El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Un día de furia


Unas obras en la carretera provocan un monumental atasco en un día especialmente caluroso. Bill Foster (Michael Douglas), atrapado en medio del atasco, comienza a perder la paciencia y decide bajarse del coche y emprender el camino a pie: va a ver a su hija en el día de su cumpleaños; el problema es que está divorciado y tiene una orden judicial de alejamiento. Es solamente el principio de una jornada que se irá complicando cada vez más para Bill, que decidirá no resignarse ante los abusos e injusticias con las que se irá topando.

El planteamiento inicial que parece proponer Un día de furia (Joel Schumacher, 1992) me parecía de lo más interesante: un tipo normal que, por efecto de pequeños detalles (un atasco, un calor insoportable, ruidos, ...), acaba por no resignarse más y comienza a hacer frente a todo aquello con lo que no está de acuerdo. Fue por eso que sentí deseos de ver la película. Sin embargo, pronto empecé a darme cuenta que las cosas no iban por donde yo había imaginado.

Lo interesante habría sido que el protagonista fuera un tipo normal que, de repente, decide no seguir aguantando las tonterías que a menudo nos vamos encontrando y un día cualquiera, simplemente, algo dentro de él se detiene y le empuja a hacer de justiciero o, sencillamente, a no poner la otra mejilla ante las injusticias. Ahí es donde el film hubiera tenido todo su sentido y su razón de ser. Sin embargo, Schumacher decide no seguir del todo esa idea y poco a poco vamos comprendiendo que el personaje de Michael Douglas no es un tipo normal con los problemas que tenemos más o menos todos. El señor Foster es un tipo extraño o, mejor, un enfermo mental con brotes de violencia al que el juez prohibió acercarse a su ex-mujer, que le tiene pánico; un hombre que vive con su madre, que también le teme, a la que ocultó que fue despedido del trabajo, y a pesar de lo cuál sigue saliendo todas las mañanas de casa como si fuera a trabajar.

Se trata, por tanto, de un tipo ya desquiciado, por lo que todo el planteamiento y el mensaje que podía tener la película se vienen abajo. Ya no es una especie de Don Quijote deshaciendo entuertos, luchando contra una sociedad fría, materialista y sin sentido. Es solamente un tarado que necesita que lo encierren.

Por si esto no fuera suficiente, la tonta moralidad que suelen encerrar muchas de las películas norteamericanas se pone de manifiesto una vez más. Tenía la certeza que si Foster terminaba matando a alguien, al final él tendría que morir, por esa ley no escrita que obliga a presentar finales moralmente edificantes. Tras una par de peleas en las que se limita a lesionar a sus agresores, finalmente mata a un comerciante nazi y aquí tenemos la moral mojigata en acción: la víctima tenía que ser alguien absolutamente despreciable para que nuestras simpatías siguieran al lado de Foster y, sin embargo, ese crimen lo había sentenciado, por lo que el final estaba ya escrito desde ese mismo momento.

Sin embargo, me pareció interesante el personaje interpretado por Robert Duvall: un policía que por amor a su especial esposa, y cuyo matrimonio está marcado por la muerte repentina de su hija de 2 años, ha arruinado su carrera, ganándose la reputación de policía cobarde. Su personaje es un modelo de persona honesta, con unos altos principios y un sentido del deber admirables; un hombre que hace las cosas por convicción y sin preocuparse por lo que los demás puedan pensar; un hombre íntegro y justo. Hacía años que no veía un personaje así en las películas. Me recordó gratamente al Gregory Peck de Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958).

Michael Douglas no me gusta como actor, en general me resulta un tanto cargante y sus interpretaciones me suelen resultar poco convincentes, forzadas. Sin embargo, en este caso me parece que borda su papel. Un tanto inexpresivo, de rostro serio y con una mirada de hielo, Douglas encarna a la perfección a un hombre corriente que, sin embargo, ha perdido los papeles. Robert Duvall es un actor que desde siempre me ha gustado. Entre los dos llevan el peso de la película y hacen que funcione bastante bien. No pueden evitar algunos problemas de ritmo, que quizá hubieran tenido solución con otro director, y que acaban por hacer de Un día de furia una película un poco larga de más.

Tiene, eso sí, algunos momentos hermosos y emocionantes, la mayoría concernientes a Prendergast (Robert Duvall) y su pasado, como cuando le confiesa a su compañera Sandra (Rachel Ticotin) los miedos de su esposa, que para mí son lo mejor de la película.

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