El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

lunes, 4 de octubre de 2010

El último hurra



Dirección: John Ford.
Guión: Frank S. Nugent.
Música: Miklós Rozsa.
Fotografía: Charles Lawton Jr. (B&W).
Reparto: Spencer Tracy, Jeffrey Hunter, Dianne Foster, Basil Rathbone, Pat O'Brien, Donald Crisp, James Gleason, John Carradine, Edward Brophy, Ricardo Cortez, Jane Darwell.

Seguramente El último hurra (1958) no es la mejor película de John Ford. Ni siquiera creo que esté entre las cinco mejores suyas. Muchos le señalarán algunos defectos, o bastantes, porque no es un film perfecto ni mucho menos. Pero El último hurra es un film de John Ford y lleva su sello grabado a fuego, lo quiere decir que es una gran película.

Frank Skeffington (Spencer Tracy) es el veterano alcalde de una ciudad de Nueva Inglaterra. Ha salido elegido en varias ocasiones y afronta, esta vez, la que será su última campaña electoral. A pesar de ser un buen hombre, sus años de alcalde le han granjeado no pocos enemigos que parecen decididos a impedir que salga de nuevo elegido una vez más.

El último hurra, como se ve por el argumento, es en principio un film sobre la política; pero, como suele pasar con John Ford,  la política termina siendo el marco en que se desarrolla lo verdaderamente importante de la película: el retrato de un hombre bueno.

Naturalmente que se habla de política y Ford no se arruga a la hora de tomar posiciones; no deja de criticar las artimañas, no siempre impulsadas por fines nobles, de los poderes a la sombra (banqueros, eclesiásticos, periodistas, etc.) para lograr seguir manejando los hilos, manipulando, haciéndose más ricos y poderosos. Prefiere la vieja manera de hacer política, representada por el populismo del alcalde Skeffington, cuya figura está basada en James Michael Curley, alcalde de Boston en cuatro mandatos diferentes entre los años 1914 y 1950, que los métodos modernos de grandes medios y de crear una imagen pública que venda aunque sea falsa. Pero pronto el interés principal acaba por centrarse en las personas y en este caso, con el argumento centrado exclusivamente en la figura del alcalde, ésto es aún más evidente que nunca.

John Ford tenía una habilidad especial en humanizar sus historias hasta límites insospechados y, casi siempre, bordeando lo empalagoso pero sin llegar a traspasar nunca la línea. ¿Cómo lo lograba? Es difícil de decir. Pero el resultado era, y es en este caso, emotivo, intenso, humano y muy entrañable. La figura del alcalde se presenta como una especie de abuelo afectuoso y tozudo, un político populista a la antigua usanza, cercano al pueblo y correoso contra quién quiera que intente ponerle zancadillas. Pero la grandeza de Ford reside en lograr conmovernos casi sin querer, o sin que nos demos cuenta.

Con un estilo casi invisible, centrando el interés en lo que cuenta y no en cómo lo cuenta, la película es de una sencillez sorprendente, pero con una fuerza y una intensidad que no dejan de crecer a medida que nos adentramos en el presente y el pasado del alcalde. Y todo se cuida con esmero. Es legendario ya el gran papel que tenían los personajes secundarios en los films de Ford. Y una vez más aquí se pone de manifiesto con cada una de las personas que aparecen en la película. Todas tienen una historia que vamos conociendo o adivinando, todos van aportando su pequeña contribución a la historia y, al final, en uno de los finales más emotivos del director, todos van a demostrar que no estaban ahí por nada.

Y además, está el talento fabuloso de Ford para la puesta en escena, con los encuadres perfectos, el ritmo preciso, los pequeños detalles de humor aquí y allá, la profundidad de los diálogos, la ternura evocadora del pasado y esa manera de contar que era, en muchas ocasiones, pura poesía.

Que Spencer Tracy es un prodigioso actor no es nada nuevo. Su elección para el papel del alcalde Skeffington es perfecta. Borda su papel de principio a fin y no deja de resultar convincente en ningún instante. A su lado, el típico despliegue de secundarios de Ford, muchos ya habituales en múltiples películas del director, siempre eficaces, como Donald Crisp, Pat O'Brien, Basil Rathbone, James Gleason, John Carradine, Ricardo Cortez, Jane Darwell, la madre en Las uvas de la ira (1940), o Jeffrey Hunter, aquí bastante inspirado.

Es cierto que tal vez peque la película de ser un poco larga de más. Hubiera tenido quizá el ritmo perfecto recortando un poco los 121 minutos de duración. Pero el resultado final se sobrepone a este pequeño pero y Ford deja constancia de nuevo de que no hubo nadie en la historia del cine que supiera crear historias tan densas y tan sencillas a la vez, tan tiernas y tan humanas sin, aparentemente, el menor esfuerzo. 

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