El cine y yo

Me resulta imposible imaginar mi vida sin el cine. De alguna manera me ha ido conformando en salas oscuras, donde el universo por entero brillaba ante mí y la realidad, la otra realidad, desaparecía milagrosamente para dar paso a una vida ilimitada. Al menos, cuando yo era niño era así.


Uno de los primeros recuerdos que tengo es de pánico y fascinación. La película se titulaba "Jerónimo" y yo tenía tres años. En un televisor en blanco y negro, con una imagen seguramente bastante pobre, aquella película me aterraba y me atraía en partes iguales, y yo sentía que estaba ante algo que me superaba. Desde entonces, mi vida y el cine han ido de la mano.


El cine me nutría de imágenes que abrían mi imaginación como quién abre una ventana a las montañas. El cine me proporcionaba una vida nueva infinita en aventuras y en heroicidades. El cine era un baúl, un escondite y una fuente. En el misterio estaba la plenitud.


El cine eran las sesiones de los sábados a las cuatro; eran las películas para adultos a las que accedíamos antes incluso de llegar a pisar la adolescencia, con el atractivo inmenso de todo lo prohibido; eran las fichas en cartulinas y los recortes de fotografías; eran los estrenos con colas interminables; era la conversación con aquella chica que me atrapó hasta hacerme olvidar donde estábamos... e incluso fue una declaración de amor.


No puedo imaginarme mi vida sin el cine. Nada sería lo mismo. Dejemos pues que pasen ante nosotros, en palabras, imágenes de toda una vida.

viernes, 21 de enero de 2011

El demonio de las armas



El demonio de las armas (1950) es una de las obras más alabadas del director Joseph H. Lewis, uno de esos artesanos de serie B que, a base de oficio e ingenio, logró añadir ciertas dosis de prestigio y calidad a películas hechas con muy pocos medios.

Una vez licenciado, Bart Tare (John Dall), un joven obsesionado desde niño con las armas, lo que le llevó incluso a pasar cuatro años en un reformatorio por robo, conoce por casualidad a una peligrosa y atractiva mujer también experta tiradora, Annie Laurie Starr (Peggy Cummins). Bajo su influencia, Bart se adentra en una espiral de atracos que los convertirán en unos de los delicuentes más buscados del país.

Interesante film negro, precursor de los argumentos estilo Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967) y de la "Nouvelle vague", con clara influencia por ejemplo en la película Al final de la escapada (1960) de Jean-Luc Godard, El demonio de las armas es, dentro de su argumento sencillo, una película original y con momentos muy logrados.

Quizá lo más interesante de la película sea el retrato de los protagonistas, dos seres inseguros y un tanto perturbados que, sin embargo, están tan bien tratados que jamás se cae en estereotipos y, a pesar de sus obsesiones, terminan humanizándose y logrando que nos apiademos de ellos. Por un lado, Bart sufre una extraña fijación con las armas desde siempre, pero es incapaz de matar a nadie fruto de un trauma infantil, cuando, sin ser consciente de ello, mató a un pollito siendo niño. Su pasión por Laurie le lleva a plegarse a las paranoias de ella, una mujer en apariencia fuerte, decidida y segura de sí misma y que, en realidad, acabamos descubriendo que es muy miedosa, que mata porque el miedo atroz que siente en situaciones límite le obliga a ello. Lo que comienza, pues, como una relación en la que él parece depender completamente de ella, termina siendo casi todo lo contrario. Hay en la realción además algo de fatalismo, como le advierte ya un compañero a Bart antes que éste se case con Laurie: es de esas mujeres que hacen sufrir a los hombres. Pero al igual que Bart no puede resistirse a la atracción que las armas ejercen sobre él, tampoco podrá resistirse a la pasión que siente por Laurie, ni ésta a sus sueños de una vida llena de confort y dinero. En la tradición del mejor cine negro, estamos ante dos personajes superados por el destino.

A este acertado retrato de las debilidades humanas, Lewis le añade un trabajo desde la dirección realmente bueno: magnífico ritmo a lo largo de casi toda la película, una puesta en escena impecable, un trabajo con los actores perfecto y algunas escenas especialmente bien resueltas, como las escenas en que los protagonistas van en coche y situa la cámara bien atrás o bien delante, pero en contrapicado, logrando unas secuencias muy originales y eficaces.

Destacar también el buen trabajo de la pareja protagonista, verdaderos motores del film, pues prácticamente toda la historia recae sobre sus hombros. Peggy Cummins compone a una mujer fatal perfecta, capaz de arrastrar a un hombre a la perdición y, al tiempo, poseedora de una fragilidad turbadora, mientras que John Dall, al que recordamos sobre todo por su papel de Shaw Brandon en La soga (Alfred Hitchcock, 1948), está realmente bien en su papel de enamorado atormentado por verse metido en una dinámica de robos que se le va de las manos.

El demonio de las armas es, en definitiva, un film muy notable que demuestra que a base de talento es posible obtener magníficos resultados sin contar más que un presupuesto limitado. Está, en este sentido, en el polo opuesto a muchas producciones actuales en las que tenemos la impresión que se han dilapidado tontamente enormes presupuestos renunciando a lo que de verdad importa: contar con una buena historia y un director capaz de saber contarla.

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