El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

miércoles, 17 de marzo de 2010

El delator




Dirección: John Ford.
Guión: Dudley Nichols (Novela: Liam O´Flaherty).
Música: Max Steiner.
Fotografía: Joseph H. August.
Reparto: Victor McLaglen, Heather Angel, Preston Foster, Margot Grahame, Wallace Ford, Una O´Connor.

Primer Oscar para el director John Ford gracias a este film ambientado en su bien amada Irlanda.

Gypo Nolan (Victor McLaglen), ex miembro del I.R.A., es un pobre diablo sin oficio ni dinero. Para intentar contentar a su novia y aliviar la miseria en que viven, delatará a un miembro del I.R.A. amigo suyo y así poder hacerse con las 20 libras de la recompensa.

Con el tema de la sublevación irlandesa a la ocupación inglesa, John Ford realiza un emotivo retrato de un hombre básicamente bueno, pero al que su poca inteligencia y el deseo de complacer a su chica le llevan a realizar un acto despreciable. Antes que en la vertiente política del tema, Ford prefiere centrarse en el alma de este hombretón, encarnado de manera prodigiosa por uno de los asiduos secundarios del director y que logrará el Oscar al mejor actor por su conmovedora interpretación. A pesar de que su traición provocará la muerte de su amigo, la mirada comprensiva de Ford hace que nos apiademos de este ser simple y, en el fondo, con deseos de nobleza, al que no es posible hacer del todo responsable de sus actos. La inflexibilidad del I.R.A. respecto a él, si bien se comprende, no deja de parecernos fría y mecánica, injusta al fin y al cabo con una persona inferior y no muy inteligente.

La película, de 1935, se resiente un poco de su edad en los decorados y algunos detalles que nos remiten aún a la estética del cine mudo. Aún no es el Ford de los encuadres poéticos y de obras grandiosas posteriores, pero en esencia ya tenemos los elementos que harán de este director unos de los más grandes, en especial esa ternura hacia sus personajes, esa mirada comprensiva y redentora que se plasma manifiestamente en un final un tanto excesivo y quizá algo pasado ya, con la necesidad del perdón redentor para que el delator pueda partir en paz.

Una pequeña obra maestra con la mirada sabia de un director excepcional.

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