El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

martes, 7 de septiembre de 2010

Fiebre del sábado noche


Tony Manero (John Travolta) lleva una vida gris: tras dejar los estudios, trabaja como empleado de una droguería por un sueldo escaso; en su casa, sus padres no dejan de compararlo con su hermano mayor, el hijo perfecto que se ha ordenado sacerdote. Solamente hay un lugar en el que Tony es feliz: la discoteca. Allí, la noche del sábado, Tony es el rey.

Fiebre del sábado noche (John Badham, 1977) supuso el salto al estrellato de un joven y casi debutante John Travolta. También lanzó la carrera de los Bee Gees, autores de la banda sonora de la película con temas tan pegadizos como "Stayin' Alive", y puso de moda en todo el mundo el look un tanto hortera de Manero y lanzó a las pistas de baile a los adolescentes de todas partes.

Basada en un artículo publicado en una revista que resultó ser una mera invención de su autor, Fiebre del sábado noche es un film que, con la perspectiva del tiempo pasado, podemos valorar más justamente como una película que encierra mucho más que un puñado de estupendos números de baile.

Lo primero que sucede cuando empiezas a ver la película es que te contagia la alegría y ritmo que corren por las venas de Tony Manero en cuanto pisa la discoteca. El comienzo de Fiebre del sábado noche, ya con la primera escena con los andares de Travolta por Brooklyn, es contagioso, optimista y pegadizo. Sin embargo, la película tiene el acierto de no quedarse encorsetada en su parte más brillante y, sin duda, más famosa. Además de la música y las luces y las camisas de colores, Fiebre del sábado noche es un emotivo y sincero retrato de una parte desfavorecida de la juventud. Tony y sus amigos son, realmente, unos perdedores. Fracasados en los estudios, viviendo en un barrio marginal, con un futuro patético del que son ejemplo sus padres, escapan de la realidad a base de alcohol, sexo y baile. Por esto es por lo que la película no ha envejecido, porque trata de unos problemas universales (el amor, las drogas, el sexo, el racismo, la búsqueda de uno mismo) repetidos por todas partes, de unos adolescentes perdidos que van dando tumbos en busca de una felicidad frágil y con fecha de caducidad.

Hay escenas realmente conmovedoras, pero sin abusar de los tópicos ni del melodrama. Las cosas suceden de manera natural y así es como las percibimos. Por ello, una de las grandes virtudes de la película es que trasmite autenticidad. Llegamos a creernos lo que vemos en la pantalla porque los personajes son absolutamente normales y creíbles. Y en ellos también tiene mucho que ver el excelente trabajo de unos actores desconocidos y que, salvo Travolta, no han alcanzado el estrellato. La interpretación de Travolta es perfecta. No solamente resulta ser un excelente bailarín, sino que su trabajo resulta totalmente convincente. Fruto de ello fue nominado al Óscar al mejor actor.

Con unos medios limitados, la película consigue engancharnos a su historia, a las vidas grises de unos personajes bastante bien definidos en general y que no se limitan a ser meros acompañantes de la figura central, Tony. Cada chico de la pandilla, y las chicas también, aparecen bastante bien dibujados y quién más y quién menos se sentirá más o menos identificado con alguno de ellos. En el fondo, son personas de carne y hueso, algo que otras películas de corte similar olvidaron en el guión y, al verlas, sentimos que son obras vacías, para olvidar sin más.

Pero no debemos olvidarnos que Fiebre del sábado noche, además de lo que cuenta, es un film que alcanza el punto álgido con las escenas de baile. Las luces, la ropa, el piso de la discoteca y John Travolta en medio de la pista, bailando, trasmitiendo esa pasión por la música, son los momentos por los que la película ha pasado a la historia como un punto y aparte. Parece ser que el propio Travolta convenció al director para que no filmara demasiados primeros planos y alejara la cámara. El resultado es perfecto y resulta imposible quedarse con los pies quietos cuando Travolta se mueve al ritmo de los Bee Gees.

Adivinando el filón, la industria se puso manos a la obra y así nació Grease (Randal Kleiser, 1978), con más lujo, más dinero, más Bee Gees y más Travolta. La fórmula funcionó a la perfección pero yo me quedo con la sencillez, la modestia y, naturalmente, la mayor sinceridad de Fiebre del sábado noche.

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