Dirección: Frank Borzage.
Guión: Benjamin Glazer y Olivier H.P. Harret (Novela: Ernest Hemingway).
Música: Ralph Rainger.
Fotografía: Charles Lang (B&W).
Reparto: Gary Cooper, Helen Hayes, Adolphe Menjou, Mary Philips, Doris Lloyd, Jack La Rue, Blanche Friderici, Mary Forbes.
Frederic Henry (Gary Cooper), norteamericano alistado en el cuerpo de ambulancias italiano durante la Primera Guerra Mundial, conoce a la enfermera Catherine Barkley (Helen Hayes) y surge entre ambos un amor apasionado.
Primera adaptación al cine de la novela de Ernest Hemingway, Adiós a las armas (1932) posee ese encanto típico de los films pioneros, pero también algunos defectos.
Lo primero que debemos tener en cuenta es que estamos ante un film realmente antiguo, de los comienzos del cine sonoro. Ello ha de servir para que seamos indulgentes con los efectos especiales, realmente rústicos vistos a día de hoy, y ciertos estilos interpretativos que aún nos recuerdan a la época del cine mudo.
Sin embargo, a pesar de esos detalles menores, la cinta presenta innegables avances y detalles de cierta modernidad, en especial en el uso de algunos encuadres que seguramente resultaban novedosos entonces. Además, algunas escenas de guerra, en especial cuando Frederic se marcha en busca de su amada, con la lluvia incesante y la luz reflejándose en los cascos de los soldados, me parecieron especialmente brillantes.
Es en cuanto al tono de la historia donde el film resulta un tanto extraño. El principal problema que le encuentro es en la definición de los personajes, que durante buena parte de la historia dan una impresión extraña. Cuando, al final, los comprendemos completamente, todo encaja, pero tal vez hubiera sido mejor dejarlos definidos desde el principio, para que hubiera podido seguir la historia sin las dudas que generaban esos protagonistas.
Por ejemplo, la imagen que se obtiene de Frederic al principio es la de un militar un tanto libertino, bebedor y juerguista. De ahí que cuando inicie la relación con Catherine sea difícil predecir el curso de la misma. Su amigo, Rinaldi (Adolphe Menjou) también resulta como mínimo curioso; declara su amistad incondicional por Frederic, pero entorpece su relación con Catherine, lo que se podría explicar porque él mismo estaba interesado en ella; pero una vez que Frederic y Catherine parecen ir en serio no se entienden sus esfuerzos en separarlos, logrando que trasladen a la enfermera a Milán primero y censurando sus cartas después. Por cierto, a pesar de forzar el traslado de Catherine a Milán, cuando Frederic resulta herido consigue que lo envíen al hospital donde está su novia, creando otro elemento de duda sobre su comportamiento. Finalmente, justo en el instante final, Rinaldi comprende los verdaderos y profundos sentimientos de su amigo y, de paso, nos los hace entender también a los despistados espectadores. Pero otra vez entiendo que se hubiera evitado la confusión estableciendo claramente desde el comienzo las relaciones entre los personajes.
Toda esta indefinición de los protagonistas motiva que cuando Frederic deserta para ir en busca de su amada, la reacción más lógica es tacharlo de irresponsable y alocado, dejando a sus compañeros en medio de la lucha por un impulso egoísta que no llegaba a entender.
De nuevo habría sido muy necesario desvelar la profundidad del amor de los protagonistas mucho antes, para que esa pasión desatada no nos pillara por sorpresa en un final conmovedor, es cierto, pero algo desconectado con el progreso de la historia hasta ese instante, porque nada hacía adivinar la naturaleza de los vínculos entre Frederic y su amada.
Lo que es evidente es que esa pasión, la escena final, con el esposo cargando con el cadáver de la mujer, resulta hoy en día un tanto melodramática, propia de otras modas, de conceptos que resultan de épocas muy remotas. A pesar de lo cuál, el tratamiento de esa escena me pareció maravilloso y, aún con lo teatral que pudiera resultar mirado objetivamente, no dejó de resultar terriblemente conmovedor.
Gary Cooper, con ese estilo suyo algo dubitativo, está magnífico y me resulta completamente convincente. En cambio, Helen Hayes, tal vez por la influencia de las modas en el concepto de belleza femenina, me pareció mucho más anticuada en cuanto a su actuación. Adolphe Menjou está soberbio también en su papel de vividor alegre y despreocupado.
Sin duda, una película que acusa el paso de los años y un guión algo errático por momentos. Aún así, estamos ante una buena película que valoraremos más correctamente si somos capaces de verla con la mirada de los espectadores de la época.
Ganó el Oscar a la mejor fotografía y al mejor sonido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario