Dirección: Jean Renoir.
Guión: Jean Renoir y Carl Koch.
Música: W. A. Mozart, Saint-Saëns, Johann Strauss.
Fotografía: Jean Bachelet.
Reparto: Nora Gregor, Paulette Dubost, Mila Parely, Marcel Dalio, Julien Carette, Roland Toutain, Gaston Modot, Pierre Magnier, Jean Renoir.
La regla del juego (1939) fue la primera película surgida de la nueva productora, Les Nouvelles Editions Françaises, fundada por Jean Renoir junto a su hermano Claude y varios amigos. Renoir, que venía de triunfar con La gran ilusión (1937) y La bestia humana (1938), vería como La regla del juego se convertía en un sonoro fracaso comercial, recibiendo demoledoras críticas.
Después de cruzar el Atlántico batiendo un record de tiempo, el aviador André Jurieux (Roland Toutain) se siente decepcionado porque la mujer a la que ama no ha ido a recibirle al aeropuerto. Ella es Christine (Nora Gregor), la esposa del marqués Robert de la Cheyniest (Marcel Dalio), que a su vez engaña a Christine con la señorita Geneviève (Mila Parély). Todos ellos se encontrarán finalmente durante una partida de caza que el marqués organiza en su finca La Colinière.
Jean Renoir, autor del guión de la película en colaboración con Carl Koch y Camille François, se basó principalmente en la obra de teatro de Alfred de Musset Los caprichos de Marianne, y la película pretendía ser, según el propio director, una muestra de la descomposición de la sociedad. Pero Renoir esconde sus cartas, al menos al comienzo, bajo una apariencia de comedia ligera en torno a los amoríos de varios de los personajes que pueblan esta historia bastante coral.
Pero poco a poco la película va perdiendo ese tono cómico o, tal vez, esa ligereza se va tornando más ácida conforme nos adentramos más en las vidas de los protagonistas. Así, comenzamos a descubrir sus mentiras, sus constantes poses sociales, su amaneramiento en aras de su posición y de lo que se considera correcto o apropiado. Es decir, vemos como estos personajes intentan seguir las reglas sociales cuando, sencillamente, son incapaces siquiera de mantener un comportamiento mínimamente ético. Sin embargo, la crítica de Renoir no se limita solamente a la clases acomodadas, pues veremos que entre la servidumbre los comportamientos también tienen fuertes paralelismos con los de sus señores. De ahí que la crítica sea a toda la sociedad, que intenta vivir según unas normas que no pueden contener los impulsos más primitivos, como el deseo. Porque el amor o la pasión parecen estar finalmente en la base de todos los conflictos que tienen lugar.
Renoir nos presenta a una burguesía frívola, hedonista, caprichosa y vacía, incapaz de un comportamiento noble, moral o ético. Y no ofrece ningún signo de redención, no hay esperanza. Nadie parece poder salvarse, ni siquiera merecerlo porque, a pesar de las mentiras, del fraude permanente al contrato social, la hipocresía es tal que deben, aún reconociendo la falsedad, mantener la compostura incluso a costa del ridículo. La escena final, con el marqués justificando el asesinato de André, es claramente esclarecedora del permanete engaño en que viven sumidos. Engaño e inmoralidad en los que se complacen en seguir, incapaces ya de un mínimo de honestidad, pues ellos mismos se han creído tan ciegamente su papel que no saben hacer otra cosa. Las alabanzas del general (Pierre Magnier) a la clase del marqués ponen el punto final a tanto sinsentido.
Técnicamente, Jean Renoir muestra su talento con una cámara en constante movimiento, pero de manera acompasada, con un sentido del ritmo que por momentos se acerca a un ballet, y poniéndose siempre al servicio de la historia. Es una cámara que avanza, encuadra, retrocede para ir dando paso a personajes en diferentes planos, siempre llenos de acciones diversas. En este sentido se muestra como un director moderno, aprovechando al máximo las posibilidades de la profundidad de campo o los juegos de luces y sombras. Alguna escena, como la del pasillo en la mansión, cuando los invitados se van a sus habitaciones, es un magnífico ejemplo de esta movilidad, de la soltura con que Renoir maneja la cámara.
Donde, por el contrario, se puede notar más el tiempo transcurrido desde su estreno es en algunas escenas que parece recordarnos las persecuciones de cine mudo. Es tal vez el único pero que le veo a la cinta. Renoir se deja llevar en la parte central de la historia, la de la fiesta en La Colinière, y creo que exagera un tanto la nota, con unos comportamientos excesivos, a veces hasta un poco infantiles, y que no termino de asimilar del todo. También, es cierto, puede acusarsele de una teatralidad excesiva en algunas interpretaciones, pero ello lo achaco más a la propia idiosincrasia del cine francés, donde se ven con bastante frecuencia actuaciones en la misma línea de las que podemos ver aquí. Por cierto, el propio Renoir se reservó para sí el personaje de Octave, el amigo de André que en realidad está un tanto al margen de todos, desplazado por su propia ineptitud y su fracaso como persona. Uno de los pocos personajes que afrontan su situación directamente, sin engaños, aunque finalmente termine acobardándose, volviendo a la vida parásita de siempre.
Parte de la culpa de que la película no fuera aceptada o entendida en su momento puede atribuirse al año en que se estrenó, 1939. El público buscaba un tipo de películas que le hiciera olvidar los problemas de entonces y se sintió confuso ante un film que encerraba una visión tan crítica de la sociedad. Ni los recortes que hizo el propio Renoir salvaron la película, que llegó a ser retirada de las pantallas por las autoridades francesas.
Tuvieron que pasar los años para que, finalmente, a partir de la década de los sesenta, la película comenzara a ser valorada hasta convertirse, según la mayor parte de la crítica, en una de las mejores películas de todos los tiempos. Así pues, La regla del juego es una cita ineludible para cualquier amante del buen cine.
Después de cruzar el Atlántico batiendo un record de tiempo, el aviador André Jurieux (Roland Toutain) se siente decepcionado porque la mujer a la que ama no ha ido a recibirle al aeropuerto. Ella es Christine (Nora Gregor), la esposa del marqués Robert de la Cheyniest (Marcel Dalio), que a su vez engaña a Christine con la señorita Geneviève (Mila Parély). Todos ellos se encontrarán finalmente durante una partida de caza que el marqués organiza en su finca La Colinière.
Jean Renoir, autor del guión de la película en colaboración con Carl Koch y Camille François, se basó principalmente en la obra de teatro de Alfred de Musset Los caprichos de Marianne, y la película pretendía ser, según el propio director, una muestra de la descomposición de la sociedad. Pero Renoir esconde sus cartas, al menos al comienzo, bajo una apariencia de comedia ligera en torno a los amoríos de varios de los personajes que pueblan esta historia bastante coral.
Pero poco a poco la película va perdiendo ese tono cómico o, tal vez, esa ligereza se va tornando más ácida conforme nos adentramos más en las vidas de los protagonistas. Así, comenzamos a descubrir sus mentiras, sus constantes poses sociales, su amaneramiento en aras de su posición y de lo que se considera correcto o apropiado. Es decir, vemos como estos personajes intentan seguir las reglas sociales cuando, sencillamente, son incapaces siquiera de mantener un comportamiento mínimamente ético. Sin embargo, la crítica de Renoir no se limita solamente a la clases acomodadas, pues veremos que entre la servidumbre los comportamientos también tienen fuertes paralelismos con los de sus señores. De ahí que la crítica sea a toda la sociedad, que intenta vivir según unas normas que no pueden contener los impulsos más primitivos, como el deseo. Porque el amor o la pasión parecen estar finalmente en la base de todos los conflictos que tienen lugar.
Renoir nos presenta a una burguesía frívola, hedonista, caprichosa y vacía, incapaz de un comportamiento noble, moral o ético. Y no ofrece ningún signo de redención, no hay esperanza. Nadie parece poder salvarse, ni siquiera merecerlo porque, a pesar de las mentiras, del fraude permanente al contrato social, la hipocresía es tal que deben, aún reconociendo la falsedad, mantener la compostura incluso a costa del ridículo. La escena final, con el marqués justificando el asesinato de André, es claramente esclarecedora del permanete engaño en que viven sumidos. Engaño e inmoralidad en los que se complacen en seguir, incapaces ya de un mínimo de honestidad, pues ellos mismos se han creído tan ciegamente su papel que no saben hacer otra cosa. Las alabanzas del general (Pierre Magnier) a la clase del marqués ponen el punto final a tanto sinsentido.
Técnicamente, Jean Renoir muestra su talento con una cámara en constante movimiento, pero de manera acompasada, con un sentido del ritmo que por momentos se acerca a un ballet, y poniéndose siempre al servicio de la historia. Es una cámara que avanza, encuadra, retrocede para ir dando paso a personajes en diferentes planos, siempre llenos de acciones diversas. En este sentido se muestra como un director moderno, aprovechando al máximo las posibilidades de la profundidad de campo o los juegos de luces y sombras. Alguna escena, como la del pasillo en la mansión, cuando los invitados se van a sus habitaciones, es un magnífico ejemplo de esta movilidad, de la soltura con que Renoir maneja la cámara.
Donde, por el contrario, se puede notar más el tiempo transcurrido desde su estreno es en algunas escenas que parece recordarnos las persecuciones de cine mudo. Es tal vez el único pero que le veo a la cinta. Renoir se deja llevar en la parte central de la historia, la de la fiesta en La Colinière, y creo que exagera un tanto la nota, con unos comportamientos excesivos, a veces hasta un poco infantiles, y que no termino de asimilar del todo. También, es cierto, puede acusarsele de una teatralidad excesiva en algunas interpretaciones, pero ello lo achaco más a la propia idiosincrasia del cine francés, donde se ven con bastante frecuencia actuaciones en la misma línea de las que podemos ver aquí. Por cierto, el propio Renoir se reservó para sí el personaje de Octave, el amigo de André que en realidad está un tanto al margen de todos, desplazado por su propia ineptitud y su fracaso como persona. Uno de los pocos personajes que afrontan su situación directamente, sin engaños, aunque finalmente termine acobardándose, volviendo a la vida parásita de siempre.
Parte de la culpa de que la película no fuera aceptada o entendida en su momento puede atribuirse al año en que se estrenó, 1939. El público buscaba un tipo de películas que le hiciera olvidar los problemas de entonces y se sintió confuso ante un film que encerraba una visión tan crítica de la sociedad. Ni los recortes que hizo el propio Renoir salvaron la película, que llegó a ser retirada de las pantallas por las autoridades francesas.
Tuvieron que pasar los años para que, finalmente, a partir de la década de los sesenta, la película comenzara a ser valorada hasta convertirse, según la mayor parte de la crítica, en una de las mejores películas de todos los tiempos. Así pues, La regla del juego es una cita ineludible para cualquier amante del buen cine.
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