que sucede en realidad, pero lo adivinamos sin esfuerzo y el resultado es mucho más interesante; como la escena en que Alexander quiere besar a Jill y esta se aparta, negándole el beso. Ambos salen de pantalla y, al volver Alexander, se sienta al piano tocando una arrebatadora melodía, lo que nos aclara que finalmente consiguió su objetivo.

También es muy bonita la manera que tiene el director de mostrarnos los verdaderos sentimientos de los protagonistas de una manera indirecta. Cuando Larry tiene que abofetear a Jill para justificar el divorcio, lo hace después de haberse emborrachado, pues sobrio no tenía valor para hacerlo. Otro momento de los más inspirados es la secuencia de reconciliación en el hotel, un prodigio de puesta en escena en la que Larry juega al engaño con Jill, que termina descubriendo el pastel mientras su marido sigue con su pantomima, hasta que ambos dejan caer sus máscaras con un apasionado beso. Una hermosa y simpática manera de poner punto y final a su desencuentro.

Melvyn Douglas, que ya había trabajado con Lubitsch en Ninotchka, me parece perfecto para su papel. Douglas era un actor elegante y sobrio y no carente de atractivo. Su buena conexión con Merle Oberon es evidente y esa química se nota en sus escenas juntos, donde se dan los mejores momentos de la película. Burgess Meredith, más conocido en su madurez por su papel como entrenador de Rocky, está también más que correcto, si bien su personaje es el más teatral de todos.

Llama la atención el detalle de recurrir a carteles para aclarar algunos momentos del relato, al estilo del cine mudo, en lugar de recurrir a la más moderna voz en off. Y también es curioso que los industriales a los que Larry tiene que vender sus pólizas sean húngaros, país donde transcurría la acción en El bazar de las sorpresas.

Y otra curiosidad más, el director ya había filmado el mismo argumento en su etapa de cine mudo, bajo el título de Divorciémonos (1925).

No hay comentarios:

Publicar un comentario