Dirección: Mark Romanek.
Guión: Mark Romanek.
Música: Reinhold Heil y Johnny Klimek.
Fotografía: Jeff Cronenweth.
Reparto: Robin Williams, Connie Nielsen, Michael Vartan, Gary Cole, Eriq La Salle, Dylan Smith, Erin Daniels.
Seymour Parrish (Robin Williams), que trabaja en la sección de revelado de unos grandes almacenes, es un hombre sin familia, solitario y triste. Pero lo compensa con los Yorkin, unos clientes habituales desde hace muchos años, por los que siente especial predilección.
Retratos de una obsesión (2002) es un film sobre una persona trastornada, un enfermo, un psicópata. Pero es una película atípica en el sentido de que no enfoca el asunto como viene siendo habitual en este subgénero. Retratos de una obsesión no es una cinta de crímenes, sino que es el retrato de una persona y, al mismo tiempo, de una sociedad, la actual, materialista, superficial y en cierto modo insensible. Es más, la originalidad de la película de Mark Romanek es no mostrarnos la auténtica naturaleza del trauma del protagonista hasta el final, de manera que durante toda la película podríamos pensar que estamos simplemente ante la imagen de un hombre solitario que se ha enamorado de Nina Yorkin (Connie Nielsen) de un modo platónico y que busca en su familia algo de calor, poder él también formar parte de ella.
Y como el director se sale de lo corriente, también su puesta en escena es distinta. Romanek construye un film que transcurre de manera parsimoniosa, donde las palabras no son en realidad lo más importante, sino las imágenes, enfatizadas con una fotografía fría, luminosa, casi de hospital, y que en los momentos clave cambia al rojo. El director usa los colores como un elemento expresivo más.
Seymour es un enfermo, lo vamos comprendiendo progresivamente, pero en realidad su apariencia es la de una persona normal, algo tímida, pero nada indicaría que está gravemente enfermo por un trauma que no ha podido superar. Solamente el pequeño Jake Yorkin (Dylan Smith), con esa clarividencia que poseen los niños, le confiesa a su madre que siente pena por Seymour, por su completa soledad. Es sin duda el mejor momento de la película, al menos desde el punto de vista de cómo un niño es capaz de ver más allá, de sentir el vacío que anida en otra persona, mientras los mayores, inmersos en sus problemas y rutinas son incapaces de ver más allá de las evidencias.
Es verdad que la primera parte de Retratos de una obsesión puede hacerse algo lenta por ese tratamiento pausado donde en apariencia no pasa casi nada. Pero Romanek va construyendo el suspense de manera tan sutil que casi no nos damos cuenta, hasta que de pronto nos vemos atrapados en medio de un ambiente asfixiante, arrastrados al universo enfermizo de Seymour, cuyo retrato se ve realzado por un trabajo impecable de Robin Williams, en un papel completamente opuesto a sus roles cómicos, donde era todo dinamismo y palabrería. Williams eran un actor enorme y la prueba la tenemos en este trabajo donde, desde la más absoluta normalidad, compone un enfermo que nos hiela la sangre con su naturalidad imprevisible y obsesiva. Y es que nuestra sociedad ha creado sus propios monstruos. Y no son aquellos que llamarían nuestra atención los más peligrosos, sino los que viven a nuestro lado y que son amables, serviciales, "buenas personas".
Al final, como en los giros de última hora que tantas veces hemos visto, comprendemos de pronto el motivo de la enfermedad de Seymour, el trauma que arrastra desde su infancia. Y de nuevo Mark Romanek nos sorprende con su elegancia a la hora de afrontar el momento clave de la cinta. Y es que no estamos ante un film sensacionalista ni efectista. Casi, casi se diría que el director pretende que nos apiademos del protagonista, que lo comprendamos, que entendamos el daño que puede causar en cualquier persona un trauma como el que padece Parrish y que podría haberle sucedido a cualquiera. Porque Parrish es un enfermo y, en cierta manera, digno de lástima.
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