El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

domingo, 24 de octubre de 2010

Un hombre para la eternidad



Un hombre para la eternidad (Fred Zinnemann, 1966) ganó el Oscar a la mejor película en 1966, amén de otros cinco más (mejor director, mejor actor, Paul Scofield, mejor guión adaptado, mejor fotografía y mejor vestuario). Con tales recompensas podríamos pensar que estamos ante una obra maestra y, sin embargo, a pesar de contar con innegables méritos, Un hombre para la eternidad no es la gran obra que podíamos esperar.

Enrique VIII (Robert Shaw), rey de Inglaterra, no tiene descendencia con su actual esposa, Catalina de Aragón. Encaprichado con Ana Bolena (Vanessa Redgrave), desea obtener el divorcio para poder casarse con ella. Pero quiere el apoyo de toda la corte, algo que parece que no tendrá problemas en obtener salvo por una persona, Thomas Moro (Paul Scofield), ferviente católico y hombre de una recta moral que, a pesar de su amistad con el rey, no puede ir contra sus principios.

Un hombre para la eternidad es una buena película. En primer lugar, por la reconstrucción histórica bastante aceptable y alejada de excentricidades, lo que le aporta a la historia un plus de veracidad y seriedad. Es cierto que al tratarse de una obra de ficción, el guión se toma algunas licencias o, más bien, simplifica las cosas en favor de una narración más breve y concisa (no se mencionan los dos matrimonios de Thomas Moro y sólo vemos que tiene una hija, cuando en realidad fue padre de dos hijas más y un varón). También es verdad que con el paso del tiempo vemos que la puesta en escena y la ambientación resultan un tanto teatrales y no del todo perfectas. Pero en conjunto, la aproximación al siglo XVI es más que correcta.

También, en general, el reparto es acertado. Paul Scofield, aclamado actor de teatro inglés, está soberbio y compone un personaje absolutamente creíble y digno hasta el final, sin excesos, convincente y comedido. Lástima de la breve presencia de Orson Welles, al que considero uno de los mejores actores de todos los tiempos y que siempre ofrecía unas interpretaciones colosales. Los pocos minutos que está en escena logra llenar la pantalla, no sólo por su tamaño, con evidente sobrepeso, sino por la fuerza de su rostro y de su mirada. Robert Shaw tampoco tiene mucho papel, pero compone a un Enrique VIII excesivo y colérico perfecto. No todos los actores, sin embargo, están al mismo nivel e incluso algunas escenas resultan un tanto fallidas, no sé si por precipitación o por descuido del director. Pero en general, el reparto saca buena nota y me ha gustado ver especialmente a un joven John Hurt en sus primeros pasos en el cine.

La otra gran baza de la película es un guión excelente, inteligente, brillante en muchos momentos y con algunas de las frases más agudas y oportunas que pueden escucharse. Un trabajo impecable en este aspecto y que dignifica la película y le añade una categoría que raras veces tenemos ocasión de disfrutar en el cine.

Pero, como decía al principio, Un hombre para la eternidad no da de sí todo lo que podríamos esperar. En parte, el problema puede que resida en una alarmante falta de ritmo que lastra la película desde el principio. La primera parte de la historia se me hizo especialmente larga, lenta e insustancial. Tal vez porque la película arranca sin meternos en la historia, sin prepararnos. Se elige un momento en la vida de Moro para el comienzo de la narración pero sin explicaciones ni preámbulos. Luego, la historia no parece avanzar, no se presiente el peligro y hay momentos que hasta parecen superfluos. Afortunadamente, hacia la mitad de la película, la historia comienza a ganar interés, empezamos a comprender las trampas y las amenazas que se ciernen sobre Moro y, además, es ahora cuando el guión empieza a destacar con diálogos prodigiosos que van dando una categoría moral e intelectual a la figura de Thomas Moro hasta convertirlo en un extraño héroe que, a base de utilizar siempre la razón y de defender sus convicciones con firmeza, consigue ridiculizar y humillar a sus enemigos y, por extensión, a todo aquel que, por ambición o avaricia, no duda en venderse al mejor postor. En este caso, Moro no puede ceder a las presiones de un rey caprichoso y autoritario aunque en ello le vaya la vida; y acosado también por los envidiosos y los corruptos de turno que ven en su figura un enemigo y una amenaza. La figura de Moro emerge así como una persona de una excepcional rectitud y una inquebrantable lealtad a sus convicciones.

A pesar del interés de la historia en esa parte final, la película tampoco es un prodigio en cuanto al montaje, con escenas narradas de modo brusco, cambios un tanto repentinos de escena, movimientos de cámara no demasiado afortunados, etc. Creo que Fred Zinnemann no era, tal vez, el director ideal para este proyecto. Recuerdo Solo ante el peligro (1952) y sus problemas de ritmo y de montaje y veo que, en parte, es ahí donde cojea esta cinta.

Un hombre para la eternidad es, en definitiva, una buena película histórica, centrada en un personaje que adivinamos fascinante y del que tenemos un pequeño esbozo en esta obra, pero que vista hoy en día no parece merecer la lluvia de premios que consiguió en su momento. Pero no deja de ser un film muy interesante y, sobre todo, recomendable por su excelente guión.

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