El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Con la muerte en los talones



Dirección: Alfred Hitchcock.
Guión: Ernest Lehman.
Música: Bernard Herrmann.
Fotografía: Robert Burks.
Reparto: Cary Grant, Eva Marie Saint, James Mason, Martin Landau, Leo G. Carroll, Philip Ober, Josephine Hutchinson, Edward Platt.

Una agencia norteamericana de contraespionaje ha tenido que inventar a un agente secreto ficticio de nombre Kaplan para encubrir al verdadero. Cuando, por casualidad, un publicista, Roger O. Thornhill (Cary Grant), es confundido por los espías enemigos con el Kaplan que persiguen, le resultará imposible justificarse ante ellos y comienza una carrera por salvar su vida.

Este es el argumento resumido de Con la muerte en los talones (1959) aunque debemos aclarar que en realidad poco importa. Conocida era la filosofía de Hitchcock en cuanto a la justificación argumental de sus films, lo que él llamaba el Mac Guffin, "un rodeo, un truco, una complicidad" (o sea, nada en realidad), algo que tenía que servir solamente como marco para lo verdaderamente importante: el desarrollo de la acción. Y en este caso, Hitchcock presumía que su mejor Mac Guffin, es decir, el más vacío, el más irrisorio, era el de esta película.

Y en efecto, lo maravilloso de Con la muerte en los talones son las peripecias en que se ve envuelto el inocente y sorprendido protagonista. El tema de la persona falsamente acusada y que no puede demostrar su inocencia es recurrente en este director. Con ello se consigue más complicidad del espectador, que se puede sentir más próximo a alguien parecido a él.

Para el reparto, Cary Grant sustituyó a James Stewart, habitual en los films de Hitchcock, pero que el director no veía en este papel que le venía, sin embargo, como anillo al dedo al elegante Cary Grant. Para el papel de Eve Kendall, Hitchcock rechazó la propuesta de la MGM (Cyd Charisse) pues el director quería de nuevo una rubia. Retirada del cine Grace Kelly y descartada Kim Novak (Vértigo), Hitchcock eligió a Eva Marie Saint, que acababa de ganar un Óscar como actriz de reparto en La ley del silencio (1954). El resultado de su trabajo no puede ser mejor, dando el tono adecuado a una mujer atrapada entre dos hombres y su deber.

James Mason era un valor seguro como villano. Es uno de los mejores actores del cine, siempre perfecto y sin estridencias en cualquier papel que le tocara interpretar. Junto a él, destaca poderosamente la inquietante presencia de Martin Landau, en una de sus primeras apariciones en el cine (provenía del teatro), como esbirro frío y con ciertas insinuaciones de índole homosexual.

Junto a este reparto prodigioso, la película destaca sin duda por algunas de las escenas más logradas y que han quedado ya como íconos del cine. En especial, la de la avioneta persiguiendo a Cary Grant en medio de esos campos desnudos es una verdadera maravilla absurda porque, si lo pensamos bien, ¿no habría otra manera más sencilla de eliminarlo? Pero aquí reside en parte el talento y el genio del director: lograr hacernos cómplices de algo aunque ese algo, bien mirado, no tenga demasiado sentido. Y eso era posible por el domino que tenía, por un lado, del lenguaje cinematográfico, y, en segundo lugar, por saber crear el clima de tensión perfecto para que el espectador participe lo más intensamente posible de la acción de la película.

Otro punto destacado es el toque de humor constante, más evidente en la primera parte del film, con réplicas agudas y llenas de ingenio. En este sentido no me resisto a destacar la genial aportación de Jessie Royce Landis en el papel de la madre de Thornhill, con frases y réplicas sorprendentes e hilarantes. Otra especie de broma, cosecha del director, sería cuando Roger O. Thornhill que esa O de su nombre no significa nada. Parece ser que de esta manera Hitchcock se burlaba veladamente de su antiguo productor David O. Selznick. Otro toque personal del realizador es la última escena del film (el tren entrando en un túnel) que puede interpretarse como una referencia al acto sexual.

Un punto más a favor del film es sin duda la obsesiva música de Bernard Herrmann, que es ya un clásico del cine y se convierte en un elemento dramático más de la película.

Una película, resumiendo, que figura entre las más reconocidas del director y que es ya referencia en la historia del cine.

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