El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

miércoles, 28 de diciembre de 2022

El fin del romance



Dirección: Neil Jordan.

Guión: Neil Jordan (Novela: Graham Green).

Música: Michael Nyman.

Fotografía: Roger Pratt.

Reparto: Ralph Fiennes, Julianne Moore, Stephen Rea, Ian Hart, Jason Isaacs, James Bolam, Samuel Bould.

Nada más conocerse, Maurice (Ralph Fiennes) y Sarah (Julianne Moore) se enamoran perdidamente el uno del otro. Ese amor cambiará para siempre sus vidas. 

Aclamada por la crítica, El fin del romance (1999) es de esas películas con las que me siento como un bicho raro, pues no acabo de ver por ningún lado las virtudes que proclaman los entendidos, lo que me lleva a cuestionar si he visto la misma historia o si estaba aletargado en el momento de verla, de manera que se me escapó lo que para otros brillaba con fulgor.

Para comenzar el análisis, he de decir que lo que se espera de una historia de amor tan apasionada como la de El fin del romance es que te emocione hasta la médula, lo que me sucedió con El diario de Noa (Nick Cassavetes, 2004), Los puentes de Madison (Clint Eastwood, 1995) o la más lejana en el tiempo y maravillosa Breve encuentro (David Lean, 1945). Sin querer entrar en comparaciones, creo que la diferencia reside en que en El fin del romance los protagonistas carecen de la dimensión necesaria para que nos identifiquemos con sus problemas. Yo lo achaco en que, si nos fijamos bien, no asistimos al proceso de enamoramiento, no participamos de sus primeros pasos juntos, sus sueños compartidos, sus confidencias; no vemos nunca expuestas sus almas al desnudo, aunque sí sus cuerpos. Lo que me lleva a pensar que el trabajo de Neil Jordan se quedó más en un nivel estético que en otro más profundo.

Por ejemplo, visualmente la película es preciosa, con una fotografía delicada que crea escenas de una belleza formal innegable. La ambientación tampoco desmerece para nada. Las escenas de amor de Maurice y Sarah son hermosas, elegantes y sugerentes. Incluso la manera de contar la historia, con el uso del flash back, que personalmente no me pareció lo más idóneo para crear incertidumbre y emoción en el relato, denota un afán de crear una historia cuidada en cada detalle, en busca de una belleza formal incuestionable. Es decir, técnicamente, El fin del romance denota un trabajo meticuloso y de buen gusto.

Pero donde falla Neil Jordan es a la hora de transmitir emociones, de que nos conmovamos con la tormentosa relación Maurice y Sarah. De su amor apasionado solo participamos de los celos enfermizos de Maurice, que además no tienen justificación alguna, dada la devoción de Sarah, lo que lo convierte en un personaje desagradable, con el que resulta imposible empatizar. Tampoco la decisión de Sarah de abandonarlo por una promesa que suena a broma, sin darle la más mínima explicación a Maurice, me parece demasiado convincente. Y es que toda la relación amorosa de los protagonistas, incluida la extraña participación del marido de Sarah, Henry (Stephen Rea), me pareció forzada, artificialmente construida en busca de algo original, notorio, pero donde el director se olvidó de dotarla de vida.

En definitiva, la historia de amor la conocemos por sus problemas, no por su lado apasionante y tierno, con lo que me costaba empatizar con Maurice y Sarah.

Pero además, el desenlace, que se ve venir con mucha antelación, con lo que pierde emoción, resulta muy poco original y nos remite a los dramas del siglo XIX, de un romanticismo trágico un tanto trasnochado.

Pero la gota que colma el vaso son los diálogos, pomposos, artificiosos y vacíos que, lejos de adentrarnos en el alma de los protagonistas, parecen un intento de buscar una profundidad intelectual que no conduce a nada bueno, más que a cierta pedantería intrascendente.

Como resultado de todo esto, tenemos un film frío, técnicamente impecable, pero que no sabe crear emoción ni complicidad y que me mantuvo impasible ante una historia que supuestamente debería conmovernos hasta las entrañas.

Por cierto, si alguien quiere disfrutar de una excelente película sobre el tema de los celos, le recomiendo encarecidamente París, Texas (1984), de Win Wenders, profunda, sensible y maravillosa.

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