El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

domingo, 8 de agosto de 2010

Reflejos en un ojo dorado



Reflejos en un ojo dorado (John Huston, 1967) es uno de esos films "profundos" que suelen volver locos a los críticos más sesudos y dejar bastante indiferentes, cuando no decepcionados, al común de los mortales. Basada en la novela del mismo título de Carson McCullers y con un guión en el que participó Francis Coppola, Reflejos en un ojo dorado es una obra típica de su época, de una corriente transgresora que se atrevía a tratar temas escabrosos más o menos abiertamente y, fruto de los cuál, estuvo censurada en nuestro país.

En un cuartel del sur de los Estados Unidos, el matrimonio del comandante Penderton (Marlon Brando) y Leonor (Elizabeth Taylor) hace aguas ante las apetencias sexuales de la esposa que Penderton no puede saciar. Por ello, Leonor mantiene una aventura con el coronel Morris Langdon (Brian Keith), infelizmente casado con Alison (Julie Harris), una mujer depresiva y sensible a la que su esposo no comprende.

La película recuerda, por temática, algunas adaptaciones cinematográficas de las obras de Tennesse Williams. Sin ser un cine que me guste especialmente, hay que reconocer que la obra de Carson McCullers no tiene la fuerza, por poner sólo un ejemplo, de Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951).

A los diez minutos, la película ya me había cansado: ritmo lento, escenas repetitivas y la promesa velada de una obra que se me iba a hacer eterna. Tal vez en su momento la película pudiera haber resultado transgresora y en ello residiera su fuerza o su interés. Hoy en día, despojada de su supuesto atrevimiento, la película no deja de ser un film a medias, con una alarmante parsimonia en su desarrollo que nos va adormeciendo lentamente. Puede mantenernos en vilo simplemente el ver como se resuelven los múltiples conflictos que se plantean: Penderton atraído cada vez más por el soldado Williams (Robert Forsters) en su debut en pantalla) y prisionero de su profesión (hay una escena muy significativa en la que el uniforme parece aprisionarlo y ahogarlo); Alison, cada vez más harta de la infidelidad de su esposo, dispuesta a divorciarse; la actitud cada vez más escandalosa de  Leonor, cansada de su aburrido matrimonio o hasta dónde puede llegar el fetichismo de Williams hacia Leonor.

Todos estos dilemas, sin embargo, no están tratados de manera acertada. Tal vez la novela no daba mucho más de sí o el guión se quedó corto. Pero el caso es que los personajes se nos presentan estáticos, fríos, casi como si vida y nos cuesta vivir sus dramas. No es defecto del reparto, magnífico sobre el papel, pero es que la historia seudoprofunda, seudointelectual, carece realmente de la fuerza necesaria para implicarnos intensamente en las vidas de los personajes. Tampoco la dirección de Huston está a un gran nivel. Algunas escenas, supuestamente las más intensas, como cuando Brando golpea al caballo o cuando Elizabeth Taylor le pega a Brando, no logran captar todo el drama que encierran; otras, fruto de las modas de los sesenta, resultan algo forzadas cuando no ridículas, como el movimiento repetitivo de la cámara en la escena final, un triste broche para una película un tanto fallida.

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