El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

domingo, 17 de julio de 2011

Doce hombres sin piedad



Dirección: Sidney Lumet.
Guión: Reginald Rose (Teatro: Reginald Rose).
Música: Kenyon Hopkins.
Fotografía: Boris Kaufman (B&W).
Reparto: Henry Fonda, Lee J. Cobb, E.G. Marshall, Jack Warden, Ed Begley, Martin Balsam, John Fiedler, Robert Webber, Jack Klugman, Edward Binns, Joseph Sweeney, George Voskovec.

Habituales son las películas centradas en juicios. Este tipo de tramas, con el duelo entre abogado y fiscal, tienen un gran atractivo intrínseco y han dado lugar a todo un subgénero cinematográfico. La novedad en Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957) es que no presenciamos el juicio, sino la deliberación del jurado.

Los doce miembros de un jurado se retiran a deliberar sobre la culpabilidad de un joven marginal acusado de haber matado a su padre de un navajazo. En una primera votación, once miembros encuentran al acusado culpable. Pero el jurado número ocho (Henry Fonda), dada la gravedad del caso, pues el acusado será sentenciado a pena de muerte si lo encuentran culpable, decide votar inocente con la idea de debatir el asunto en profundidad, algo que no parece gustar al resto de jurados.

Doce hombres sin piedad tiene su origen en una obra de teatro para la televisión de Reginald Rose. Henry Fonda vio posibilidades en el tema como para llevarlo a la gran pantalla, además de contar con un papel hecho a su medida: el del jurado número ocho, un hombre sensato, íntegro y honesto, que le iba como anillo al dedo. Así que Fonda participó en la producción del film y decidió confiar la dirección del mismo a Sidney Lumet, en el que será su brillante debut en la pantalla, dada su experiencia como director de obras de teatro para la televisión.

El problema de este tipo de películas, donde todo se reduce a un decorado y no hay acción alguna, está en conseguir una obra lo suficientemente amena e interesante para que no resulte pesada o aburrida. Para ello es necesario que todos los elementos funcionen a la perfección, desde el guión a la puesta en escena, pasando por el trabajo de los actores. Y la verdad es que en este caso el acierto es total.

En primer lugar, Lumet no intenta disimular el origen teatral de la historia. Más bien, hace de ello una virtud, resaltando la claustrofobia de la sala de deliberaciones con la ayuda de un elemento secundario pero con gran presencia a la largo de todo el film: el sofocante calor, con una sobresaliente presencia física en los rostros y las camisas de los personajes, así como otra presencia indirecta, pues parece estar en el origen de algún que otro comportamiento violento. Con unos encuadres muy estudiados, a veces reducidos a un par de jurados, a veces más naturales y otras muchas forzados, Lumet consigue mantener una tensión visual que dinamiza acertadamente la historia sin resultar tampoco demasiado invasiva. Con todo ello, unido al trabajo de los actores y al cuidado guión, Lumet logra que la película no pierda intensidad ni decaiga su ritmo en ningún momento, algo siempre complicado con este tipo de planteamientos.

La otra fuerza de la película reside en el reparto. Es verdad que entre doce protagonistas siempre habrá quién resulte algo más convincente que otro, pero en general los doce actores hacen un trabajo muy bueno, con caracterizaciones bastante logradas. Naturalmente, el mayor protagonismo recae en Henry Fonda, que hace un trabajo impecable. Pero yo me quedaría con Lee J. Cobb, y no porque su personaje sea el más activo de todos, sino porque creo que hace una interpretación perfecta, siendo la más complicada de todas, pues el riego de excesos y exageraciones es evidente, pero él consigue resultar absolutamente convincente. Como curiosidad, citar que Joseph Sweeney, que hace del anciano jurado número nueve, y George Voskovic, el número once, habían trabajado en la pieza televisiva de Reginald Rose.

Y por fin llegamos al guión de la película, quizá el elemento más importante para hacer que la historia nos cale y nos convenza. La idea es ya de por sí muy original: pasar del desarrollo del juicio y centrarnos en el trabajo del jurado, algo inusual. Vamos conociendo el caso a través de las discusiones de los jurados y así también nosotros iremos pasando de una idea preconcebida a otra a través de las discusiones y las intepretaciones del caso realizadas por los distintos miembros del jurado.

Es evidente que el argumento hace una pequeña trampa al comienzo, presentado un caso como muy evidente cuando luego se va viendo que todo es un cúmulo de errores o mentiras. Pero es necesario para poder tener una historia que pueda evolucionar y dar el juego que finalmente da. ¿Que no resulta del todo convincente? Es posible. Tal vez se haya simplificado en exceso el tema, tal vez algunas reacciones de algún jurado sean exageradas y cueste pensar que personas que no se conocen se pierdan el respeto de manera tan descarada y a veces gratuita. Sin embargo, salvando estos detalles menores, la historia y los diálogos son en conjunto muy buenos y consiguen engancharnos a la historia desde el principio. El guión tiene el acierto de trascender el caso juzgado en sí, que quizá se hubiera agotado en poco tiempo, para ocuparse también de dibujar con precisión las personalidades de cada jurado. Así que la película se convierte también en un estudio psicológico y hasta social, mostrando los prejuicios de la sociedad de la época, los conflictos generacionales, los miedos, etc. Y también, como no, se hace una crítica bastante dura de la pena de muerte y del sistema judicial en sí, pues un chico de dieciocho años podía ser condenado a muerte en cinco minutos como si nada.

Doce hombres sin piedad fue nominada como mejor película, mejor director y mejor guión adaptado, si bien no ganó ningún Oscar. Pero su mérito estriba en haberse convertido en un referente del cine de juicios, una película con una personalidad muy acusada y que, a pesar del tiempo transcurrido, aún no ha sido superada.

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