Dirección: Sergio Leone.
Guión: Sergio Leone, Leonardo Benevenuti, Piero de Bernardi, Enrico Medioli, Franco Arcalli y Franco Ferrini.
Música: Ennio Morricone.
Fotografía: Tonino Delli Colli.
Reparto: Robert De Niro, James Woods, Elizabeth McGovern, Tuesday Weld, William Forsythe, Treat Williams, Jennifer Connelly, Burt Young, Joe Pesci, Danny Aiello, Clem Caserta, James Russo, Mario Brega, Scott Tiler, Rusty Jacobs.
A comienzos del siglo XX, en el barrio judío de Nueva York, David "Noodles" Aaronson (Scott Tiler), un ladrón adolescente, conoce a Max Bercowicz (Rusty Jacobs), otro joven delincuente. Ambos se harán inseparables y pronto comenzarán a prosperar en el mundo del crimen.
Érase una vez en América (1984) es la obra más ambiciosa de Sergio Leone, que se había ganado fama internacional con el espagueti western, y finalmente su última película, pues murió de un infarto en 1989 sin llegar a estrenar nada más.
Según muchos críticos, se trata de una obra maestra, un film hermoso y triste que sitúan entre los mejores de su género. Sin duda, creo que es el mejor del director, lo cual tampoco es mucho decir pues, desde mi punto de vista, Sergio Leone es uno de los directores más sobrevalorados del cine.
Para empezar, tomó los clichés más absurdos del cine del oeste y convirtió sus películas en caricaturas del género. Me duele ver como en sus manos, un género que dejó obras maestras inmortales se convertía en un subproducto infumable.
Érase una vez en América es un proyecto grandioso. Sus 225 minutos de duración, con un intermedio para alivio del espectador, ya lo anuncian sin género de dudas. Y Leone, en su línea, no repara en medios para crear un envoltorio de lujo para su historia de un grupo de amigos judíos que se labran su futuro desde la infancia metiéndose de lleno en el mundo del hampa.
Uno de los aspectos que percibimos nada más empezar la película es la cuidada puesta en escena, en especial cuando la historia transcurre en el barrio judío de Nueva York a principios del siglo XX. Decorados, vestimenta, atrezo... todo está perfectamente orquestado para que nos sintamos en medio de las calles de la ciudad en aquella época. También merece destacarse la labor de maquillaje, pues el film abarca la vida de los protagonistas desde la juventud a la edad madura y en muchas películas este detalle no suele estar bien resuelto; en el film de Leone, la caracterización de los personajes en su edad adulta está perfectamente conseguida. La única pega es el tema de la sangre, un tanto excesiva por momentos y no del todo convincente. En estos apartados, hemos de reconocer que a Érase una vez en América no se le puede reprochar casi nada.
También el reparto resulta bastante correcto en líneas generales. Contar con Robert De Niro (Noodles de adulto) es un plus, sin duda, si bien tampoco creo que sea su mejor trabajo; James Woods (Max adulto) me ha gustado mucho más, no sé si por el hecho de que su personaje fuera mucho más interesante que el de Noodles. Quizá también flojea un poco en algunos de los secundarios, que parecen sacados de un mal film de serie B. Pero tampoco en el aspecto del elenco podemos encontrar las mayores debilidades de la película.
Donde Érase una vez en América resulta decepcionante es en su argumento, a pesar de contar con nada menos que seis guionistas para montar la historia. Y es que aquí nos volvemos a encontrar con unos de los puntos más endebles del director, un manierista obsesionado por las formas pero incapaz de dotar de profundidad a sus películas.
Se mire como se mire, el argumento de la película hace aguas por muchas partes. No sólo algunos detalles resultan un tanto inverosímiles, como que Max, una vez convertido en el secretario Bailey, pueda permanecer oculto durante tantos años, sino que toda la historia de la traición de Max parezca sacada de una telenovela barata. Leone recurre a lo más retorcido, jugando con el espectador hasta los minutos finales para sacarse de la manga un truco de prestidigitador con el que justificar e intentar cerrar el relato de manera espectacular. La verosimilitud, como se ve, se queda para otra ocasión.
Pero no solo la historia está cogida con alfileres, quizá el mayor defecto de la película es que, pesar de su extensión, comprobamos que los personajes principales son puramente superficiales. No conocemos nada de sus familias (salvo la de Max, hacia el final), por ejemplo, o cómo empezaron en el mundo de la delincuencia. El tema de la amistad de Noodles y Max, y sus otros compañeros, daba sin duda para muchísimo más, pero no conocemos apenas nada de ellos, más allá del amor de Noodles hacia Deborah (Jennifer Connelly/Elizabeth McGovern) y los arrebatos de ira de Max. Esto provoca cierto distanciamiento con sus peripecias y el tema de la traición de Max pierde gran parte de su potencial al estar narrado de manera un tanto rígida y presentarse de modo teatral, pero sin alma, debido a que no se llegó a profundizar en la amistad entre Max y Noodles para que pudiéramos vivir más intensamente ese momento crucial.
Incluso, los protagonistas tienden a caernos mal. Max es un loco egoísta, un tipo frío al que se le teme y Noodles, a pesar de ciertos pasajes en que parece humanizarse, es un tipo que no duda en violar salvajemente a la mujer a la que dice amar, con lo que se convierte en ese instante en un ser repulsivo. No sé si era lo que pretendía Sergio Leone o si, dejándose llevar por el efectismo y cierta tendencia a la crudeza (algunas muertes son excesivamente explícitas y violentas) y el sensacionalismo (desnudos femeninos gratuitos), se le fue un tanto la mano en ese detalle.
Un aspecto que se suele destacar de la película es la banda sonora, con algunos temas muy hermosos, es cierto. El problema es que Sergio Leone de nuevo utiliza este recurso de manera abusiva, buscando en todo momento crear un clima sensiblero artificialmente por medio de la música o una puesta en escena demasiado preciosista. El momento del baile de Deborah siendo niña, en la trastienda del bar de sus padres, mientras Noodles la observa fascinado, es tan bonito como uno quiera verlo, pero no deja de resultar una puesta en escena demasiado artificiosa. Es el ejemplo perfecto de esa obsesión del director por crear momentos únicos a base de añadir efectos, de luz, de color, de música, mientras el alma de la película se queda en casi nada.
Érase una vez en América es un film que se deja ver, es verdad, pero que no resiste ni comparaciones ni un análisis riguroso. Es un elaborado paquete de regalo sin casi nada dentro.
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