El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

domingo, 15 de julio de 2018

La huella



Dirección: Joseph Leo Mankiewicz.
Guión: Anthony Shaffer (Teatro: Anthony Shaffer).
Música: John Addison.
Fotografía: Oswald Morris.
Reparto: Laurence Olivier, Michael Caine.

Andrew Wyke (Laurence Olivier), un famoso escritor de novelas policíacas, invita a su casa a Milo Tindle (Michael Caine), un peluquero de origen italiano amante de su mujer, para proponerle el robo de unas joyas que los beneficiará a los dos.

No siempre las adaptaciones al cine de obras teatrales resultan del todo convincentes, pues a menudo no se puede disimular ese origen, donde la rigidez de escenario suele jugar en contra de la agilidad que se le supone al cine. Sin embargo, tenemos honrosas excepciones y este es el caso de La huella (1972), donde no solo no se disimula su procedencia, sino que resulta casi un atractivo más, centrándose la acción en el duelo magistral de los dos protagonistas con un escenario claustrofóbico y amenazante plagado de juguetes un tanto siniestros.

Lo primero que habría que destacar de la película es el ingenioso guión en que se sustenta. Anthony Shaffer nos demuestra cómo el uso de pequeños engaños y giros inesperados en la historia no tiene porqué ser un defecto si estos trucos son traídos de manera inteligente. Y esto es precisamente lo que sucede en La huella, donde la intriga te va atrapando tras un inicio aparentemente inocente, pero que se va complicando en un duelo de ingenio y engaños entre un escritor vanidoso y un buscavidas.

La huella está llena de diálogos agudos, juegos que no son para nada inocentes y un análisis ácido de la sociedad inglesa, con su nítida división en clases, y de la propia condición humana, llevada al límite, lo que provocará que broten los instintos más básicos del ser humano.

Pero también es un duelo de inteligencias y de maneras de entender la vida. El escritor, con su vida resuelta y un gran éxito en su profesión, se puede permitir jugar con el peluquero. Para él, no es más que otro pasatiempo con que llenar su existencia un tanto solitaria y dar rienda suelta a su sentimiento de superioridad, moral e intelectual. Sin embargo, no valora en toda su complejidad la figura de su rival. Y es que Milo, al contrario que Wyke, ha tenido que luchar por buscarse un puesto en la sociedad, una sociedad para la que siempre será una especie de paria. Milo si juega a algo es por su propia existencia y en esa lucha no puede permitirse ni un fallo, pues sería su ruina y su final. De ahí que no se tome la broma macabra de Andrew como un simple juego. Él, acostumbrado a luchar por cada logro en su vida, no puede aceptar esa humillación sin más. Ha de demostrar que tiene derecho también a su honor, a su orgullo y a su dignidad.

Y todo este ingenioso juego se apoya en dos actores sublimes. Laurence Olivier está considerado, con razón, como uno de los mejores actores de la historia y lo demuestra con creces en un trabajo lleno de matices para un personaje complejo, entre el genio y el niño grande un poco pasado de vueltas. No parece sencillo estar a su nivel, pero Michael Caine lo consigue con una interpretación espectacular, demostrando un talento natural que se ha ido consolidando con el paso de los años.

Mankiewicz, un director elegante, amante de los buenos guiones, con diálogos siempre inteligentes y centrados en el ser humano, consigue aumentar la tensión con sutiles primeros planos de los juguetes de Wyke, consiguiendo un ambiente entre sombrío y amenazador, pero dejando el absoluto protagonismo al duelo de ingenio e interpretativo de los dos personajes.

Hoy en día es complicado poder disfrutar de historias tan meticulosamente planificadas, donde todo parece funcionar con precisión y, lo más importante, donde los giros de la historia jamás se perciben como meros engaños malintencionados, sino como un juego astuto y preciso que nos mantiene pegados a la pantalla, hipnotizados por un duelo de ingenio, prejuicios y orgullo.

Con cuatro nominaciones a los Oscars (dirección, los dos actores y la banda sonora original), La huella fue la última película de Mankiewicz, un director elegante y con mucho talento que se despidió del cine por la puerta grande.

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