El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

jueves, 17 de diciembre de 2009

John Ford


"Me llamo John Ford y hago películas del oeste"

Vida y obra.

John Ford, cuyo verdadero nombre era Sean Aloysius O'Feeney, nació en Cape Elizabeth (Maine) en 1895 en una familia de origen irlandés. Sus inicios en el mundo del cine se deben a un hermano suyo, Francis, para el que trabajó como actor y especialista. Pero será en 1917 cuando su carrera de director comience, al firmar un contrato con la Universal para realizar westers. En esa época aún firmaba sus trabajos con el nombre de Jack Ford.

Estas primeras películas suyas, de cine mudo por supuesto, se caracterizan por su trepidante acción y líneas argumentales muy sencillas. No hay que olvidar que en esa época el cine del oeste sólo era considerado un medio de entretenimiento sin demasiadas pretensiones. Sin embargo son unos años fundamentales en la carrera de Ford, donde va adquiriendo los conocimientos básicos sobre como contar historias de manera directa y eficaz. Si algo comienza a resaltar en su manera de realizar esos primeros trabajos es la excelente fotografía y los exteriores que empiezan a ser sus primeras señas de identidad y lo destacan del resto de realizadores de la época.

Ford también tuvo la suerte de participar como extra en El nacimiento de una nación de Griffith, uno de los grandes hitos en la historia del cine. De éste sacará Ford importantes lecciones acerca de la puesta en escena y la composición visual. Ford nunca negará ser un admirador de Griffith. Su primer gran film, ya con el nombre de John Ford, data de 1924: El caballo de hierro, una obra más ambiciosa y con un sentido épico que Ford sabrá otorgar a sus grandes films posteriores. En 1926 realizó su último western mudo Tres hombres malos, una historia épica llena de romanticismo.

Pero será con la llegada del sonido cuando Ford comience a realizar verdaderas obras de arte y se consagre definitivamente como uno de los mejores directores de la historia. En estos años realiza La patrulla perdida (1934), sobre un grupo de soldados bajo la constante amenaza de un enemigo siempre invisible; El juez Priest (1934), comedia tierna con personajes entrañables tan del gusto del director; El delator (1935), por la que obtiene su primer Óscar como director y donde retrata a la perfección las dudas y angustias de un hombre en su lucha entre la lealtad o la traición, pero con una mirada más preocupada por el ser humano en sí que por el debate intelectual a secas, lo que otorga al film una humanidad y una ternura conmovedoras. Victor McLaglen (uno de los secundarios habituales de Ford) ganó el Óscar al mejor actor y el film se llevó también la estatuilla al mejor guión adaptado y a la música. Será en 1939 cuando regrese Ford al western (trece años después de Tres hombres malos) y lo hará a lo grande, con una de las películas míticas del género y que va a cambiar definitivamente el devenir del cine del oeste: La diligencia, por la que de nuevo es nominado como mejor director, si bien no obtiene el Óscar, que recae en el director Victor Fleming por Lo que el viento se llevó. Thomas Mitchell se llevó el Óscar al mejor secundario y el film el de mejor música.

Dentro de un período de su carrera especialmente inspirado, Ford vuelve a ganar un Óscar al año siguiente con Las uvas de la ira (1940), un soberbio retrato de la sociedad americana en la época de la depresión y donde Jane Darwell ganó el premio a la mejor actriz secundaria. Y repetirá premio al año siguiente con Qué verde era mi valle (1941), exaltación de la familia en el marco de un pueblo minero y ganadora de cuatro Óscars más (mejor película, actor secundario para Donald Crisp, fotografía y decoración). De vuelta al western, Ford realizará en los años cuarenta algunas de sus obras maestras del género, empezando con Pasión de los fuertes (1946), el mejor retrato de Wyatt Earp jamás filmado; Fort Apache (1948) complejo análisis de la ambición y el orgullo en el marco de un regimiento en un puesto fronterizo; La legión invencible (1949), un nuevo homenaje a la caballería y donde insiste en los valores de camaradería, el honor y el valor, tan queridos por Ford; Río Grande (1950), que cierra la trilogía dedicada a la caballería que iniciara en Fort Apache y continuara con La legión invencible. Como dato curioso hay que remarcar que la mayor parte de los actores de La legión invencible repiten en ésta e interpretando a los mismos personajes.

Ford hará entonces un alto en el género y filma una auténtica obra maestra con El hombre tranquilo (1.952), ambientada en su amada Irlanda y donde Ford se recrea con unos personajes entrañables en una comedia que es un sencillo homenaje a una tierra y sus habitantes. Con ella ganó su cuarto Óscar como mejor director y la película ganó también un Óscar a la mejor fotografía. Al año siguiente realiza Mogambo (1953), algo atípica dentro de su filmografía, centrada en los amores de un cazador de África con dos mujeres radicalmente diferentes entre sí y donde hay que destacar el brillante reparto con Clark Gable, Ava Gardner y Grace Kelly.

Tras este paréntesis, Ford vuelve al western con una película impresionante, considerada por muchos el culmen de su carrera y de todo el cine del oeste, Centauros del desierto (1956), historia de una agotadora búsqueda que va desvelar todo el odio que encierra el protagonista. Tras esta obra insuperable, Ford realiza algunas de menor envergadura, como El sargento negro (1960), historia que aborda el tema del racismo, o Dos cabalgan juntos (1961), para retomar toda la épica de sus grandes films en El hombre que mató a Liberty Valance (1962), donde adivinamos el fin del mundo del Oeste ante el avance de la civilización en una obra llena de nostalgia por los viejos tiempos.

Ya en la recta final de su carrera, Ford sorprende con un film lleno de humor y amor por la vida despreocupada en La taberna del irlandés (1963). El gran combate (1964) es su último western, donde realiza una sólida defensa de los indios, ejemplo de como las acusaciones de racista que se vertieron contra él eran simples tonterías.

En 1965 realiza su última película, Siete mujeres, sobre los último días de una misión americana en China en tiempos de guerra, donde se espera la llegada del enemigo. John Ford murió en Palm Desert en 1973. Tenía 79 años.

Significado.

John Ford ha sido el director que más ha contribuido a popularizar el western y hacer de él un género respetado y valorado. Sólo por ello ya merece un puesto de honor en la historia del cine. Pero es que, además de ello, Ford demostró un talento narrativo que pocos directores han sido capaces de igualar siquiera.

Cualquiera que observe los films de Ford se dará cuenta en seguida que todos llevan su sello personal, algo que los identifica definitivamente con su creador por encima de géneros o épocas que trate. Ford dejaba su huella en cada película, por ello estamos hablando de un artista y no de un simple artesano. Y eso a pesar que Ford solía quitarle importancia a su trabajo y se burlaba de aquellos críticos intelectuales que pretendían hacer sesudos análisis de sus películas. Decía que era tan sólo su trabajo y que intentaba hacerlo lo mejor que podía. Pero lo mejor que él podía resultaba simplemente inalcanzable para el resto. Ford, como director, sabía siempre lo que quería y como conseguirlo. De ahí que su trabajo fuera siempre preciso, eficaz y muy rápido. Cuando un rodaje se terminaba, pocas veces necesitaba retocar alguna escena y el material que entregaba a la sala de montaje era el preciso para el film, de manera que no había tomas adicionales de secuencias o planos alternativos, con lo que la película que salía del montaje era la que él había ideado exactamente.

Algo que destaca sobremanera en cualquier film suyo es la fuerza visual que imprime a sus películas. En todas ellas nos ofrece imágenes espectaculares o sencillamente llenas de poesía. Y ello desde la más absoluta sencillez, de manera que todos los esfuerzos por lograr el mejor encuadre posible pasan desapercibidos para el espectador. El estilo del director es, aparentemente, de lo más natural. He ahí el gran mérito de su forma de filmar: la técnica está al servicio de la historia, no la interfiere ni nos desvía de lo fundamental. Pero el resultado, en cuanto a belleza y eficacia de los planos, está ahí: es perfecto. Legendarios son sus maravillosos planos de Monument Valley, que aparecen por vez primera en La diligencia. Junto a ello, Ford es un maestro en las secuencias de acción, rodadas con un sentido del espectáculo y una agilidad narrativa que logran transmitirnos todo el vértigo de la acción. Secuencias como el ataque indio en La diligencia son aún hoy en día momentos de una perfección, belleza e intensidad raramente igualados. Porque Ford dominaba el lenguaje visual del cine, la fuerza de expresarlo todo con un travelling o un encuadre; de manera que lo que otros expresaban con dificultad mediante complicados diálogos o encuadres forzados, para Ford eso no constituía problema alguno y lo resolvía con la naturalidad que le otorga entender y dominar los resortes propios del cine para expresarse.

Pero Ford era también un magnífico director de actores. Lograba sacar lo mejor de cada uno, como ejemplo más evidente es que John Wayne consiguió sus mejores interpretaciones cuando trabajó con él, mientras que en otros films bajaba a un nivel bastante inferior; o el hecho de que muchos de los secundarios lograran el premio de un Óscar precisamente bajo las órdenes de Ford. El cine de John Ford es además un recorrido a lo largo de toda la historia norteamericana, desde la Guerra de la Independencia, pasando por la Guerra Civil, la conquista del Oeste, la inmigración, las dos guerras mundiales, la época de la depresión y llegando hasta la Guerra de Corea. Pero no sólo nos lleva en este largo recorrido histórico, sino que nos muestra también las raices culturales de ese país. Ford fue un cronista de toda una época, pero nunca un cronista frío o impersonal.

Porque si hay algo que me gustaría resaltar especialmente en el cine de Ford es su gran humanidad. Sus películas son un canto al compañerismo, a la familia, a los antepasados, a las tradiciones, al valor, al honor, al deber, a la justicia, a la honestidad. Sus films están llenos de poesía y ternura, y lo más maravilloso de todo es la manera tan sencilla como lo consigue: un simple gesto sin importancia, un objeto, una mirada, detalles tan banales y que en sus manos están cargados de contenido y son capaces de emocionarnos y trasmitirnos mucho más que cualquier discurso. Y ésto, aparentemente tan fácil de hacer, sólo él fue capaz de logralo. Recuerdo, por ejemplo, en Centauros del desierto, la escena en la casa que precede el ataque de los indios y como, sin palabras, se adivina la angustia y por una simple luz la hija comprende horrorizada el peligro inminente. O, en esta misma película, el momento en que la cuñada de John Wayne va a buscarle el gabán y lo acaricia antes de dárselo; Ford logra trasmitirnos tantos sentimientos en ese instante que nos pone los pelos de punta. Detalles tan íntimos, sencillos, pero llenos de tanta ternura y amor, están presentes en cada una de sus obras dándole una profundidad y una calidad humana que sólo Ford fue capaz de trasmitir tan eficazmente.

Al hilo de esta película, Centauros del desierto, tenemos que mencionar otro rasgo peculiar de las historias de Ford y es que éstas sobrepasaban el límite de la película, desbordándola, con lo que añadían a la historia que veíamos la amplitud y profundidad de aquello que solamente quedaba insinuado (y aquí reside la clave de todo, lo que añade esa dosis de misterio creadora de tensión y emoción). En este caso, por ejemplo, desconocemos mucho del pasado de Ethan y se plantean muchos interrogantes para los que no se da una respuesta concreta. Al final de la película también queda en el aire qué va a ser de Ethan ahora que ha cumplido su misión. Esta manera de contar es muy típica del director, que sabe crear todo un mundo alrededor de lo estrictamente narrado, lo que otorga a sus obras otra dimensión, como partes de algo misterioso más allá de lo que conocemos, enriqueciendo notablemente a sus personajes al añadir un pasado que condiciona sus actos y del que nosotros no llegamos a formar parte.

Ford no filmaba simplemente una historia, la llenaba de vida, y en ello es fundamental el papel que jugaban en sus películas los actores secundarios. Con él dejan de ser meros acompañantes o figuras de relleno, con Ford son parte fundamental de la historia, la enriquecen y le dan diversidad y sobre todo hondura. Quizá por eso sus films nos parezcan tan completos. No hay ningún otro director que haya sabido dar a los personajes secundarios una caracterización tan completa y un rol tan decisivo en el desarrollo de la historia. Ford amaba la familia, aunque en su vida no parece que tuviera mucho éxito. Tal vez por ello se rodease en su profesión de colaboradores y actores habituales a lo largo de muchas de sus películas. El cine era su vida y su familia.

Decía François Truffaut en su libro El cine según Hitchcock: "En América, los mayores progresos en el arte de la dirección cinematográfica fueron alcanzados entre 1908 y 1930 por D. W. Griffith, principalmente..... Creo sinceramente que si de la noche a la mañana el cine se viese privado de toda banda sonora.... la mayoría de los directores actuales se verían obligados a cambiar de oficio. Por ello, si contemplamos el panorama de Hollywood en 1966, Howard Hawks, John Ford y Alfred Hitchcock se nos aparecen como los únicos herederos de los secretos de Griffith."

Cuando le preguntaron a Orson Welles por sus tres directores preferidos, contestó: "John Ford, John Ford y John Ford".

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